Sinestesia gastronómica
Comer por los ojos: por qué te gustan los platos de los restaurantes

Que la comida entra por la vista no es una frase hecha. Todo un armazón genético y cultural soporta nuestros prejuicios ante la contemplación del alimento, inmediato o no. Colores, formas, patrones y constructos estéticos nos aperciben de la naturaleza del hecho culinario; y también definen de manera patente los cambios de ciclo en la forma de comer. Saúl Cepeda. Imágenes: Aurora Blanco
Los agresivos camarones mantis (estomatópodos, en realidad), conocidos algunos por contar con el golpe más poderoso del reino animal con el que generan brutales efectos de cavitación capaces de destrozar a sus presas, poseen la interfaz visual más compleja jamás descubierta en un ser vivo, compuesta por decenas de miles de omatidios y con funciones de visión trinocular. Mientras que los seres humanos disponemos de apenas tres tipos de células fotorreceptoras, estos animales pueden tener entre 12 y 16, además de sintonizar longitudes de onda que van desde el ultravioleta profundo al infrarrojo y la luz polarizada lineal y circular. Por más que la ciencia indague en estas fascinantes criaturas, a los seres humanos, al menos de momento, nos es imposible siquiera conjeturar cómo nos relacionaríamos con el entorno de tener tal capacidad sensorial. Y si no, trata de imaginar un color que no has visto jamás. Somos cautivos de las limitaciones de nuestros sentidos para comprender e interactuar con lo que nos rodea, y bien podemos asegurar que, entre estas capacidades restringidas, la vista ocupa un lugar cardinal en nuestra evolución como especie, máxime cuando se ha tratado de la primera herramienta de aproximación a nuestras fuentes de alimentos y donde mayor actividad de la corteza cerebral aplicamos dentro de la triada vista-gusto-olfato, lo que resulta una singularidad dentro de los mamíferos.
El color del plato importa
Te propongo aquí un sencillo ejercicio de realidad disminuida: la próxima vez que visites un restaurante, toma tu teléfono móvil y, en el caso de disponer de filtro de blanco y negro en la cámara de fotos, actívalo. Utiliza entonces el dispositivo como visor del mundo que te rodea y, muy en concreto, de los platos que llegan a tu mesa. Tus sensaciones específicas, como es natural, serán solo tuyas, pero te aseguro que la comida no será la misma, pues el cerebro percibirá una ausencia imprescindible capaz de condicionar el conjunto de la experiencia.
Los colores son la alerta alimentaria más temprana que nos proporcionó la naturaleza, pues anticipan riesgos y satisfacciones con suficiente distancia para tomar decisiones seguras, dentro de una mente compleja tributaria de buenas capacidades mnemotécnicas de largo plazo. Su integración cultural en las recetas guarda una conexión intrínseca con atavismos de todo tipo, incluso a través de la alteración civilizacional producto de las sucesivas vicisitudes generacionales. Ciertas policromías nos expresan de forma espontánea que algo –una flor, por ejemplo– no es comestible; ciertas degradaciones de color, en especial dentro de escalas de gris o marrón, despertarán nuestro asco por puro recuerdo a la putrefacción y al moho. Sin embargo, elevados niveles de complejidad social son muy capaces de mudar patrones congénitos y redirigirlos por pura fuerza bruta hacia otras direcciones. Referencias de riesgo natural como el rojo sobre el amarillo o el blanco y el negro sobre el rojo pueden resultar así atractivas en productos elaborados; colores sintéticos de improbable hallazgo espontáneo resultan convincentes para activar el paladar del Homo socialis. No beberíamos agua negra, pero no tendremos ese problema con un refresco de cola. Sin embargo, preferiremos un kétchup rojo a uno verde (y sí, Heinz lo intentó sin éxito con varios colores), dado que el vínculo entre el color y el sabor tiene un gran peso psicológico a la hora de dirigir nuestras elecciones en el plato. Como señaló el estudio The Relationship Between Visual Perceptions and Taste Expectations Using Food Colours, comer con los ojos vendados puede llevarnos a conclusiones erróneas en la identificación de sabores conocidos (la investigación partió de algo tan palmario como el zumo de naranja). Puesto que cerca del 70% de la dieta del habitante metropolitano de los países con mayor desarrollo procede de alimentos procesados, no es de extrañar que estos, en alguna medida, hayan sufrido alteraciones cromáticas para hacerse más atractivos ante los bien adiestrados consumidores. Los colorantes naturales como la clorofila, los carotenoides, la cúrcuma o la antocianina también tienen una gran importancia, en especial dentro de las corrientes culinarias que rechazan aditivos sintéticos o excesos químicos. En términos de antropología alimentaria, los seres humanos contemporáneos manifestamos una tendencia natural a preferir alimentos con colores brillantes y atrayentes, asociados a menudo a ideas de nutrición, frescura y salud. Por otra parte, el color también es indicador de grados de cocción y puntos de madurez, lo que constituye una referencia culinaria espontánea. Y cómo no, en un marco geocultural, los colores de alimentos y recetas generan asociaciones inmediatas con regiones, países y grupos humanos concretos, ligados de forma inevitable a generaciones de adoctrinamiento alimentario derivado del territorio: la comida mediterránea es conocida por sus vibrantes colores verdes y rojos, mientras que la comida asiática trae a la mente brillantes amarillos y naranjas; los tacos, el sushi, los mezze, la pizza… contienen referencias cromáticas de carácter automático que las caracterizan como un estereotipo, hasta el punto de que el color del recetario simbolice aspectos patrios (Chile en nogada, Pizza Margherita…), religiosos o folclóricos de una comunidad dada.
