Prima la materia: cerezas

Las cerezas, una fruta deliciosa y ligera para el verano

Martes, 15 de Agosto de 2023

Consagran al verano entero y son la apoteosis del color rojo. Las anuncia en primavera el resplandor de sus arboledas pobladas de flores blancas y rosadas, obligatorias en la inmensidad del Jerte cacereño. Desde las ramas del guindo adelgazan sus pedúnculos para entregar en pareja o trío su luz y redondez. De dulzor jugoso y firme, crujientes en boca, son un prodigio insólito y puntual de la naturaleza. Luis Cepeda. Imágenes: Aurora Blanco

Un destello de optimismo acompaña a las cerezas en cuanto aparecen en las fruterías y mientras permanecen como la más singular de las ofertas veraniegas, siempre algo aisladas del resto de las frutas de la temporada, cual exquisitez diferente. Se diría que sugieren primicia y antojo, pues son más capricho que alimento al que anima una especie de apetito estético. Contienen atavismo y sorpresa por lo vibrante de su brillo y plenitud esférica, una seducción que viene de siglos. Se atribuye al mexicano Alfonso Reyes, autor de Memorias de Cocina y Bodega (1953. Fondo de Cultura Económica), una parrafada que lo suscribe y anticipa diciendo que “hasta en los más humildes alimentos hay enigmas y materia de reflexión, pues cualquier información sobre los asuntos del paladar nos hace más receptivos a sus cualidades”, a lo que añade que apreció mucho más la turgencia y los delicados azúcares de las cerezas cuando se enteró por Plinio que fue Lúculo quien trasplantó el cerezo a la Europa occidental trayéndolo de Kerasos, en el Asia Menor. “Y aún fue mayor mi deleite –agrega– cuando me enteré de otra cosa: que las cerezas mejores eran las del valle de Doubs, cerca de Besançon, donde hasta los canónigos de su célebre catedral abandonan los breviarios en tiempo de cerezas, para subirse al guindo…”.

 

Las cerezas vienen del Mar Negro

 

La emotividad y la anécdota acompañan siempre a los asuntos del gusto. Las cerezas son tan antiguas y fortuitas como el mundo. Viajaron de continente en continente en el pico de pájaros migratorios generando casualmente cerezos aislados en los boscajes húmedos. Pero fueron silvestres hasta que el cónsul romano Licinio Lúculo –que además de guerrero y colonizador fue más sibarita que el mismísimo Apicius– venció a Mitrídates VI, rey de una región situada junto al mar Negro llamada Ponto, en el 64 antes de Cristo. Como trofeo principal se trajo a Europa 20 cerezos que añadió a los principales cultivos romanos. Los encontró en torno a Cerasonte (hoy Kérasos), de donde procedería luego el nombre de la fruta: cerasium o cereza.

 

Su penetración en las Galias por la Provenza y el valle del Ródano proporcionaron especial dimensión a las plantaciones del actual Franco Condado (donde se encuentra el valle de Doubs, antes mencionado), pero sobre todo en las explanadas de Céret, población situada en los Pirineos orientales o Catalogne francesa, conocida como la capital de la cereza –cuyo nombre lo augura casualmente–, donde desde 1929 se mantiene la costumbre de obsequiar al presidente de Francia con la primera cesta de cerezas que se cosecha en el mes de mayo.

 

Expansión y variedad de la cereza

 

La romanización también transportó las cerezas a España, aunque aquí el esplendor agrícola posterior de nuestra etapa musulmana, intensificó su desarrollo en diversas comarcas de Aragón, Navarra, Andalucía o Levante y sobre todo en Extremadura: los contornos del valle del Jerte (Cáceres) desbordan cultivos que superan los dos millones de árboles, muy probablemente la concentración de cerezos más abundante del mundo.

Pero la cereza sería una fruta más si no manifestara su sabor de manera tan diferente en sus diversas variedades y ocasiones. Su pariente más allegada, la guinda, se caracteriza por su agresividad ácida en boca, aunque esté madura. Ambas se manifiestan en forma de bola de unos dos centímetros de diámetro de reluciente piel de fondo rojo, pero su carne es en unos casos –sea guinda o cereza típica– significativamente blanda y débil al tacto mientras que en otros presenta una textura tersa que cruje al morderse, lo que aconseja a la cata previa.

 

Una fruta bonita y placentera, que no tiene mucho azúcar

 

Lo habitual es que ambas se presenten al mercado unidas a sus rabillos, pues se cosechan tal cual para evitar que el fruto se desangre, lo que ocurre con facilidad al desprenderse de su pedúnculo. Sin embargo, existen variedades más resistentes, las populares picotas, de piel y pulpa más poderosa, que viajan sin deterioro alguno a mercados lejanos, privadas de rabillos. También su color difiere a menudo, tanto en la piel como en la pulpa, pues dependen bastante de la exposición solar durante la extensa temporada veraniega, lo que obliga a los cosecheros a clasificarlas para su presentación armónica. Tampoco es ocioso señalar que lo bello y distinguido de la cereza –como en tantas cosas de la vida– no equivale a cualidades excepcionales o mayores méritos. Se trata de un fruto pobre en valores nutritivos que se limita a proporcionar un contenido en azúcar que rara vez excede del 10%, lo que tampoco es nada adverso en términos dietéticos.

 

La cereza en gastronomía

 

La cereza es un fruto concebido para su consumo en fresco, como pura fruta, aunque, de hecho, patrocine expresiones culinarias, tanto remotas como vanguardistas, dignas de consi­deración. En el histórico Figón de Eustaquio –en Cáceres, fundado en 1939– madrugaron los primeros gazpachos de cerezas, una especialidad prolongada luego en los diversos domicilios de la célebre saga familiar. También efectúan un espléndido gazpacho de cerezas con una guarnición sólida y gourmet en el Túnel del Hada, un hotel con spa situado en el mismísimo Jerte. Y al gran Luis Alberto Lera, de Castroverde de Campos (Zamora), se debe la creación de unas peculiares perdices con cerezas.

 

Para concluir, vale la pena recordar, entre los licores que se nos ausentan de las sobremesas, al Cherry Brandy, un licor borgoñés de cereza roja y sabor profundo con el que me permito brindar en honor de su exultante belleza.

 

 

Con el botijo a mano

 

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En la ladera oeste del Valle del Jerte se encuentra El Torno, cuyo paisaje ofrece mutaciones bellísimas a lo largo del año. Durante todo el verano Roberto Alonso y familia recolectan las cerezas de su finca Garganta Gallego, exigiéndose selección, ritmo y tesón, que se gratifican con sucesivos tientos al botijo, el genial invento ibérico, prodigioso y milenario, que disminuye en más diez grados la temperat­ra ambiente del agua.

 

 

Cereza umeboshi y almendras cristal

 

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Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas, forman el colectivo de chefs de Disfrutar, cuya creatividad sin fin convoca las cerezas sometidas a una conserva nipona efectuada con shiso morado, junto a las almendras tiernas cristalizadas, un mimetismo culinario que concierta las gelatinas del fruto seco con el aroma algo basílico de la sakura (cereza), obsesión estética en Japón.

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