Entrevista a la ecléctica escritora
Elvira Lindo
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Haciendo gala de un mundo interior muy particular y un indudable sentido del humor, ocho años después de su partida Elvira Lindo regresa a Madrid para explicarnos cómo es su vida en Nueva York y hacer balance de su estado actual. Álvaro López del Moral
Restaurantes, bazares y tiendas delicatessen son algunos de los paisajes que conforman la peculiar estructura de Lugares que no quiero compartir con nadie (Seix Barral), la última obra de Elvira Lindo. En ella, la gaditana realiza un itinerario por sus rincones preferidos de Nueva York, la ciudad donde lleva ocho años instalada junto a su marido, el académico y también novelista Antonio Muñoz Molina. Se trata de otra vuelta de tuerca en la trayectoria profesional de la autora de Manolito Gafotas y El otro barrio, cuyo nombre constituye una referencia constante en las quinielas literarias de los premios más importantes de España, a pesar de que todavía no ha concurrido a ninguno (ganó el Biblioteca Breve en 2005 con Una palabra tuya por decisión del jurado, sin que le fuera necesario presentarse al concurso). Aprovechando una efímera visita a nuestro país nos citamos con Elvira en el restaurante madrileño El Caldero, donde tuvimos oportunidad de compartir uno de sus afamados arroces con ella y descubrimos cómo es su actual vida en la Gran Manzana.
SOBREMESA: Su último libro es un recorrido por el lado más íntimo de Nueva York.
ELVIRA LINDO: Hacía mucho que pretendía hacer algo parecido pero tenía que encontrar la forma y el tono, así que finalmente decidí redactar un diario siguiendo mi propio ritmo. No quería una guía al uso, porque es una ciudad sobre la cual se han realizado infinidad de libros estupendos. Además, el hecho de llevar un tiempo allí y el contacto con la prensa anglosajona, en la cual la gente cuenta sus vivencias directamente, me han permitido cobrar distancia y escribir de una manera más libre.
S.: Parece que vivir en la Gran Manzana le ha alterado los esquemas.
E.L.: Me ha obligado a estar alerta. Es un mundo muy diverso, de gente de todas partes, lo cual te fuerza a ser permisivo. Sin embargo, aunque se trata de una urbe mastodóntica, no me abruma en absoluto, porque una tiende a organizarse buscando su propio espacio.
S: Lleva ocho años allí afincada. ¿Resultó un cambio muy drástico?
E.L.: Yo jamás pude imaginar que llegaría a tener esta segunda vida; empecé a trabajar muy pronto, fui madre a una edad temprana y tuve una existencia bastante azarosa, así que marcharme fuera o hacer algo parecido a una beca Erasmus nunca había entrado en mis planes. Para cuando cumplí los cuarenta años puede decirse que estaba muy asentada en Madrid, de modo que trasladarme a Nueva York, donde solo había estado como turista, era lo último que esperaba. Pero después, las cosas vinieron un poco rodadas.
S.: ¿Tuvo que hacer algún esfuerzo especial para integrarse?
E.L.: Lo que más me costó fue acostumbrarme al día a día de una ciudad tan distinta y aprender a interpretar las nuevas reglas del juego. El lado fácil es que mi marido, Antonio, era el director del Instituto Cervantes, y yo llevaba mi trabajo a cuestas, así que no íbamos como si se tratara de un par de emigrantes que tiene que buscarse la vida. Sin embargo, el hecho de trabajar sola en casa me supuso un aislamiento y un esfuerzo de adaptación enorme. Llegué incluso a apuntarme a un curso de cultura americana en la universidad. A pesar de ello, tengo que decir que, a la larga, he conseguido hacer amistades muy profundas.
S.: Es curioso que se preocupara tanto por adaptarse, con la fama de independiente que acarrea.
E.L.: Siempre he ido por libre, sí, no me gusta que me organicen la vida. Ya de pequeña era así. Intento ver las cosas desde una perspectiva personal, aunque honrada, que luego te das cuenta de que coincide con la de otras personas. Cuando me pongo a escribir no pienso en lo que los demás quieren leer, sino que trato de ser honesta conmigo misma y siempre voy a por todas. Cada página que publico me la planteo casi como una puesta en escena.
S.: Supongo que eso le habrá ocasionado más de un conflicto.
E.L.: Lo ideal sería que viviéramos en un país más templado y los lectores pudieran decir que el artículo le ha gustado, aunque no esté de acuerdo con lo que se dice en él. Pero como vivimos un momento de gran irritación colectiva, pues a la gente solo le interesa si su opinión coincide con la tuya.
S.: En lugar de hablar acerca de otro país, tal vez podría haber escrito sobre cómo se ve el nuestro desde allí.