Por supuesto, la cocina contemporánea, sometida a un escrutinio persistente por parte de la audiencia, en general a través de redes sociales fundamentadas en la expresión visual estática y en movimiento, ha aprendido mucho de la relevancia estética de las especialidades, tanto en lo que respecta a las paletas de colores como a la disposición de los elementos, dentro de un sector hostelero consciente de que esa impresión es la primera y más firme del comensal. Si ponemos en perspectiva tradiciones decorativas de antaño plenas de ejecuciones kitsch (o, sin ir más lejos, aquel one-hit-wonder patrio León come gamba, surgido de la más mediática galaxia MasterChef) observaremos que las modas, si bien cíclicas y variables, acaban por depurar ciertos excesos y mejorar técnicas. Nuestro cerebro presume desenlaces a partir de primeras impresiones y los ojos tan pronto sentencian lo incomible como prevén lo delicioso. Los cocineros, al margen de la sensibilidad innata de cada cual para combinar elementos en el plato con elegancia o de una eventual mirada propia capaz de cautivar la de otros, tienen a su disposición incontables estudios analíticos de percepción visual de los alimentos aplicados en la exhaustiva capacitación profesional que hoy existe, en lo que a la postre –y siempre con sus excepciones– puede expresarse en una serie de reglas para crear presentaciones exitosas ante el comensal (da igual que hablemos de cocina profesional o doméstica), a saber: a) emplear correctamente las texturas como armazón arquitectónico del plato; b) utilizar contrastes de color con combinaciones correctas de cada paleta que, además, permitan generar volúmenes y líneas c) si se incorporan guarniciones, estas deben ser siempre comestibles y mantener un equilibrio óptico con el elemento principal; d) elegir los cortes adecuados para cada materia prima; e) seleccionar la vajilla conveniente para cada especialidad; f) no pasarse ni quedarse corto con las porciones de contenido respecto del continente (aunque en nuestra contemporaneidad menos es más, y no solo por la reduflación) e intentar construir, en la medida de lo posible, en altura antes que llenar el plato hasta sus límites; g) tratar de aportar algún aspecto de la propia personalidad o del entorno a la receta (algo, desde luego, muy subjetivo y casi filosófico, que establece la diferencia entre artesanía y estandarización); y h) como habría dicho el sagaz Curnonsky, ante la duda, “hágalo simple”.
Qué conocimiento hay tras un plato estéticamente bello
El plato como constructo estético aspira siempre al debate de las fronteras entre arte y artesanía. Su utilidad como herramienta de uso corriente invalida, de entrada, buena parte de sus pretensiones artísticas, si bien hay matices, por no hablar de las sinergias formales entre receta y continente. La identidad de un recipiente va más allá de su forma de uso.
Un plato de batalla Oftast de Ikea, ideado por un comité multidisciplinar como manufactura de gran consumo, expresa la quintaesencia del útil contemporáneo: funcional y clónico; casi fungible, dado su bajo coste, y carente, por mera repetición bruta, de singularidad. Una pieza única de porcelana hecha a mano en un taller ancestral de Limoges o una escudilla exclusiva de la alfarería artesana de Naharro de La Rioja –cuyo propietario es escultor– creadas con el propósito de complementar el servicio de una receta concreta de alta cocina que solo se servirá una temporada, inevitablemente contiene, por concordancia, pensamiento y especificidad, una esencia más elevada, al menos en lo que se refiere al palimpsesto cultural de nuestra mente abstracta.
En la cocina existe una estética visual y eso sí es indiscutible, al menos para quienes tienen la capacidad de ver. El filósofo polaco Władysław Tatarkiewicz, que tanto se enfrascó en analizar la estética, definió la obra de arte como “una reproducción de las cosas, o la construcción de formas o una expresión de tipo experimental que pueden deleitar, emocionar o conmocionar”, una proposición dialéctica de amplio espectro y buen margen para la interpretación, que podría dar pie a señalar un plato concreto como tal, en cuanto a una audiencia determinada que así lo acepte y con una forma de consumo que sí implique una confluencia sensorial compleja. Será, eso sí, irrelevante para la lid que algunos juegos de mesa del Four Seasons neoyorquino se exhiban en el MoMA; que Ferran Adrià fuera invitado a la feria Documenta de Kassel o que expusiera sus dibujos en el Drawing Center de Nueva York; que Dabiz Muñoz bautizara las recetas con la nomenclatura de platos-lienzo (y que Grant Achatz, el Beethoven de la cocina, le acusara de plagio en 2014 -para que Muñoz le devolviera con creces la bofetada tuitera, a su vez, acusándolo de plagio a Adrià-, para luego acabar cocinando a cuatro manos al año siguiente).
