Confesiones desde el interior de la Guía Roja

"Yo fui inspector de la Guía Michelin. Ya no me escondo"

Miércoles, 12 de Julio de 2023

Fueron 35 años de informes y estrellas para la guía roja. Décadas de miles de kilómetros, anecdotario, fatiga, placer y centenares de menús degustación. Hoy deja de ser anónimo. Estas son las confesiones de un auditor español del talento culinario más estelar. Javier Vicente Caballero. Ilustraciones: Sir Cámara. Imágenes: Aurora Blanco

Nada de gorras, gabanes o de parapetarse tras gafas en tinieblas. Dependiendo del día o de las ganas de divertimento, simplemente se metamorfoseaba en Manuel Trillo. O en Andrés Pereiro. Su viejo amigo Miguel Rial también le prestó onomástica. Iba combinando apellidos de conocidos, familiares y compañeros de estudios a la hora de hacer la reserva telefónica en cualesquiera restaurantes. En esa misma llamada para fijar fecha y hora de cena o almuerzo comenzaba su puntillosa analítica, tan implacable como impecable. Tono y cortesía al otro lado del teléfono, tiempo de espera, resolución de cualquier duda... Al llegar al local, pasaba estado de revista a la pulcritud de la fachada prosiguiendo con su meticuloso examen. Una vez franqueada la puerta, hay que ponderar el recibimiento. Mal arranca el baile si ningún camarero te dice “buenos días, señor”, o que pase por tu lado “como si fueras invisible”.

 

Una vez sentado a la mesa, solo, discreto y circunspecto, personificaba un espía sin identidad, un monosilábico funcionario –hierático aunque de alto voltaje, con una misión crucial entre sus papilas– como en esos volúmenes de Tom Clancy o John Le Carré que esconden secretos de Estado, maletines de plutonio en trenes bala y amenazas mundiales serpenteando por la Red. Pero no, Víctor, Victoriano Porto Canosa, no es un agente infiltrado de servicio de inteligencia alguno. Ni trabajó como detective en busca de deslices matrimoniales o zascandiles que estafan al seguro. Víctor ha dado el callo 35 años como inspector de la sacrosanta Guía Michelin, esa que riega de estrellas, alegrías y decepciones los restaurantes de medio mundo y que se tatúan muchos chefs en su dermis como el más alto de los galardones del gremio. “He estado en el anonimato durante mucho tiempo. Ya no tengo ganas de esconderme más. Quiero contar mi historia. Ni siquiera lo ha sabido mi entorno, mi pandilla de amigos, a qué me dedicaba realmente. Se enteraron porque uno, en una conversación de bar, se empeñó en afirmar que La Cruz Blanca de Vallecas estaba en la guía y tenía estrella. Le dije humildemente que no, que estaba equivocado. Pero nada, erre que erre me espetó: '¿Pero tú que vas a saber si trabajas en las ruedas Michelin, ahí en las oficinas?' Me encendí y confesé mi oficio real. Se quedaron mudos”, comenta Porto, nacido en Negreira (A Coruña), un pueblo cerquita de Santiago de Compostela y quien emprendió un suculento y extenuante viaje de millones de kilómetros, miles de restaurantes y colchones de hotel y centenares de genialidades que han compuesto nuestra reciente historia gastronómica. También forjó una callada odisea que ahora trasciende.

 

Retiro anticipado

 

Treinta y cinco años de Guía necesitan una digestión reposada. Ha colgado Víctor la servilleta hace dos días, antes de sobrevenir el empacho. Porque como los mineros que inhalan grisú, debido al tute trotamundos y estomacal al que te somete la guía roja, los inspectores cuentan con el privilegio de bajarse del tiovivo de la alta gastronomía mucho antes de lo que marca la ley. “Meterte entre pecho y espalda dos menús degustación al día, de lunes a viernes, no es sano ni razonable. Ni para el estómago ni para la mente. Por eso a los 58 años tienes la opción de la baja incentivada, con unas condiciones económicas muy favorables. En mi caso, si entre restaurante y restaurante había distancia de unos cuantos kilómetros pues la recorría andando. Siempre he estado en forma. He tratado de cuidarme y he jugado al tenis y al pádel, tres, cuatro partidos por semana. Muchos compañeros buscan hoteles con gimnasio para hacer ejercicio durante su trabajo. ¿Cómo vas a tener hambre a las ocho y media de la tarde si te has metido 5000 calorías en 14 platos y has terminado a las cinco de comer?”, comenta Porto.