E.L.: Sí, sobre todo ahora que se llevan tanto los libros de autorreflexión. Lo que sucede es que, al principio de la crisis, nadie se lo podía creer y hubo como una especie de retraso a la hora de reaccionar. En Estados Unidos solo se hablaba del miedo a la recesión, pero cuando yo lo dije en España me acusaron de hacer el juego al Partido Popular manteniendo una actitud supuestamente catastrofista. Ahora, como en los últimos tres meses han adoptado unas medidas tan duras, se ha producido una especie de depresión colectiva. Son momentos muy difíciles; sin embargo, no creo que las personas que tenemos una proyección pública debamos expresarnos continuamente de forma apesadumbrada. Hay que salir adelante como sea.
S.: También tiene fama de peleona.
E.L.: Un estudio de una universidad me puso como ejemplo de superación por el hecho de ser mujer, venir del mundo de la literatura infantil, haber trabajado en medios de comunicación y estar casada con un académico… Según sus autores, con tantas dificultades era sorprendente que pudiera tener éxito como escritora seria. Todo esto al principio me generaba muchas inseguridades, porque los periodistas siempre me preguntaban sobre los miedos que se supone debía tener. Sin embargo, aunque me haya llevado algún disgusto personal, nunca he dejado de hacer lo que yo quería. Además, estoy casada con un hombre que no es machista y que es escritor, sí, pero también capaz de cuidar a la persona que tiene a su lado. Antonio es muy animoso con todas las cosas que hago… De hecho, los dos nos apoyamos mucho mutuamente.
S.: En los últimos años, su nombre ha figurado en todas las grandes quinielas literarias. Sin embargo, usted ni siquiera se molesta en presentarse a los premios.
E.L.: No me presento a premios literarios por el lío que conlleva. A mí me cuesta mucho salir de mi rutina. Cuando conocí a Antonio trabajaba como guionista y ganaba más dinero que él, pero me convenció para dedicarme solo a la literatura. Fue muy tozudo. Por aquellos días mi amigo Paco Valladares me ofreció hacer el guion de unas galas desde casa, lo que me permitió pasar más tiempo con mi pareja, hacer la comida juntos, ir a buscar al colegio a mi hijo, en fin, esas cosas que no se pagan con dinero. Entretanto escribí Manolito Gafotas y Antonio ganó el premio Planeta, un dinero que nos vino de maravilla para cerrar el capítulo de su primer matrimonio y empezar una vida en común, porque al final los premios sirven para eso. Pero por otro lado también pude ver en qué consistía ponerse a hacer promoción. Y decidí que no era para mí; no me gusta andar por ahí sola, de hotel en hotel. Las universidades de verano están llenas de gente deseando salir de su casa, pues a mí me pasa exactamente lo contrario. No digo que algún día no lo haga, pero de momento, no.
S.: Dentro de esa rutina a la que usted alude entiendo que la cocina juega un papel importante.
E.L.: Me encanta comer y cocinar, claro, pero hay un punto que no justifica ya el placer de la comida. El límite está cuando para comer en un restaurante hay que reservar con meses de antelación o te están interrumpiendo de continuo para darte explicaciones, ahí confieso que me retiro.
S.: ¿Y se come bien en Nueva York?
E.L.: Estupendamente, aunque algunos productos no saben igual que aquí. La tortilla, por ejemplo, porque las patatas son muy diferentes. O el pescado; allí es preferible pedir ejemplares grandes, porque los pequeños son carísimos y de mucha peor calidad que los españoles. Pero, por lo demás, nosotros cocinamos de todo: paella, cocido, lentejas… El vino español se compra en todas partes y a muy buen precio, mucho mejor que el del italiano, que está por las nubes. En cambio, al aceite español todavía le queda un largo camino.
S.: Compruebo que la gastronomía está inscrita en su memoria sensorial.
E.L.: Algunos de mis mejores recuerdos están vinculados a ella. La primera vez que probé el verde, por ejemplo, fue en casa de una señora de Ademuz, el pueblo de mi madre. Me dio de comer unos pimientos fritos con aceite tan buenos que, desde entonces, para mí no hay un manjar comparable. A veces hacemos picnics en algún parque de Nueva York e invitamos a nuestros amigos a tortilla con pimientos regada con algún vino español que debemos camuflar en una botella de agua, claro, porque allí está prohibido beber en la calle.
S.: ¿Ha intentado inculcar en sus hijos esa pasión por el buen comer?
E.L.: Con nuestros hijos hemos sido muy pesados en todo lo relativo a su educación. Les decíamos: “Cuando venga alguien debéis saludarle, tenéis que darle un beso…”. Por lo menos ha servido para algo. Pero hay gente que deja que los chavales hagan lo que les apetezca. Algunos padres se ponen muy estúpidos con sus hijos, sobre todo en Estados Unidos. Los niños americanos no tienen ningún tipo de incentivo ni estímulo a la hora de comer; se aburren, se duermen, se tiran encima de las mesas… yo creo que aprenden a utilizar el tenedor y el cuchillo cuando empiezan a trabajar. A mí me gusta que los chicos sepan estar en la mesa y se conviertan en personas agradables, modernas y con conversación.