Está bastante bien documentado en los mapas de análisis de mercado que la vajilla blanca es la preferida de la audiencia; la mejor opción para enmarcar cualquier creación culinaria, pues las combinaciones cromáticas y los contrastes resultarán casi siempre favorecidos o destacados en ese contexto, da igual del tipo de comida que se trate. Sin embargo, también vemos descrito en los estudios que esa ventaja asoma a la indiferencia del comensal si la proposición deriva en pura neutralidad. Ahí es donde entran los colores, las formas y las texturas con el fin de acomodarse a presentaciones concretas o buscar puntos de atracción. Así, cada vez más profesionales culinarios, sometidos como están a la presión innovativa, arriesgan en sus vajillas con combinaciones cromáticas, tramas y materiales, hasta el punto de que el ya icónico plato de vidrio Duralex o un plato blanco empiecen a ser anomalías, a no ser que la propuesta forme parte de la hostelería estandarizada. No obstante, esto también tiene reglas, cada vez mejor analizadas desde la teoría del color y la propia física, pues no se trata de abrumar al comensal o forzar en este un ataque epiléptico, sino de crear contextos que transmitan emociones e identidad; generar estados de ánimo y promover significados. Ya sea entre vajilla y alimentos, como entre los propios ingredientes de un plato, las combinaciones de colores complementarios funcionan para crear armonía, mientras que las de colores contrastantes generan disrupción (lo que no es necesariamente malo), siempre y cuando se apliquen ciertos límites, que además tendrán efectos psicológicos diferentes en función de la contextura. Hay pluralidad de alimentos que destacan por sí mismos, mientras que otros resultan neutros (pasta, pollo, papas, cremas…) y requieren -y de esto saben bastante los fotógrafos- trabajar con contrastes que se mantengan en su tono de temperatura. Lo verde expresa frescura; las escalas doradas o marrones reconfortan; el naranja aporta intensidad; el rojo resulta dramático; los azules son difíciles de combinar, pero apaciguan platos en exceso luminosos…
El lienzo emplatado
La cocina, entendida ésta como proceso elaborativo cotidiano con propósito alimentario, carece per se de entramado artístico. Así, es en la ejecución donde han de residir otras estructuras intelectuales más complejas; o, al menos, más estratificadas. Que, por ejemplo, el chef Rodolfo Guzmán reivindique la identidad de cada momento de la tierra y el mar chilenos alrededor de colores y texturas ensamblados en un andamiaje repleto de patrones arquitectónicos es un ejercicio de visión personal. Arte o no, forma parte de una metodología personalísima, transmite una identidad propia, genera emociones y construye novedades. Que René Redzepi concibiera una nueva forma de abordar la dieta nórdica y la plasmase con una estética derivada del entorno natural, es equivalente, dentro del proceso de construcción óptico, a la mirada del pintor o el escultor que traduce un paisaje a su obra. El acto de componer el plato como concepto, por tanto, puede ser ajeno, aún dentro de sus obvias sinergias culinario-psicológicas, al acto de comer, hasta el punto de que su esencia como creación efímera puede estar dotada de una filiación propia, máxime en un mundo en que invariablemente se fotografía el plato antes de probarlo (y muchas veces sin hacerlo después); en el que buena parte de las veces la belleza y la disrupción visual son un fin en sí mismas.
Por otra parte, el hecho culinario como reto creativo e intelectual, al igual que el cine -donde se puede distinguir entre la grabación funcional y la grabación conceptual-, puede ser una actividad colectiva o privativa, donde un equipo o un artífice singular son capaces de definir un elemento finalista, ya sea como parte de un conjunto o como todo.
Cuando Gault, Millau y Gayot le dieron una nueva vida a la denominación Nouvelle Cuisine (que ya había descrito en su día la cocina de Escoffier; y mucho antes había empleado Menon) para referir la corriente de trabajo de los discípulos de Fernand Point, trataron el hito, en buena medida, como un movimiento estético. Al igual que sucedería con tendencias posteriores y de la misma forma que había pasado con las precedentes, la crítica gastronómica -cuyos pilares formales estaban en la crítica artística- es incapaz de escapar de la dimensión visual alimentaria de cada momento dado, que a su vez es parte de una confluencia de factores económicos, tecnológicos, sociales y culturales. Si te parece bien, cuando el próximo plato con autoría llegue a tu mesa, antes de disfrutar de él, míralo bien y, en un ejercicio holmesiano, colige por qué es como es. Acertar es intrascendente, pero en esos entretenimientos visuales también reside el gusto.