 

[Img #22132]

 

Su devenir profesional arrancó insospechado. Y con tono sepia, vintage. La Guía abrió un proceso de selección de lo más prosaico: con un anuncio, tipográficamente generoso, en La Voz de Galicia. “No especificaba que buscaran perfil para la Michelin. Pedían un titulado superior en Hostelería y Turismo, con cinco años de experiencia en restaurantes y que hablara portugués y francés. Yo encajaba en ese rol. Había estudiado en la Escuela de Hostelería de Santiago y me encantaba la restauración, aquello sonaba bien. Cuando era crío me fascinaban las típicas fiestas del pueblo. Y siempre yo me metía en el bar atendiendo a la gente. Siempre me llamó la atención la hostelería y por eso me presenté al anuncio”. Tras criba de candidatos, y varias entrevistas con el entonces director, el gallego Carlos Laredo, la decisión final. Bingo. Está dentro, señor Porto. Con prontitud, se vino a Madrid y casi sin deshacer el equipaje estaba con el petate camino de su primer establecimiento en Granada. “Fue en abril del 88. Al principio, durante unos meses, te acompaña un inspector más antiguo que te va enseñando a hacer los informes y te asesora sobre dudas y demás. En mi caso mi mentor fue un inspector belga”, rememora. Desde el comienzo, masticando una conciliación complicadísima, la novia de nuestro protagonista ha vivido todos estos años de vinos, rosas, esferificaciones y ausencias. “Nos casamos en 1990. Por suerte ha conocido y comprendido cómo es mi trabajo. Conciliar pareja y familia es tremendo. Todo el mundo cree que nuestro trabajo es idílico. Viajar de Argentina a Turquía, pasando por Valencia, puede resultar maravilloso, y estoy eternamente agradecido a la Guía por todos estos años, pero créeme que con el paso del tiempo resulta muy fatigoso. Es una tarea que exige mucha responsabilidad, y una absoluta profesionalidad. No somos bohemios ni amargados”.

 

Solo en elBulli

 

[Img #22130]Al poco tiempo, el primer informe en solitario le condujo hasta las aguas prístinas y los pinares abanicados por la tramuntana de Cala Montjoi, (a unas cuantas curvas de Roses, Girona). El ca­lendario marcaba el 16 de septiembre de 1988. Comió solo. Sin un alma en toda la sala. Recuerda con claridad la profundidad, tersura y genialidad unas costillitas de conejo y unos lluçets, unas merlucitas de la Costa Brava. Le produjo un shock tan tremendo esta cocina, que ya atesoraba una estrella, que se bajó exultante caminando hasta el hotel cantando por sus queridos Dire Straits. Aquel brujo se llamaba Ferran Adrià y aquel trampantojo mágico era elBulli. “Se lo comenté con rapidez a mi jefe a la vuelta. 'He estado en un restaurante que me ha descolocado. Es excepcional en texturas y sabores. No sé si merece una, dos o tres estrellas'. Mi jefe mandó entonces a dos compañeros para comparar mi veredicto, con el consiguiente gasto, y a su regreso dijeron que aquello no valía dos estrellas. Yo pensaba que me iban a echar porque estaba aún en periodo de prueba. Pedí disculpas, pensando que quizá me había equivocado. Laredo me dijo algo que se me quedó grabado: 'Solo se equivoca el que toma decisiones y nosotros queremos gente que tome decisiones'. El resto es historia. Con los años elBulli se convirtió en el mejor restaurante del mundo. Luego comí muchas otras veces allí. La mejor cena de mi vida fue diez días antes de que cerrara para siempre”, rebobina. “La Guía preconiza que la gastronomía ha de estar por encima de la amistad. Es muy bonito dar la tercera estrella a los hermanos Torres o Atrio, por quien luché mucho. También es durísimo suprimirlas, son los peores momentos, mucho más que recorrer miles de kilómetros... Hay muchas familias detrás de un restaurante. Hay que estar muy seguro de que no está al nivel. Si hay dudas, se mantienen. Ah, y no podemos aceptar regalos si nos reconocen”, agrega.

 

Ya fuera el circo inenarrable de elBulli o una recóndita casa de comidas donde enloquece hasta el GPS, el informe sie­mpre seguía los mismos parámetros. A la analítica de local y el momento de la reserva se une la limpieza general, la mantelería y el menaje, el servicio de sala, bodega y sumillería (ojo, los inspectores apenas prueban dos vinos, si acaso, durante las comidas), confort, ambiente, la posibilidad de elección de carta, menú degustación... para luego ir desgranando impacto visual, calidad de producto, sabores, texturas, puntos de cocción, nivel de audacia y sorpresa, ejecución, técnicas y vanguardias, y un sinfín de matices que solo ellos emplazan en el armario de su materia gris. Cada plato se desgrana y se le coloca estrella: una, dos o tres... o no la merece. “El informe de cada local no lleva más de hora y media o dos de redacción. Las estrellas se conceden con el baremo y la visita de varios inspectores. Un día el gran Santi Santamaría me pilló con unos apuntes y me preguntó: '¿No será usted de la Guía Michelin?'. A lo que le respondí: '¡Qué más quisiera yo, con lo bien que deben vivir esos tíos!”.

 

La cantidad exacta de “esos tíos” es confidencial. La Guía no ofrece datos sobre cuántos de sus soldados andan olisqueando y auditando la suculencia de España y Portugal. Entre viajes y demás, son más de 40 000 kilómetros de quemar rueda (Michelin, of course), sin menoscabo de millas aéreas y trayectos en AVE. “La plantilla la forma gente muy profesional, y absolutamente pasional. Tiene independencia y paga religiosamente cada almuerzo o cena. Nunca hicimos ni se hace crítica negativa. No hemos pretendido ser jueces de nada. Por cierto, en los 80 y 90, descubrimos muchos restaurantes gracias a Sobremesa, y os lo agradezco porque antes no existía ni Internet ni las Redes Sociales para ir descubriendo lugares maravillosos”.

 

A destajo

 

Si para ser crítico de cine hay que visionar y metabolizar muchas películas, para ser un buen gourmet hay que haber probado mucho de todo, educar el paladar a destajo. Desde crío. Recuerda Porto que ya les ponía pegas a los callos con garbanzos de su madre, y que ella se lamentaba de que era “mal comedor”. Sin embargo, como el crítico de Ratatouille, Porto puede ver a Dios con un guiso de alubias verdes frescas, con un arroz o una ternera gallega, un bacalao, unos pequeños jureles –“chinchos con patatas kennebec” y una tortilla de su propia madre. Para los amantes de las listas, ahí va un breve escalafón de sus goces culinarios. Porto levita con un pichón de Lera, un salmonete con escamas de Berasategui, la Comtessa de Joan Roca, el huerto de Paco Roncero, el viaje completo de Retiro da Costiña (Santa Comba, A Coruña), los desayunos del área de servicio de Boceguillas (en la A-1, km 115), la tarta de queso de Casa Barqueiro en su Negreira del alma, el flan con papada de Atrio, el cocido maragato de Casa Coscolo (Castrillo de los Polvazares, León), un centollo de Mar de Esteiro (Santiago de Compostela), una caldereta de cabrito verato en Villa Xarahiz (Jaraiz de la Vera)... Se tira una hora al día por Whatsapp prescribiendo lugares a su pandilla. "Agotador...", suspira.

 

–También tuvo la osadía de meterse a restaurador, señor inspector.

 

–Abrimos un restaurante que se llamaba La Embajada del Jamón, era de cocina tradicional y estaba en la calle Embajadores, en Madrid. Funcionó entre 1997 y 1998. Llenaba a diario y lo llevaba mi mujer. Cerramos porque el edificio estaba en ruinas. No quise que estuviera en ninguna guía. Le dije a mi jefe: 'Cuando vengan compañeros que no lo reseñen'.

 

–¿Algún desencuentro con algún chef?

 

Con el único que tuve un roce fue con Abraham García, en Viridiana, cuando perdió la estrella. Tuvo un trato desagradable y distante. Ni se dignó a hablar conmigo. Antes nos presentábamos después de pagar para visitar las cocinas, eso ya no se hace. También creo que algunos críticos gastronómicos, algunos que todos conocemos, nos han tratado como gente ñoña, de un modo muy injusto que no se corresponde con la realidad. Y no volvería a un dos estrellas del norte donde su chef más que un cocinero parece un filósofo. Iría mañana mismo con mi familia a El Molin de Mingo, un Bib Gourmand con la mejor relación calidad precio de España, en un sitio idílico entre montañas en el interior de Asturias.

 

–¿Qué espina le ha quedado? ¿a qué va a de­dicar su vida ahora?

 

Espero viajar a Japón este mismo año. Ahora asesoro a restaurantes. Pruebo su cocina, analizo, veo pros y contras, y les doy soluciones a todos los niveles. Desde emplatados hasta el menaje o puntos en las recetas. Es una manera de transmitir mi experiencia de 35 años.

 

Pero Victoriano, mal cocinillas, miente. Su misión actual, la más importante y emocional, es elaborar y comer sushi con una mujer crucial en su vida: su hija Andrea.

 

 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.