Diversidad y sabor
La inesperada satisfacción de recorrer Bohemia tomando cervezas

Viajamos a la región checa en la que se inventó el formato cervecero más extendido del globo para descubrir cómo una birra aparentemente sencilla puede erigirse en credo colectivo y afianzar durante décadas a un país en un liderazgo mundial imbatible sobre el consumo de este líquido. Saúl Cepeda. Imágenes: Saúl Cepeda y Michaela Dusíková.
Dicen que el agua es muy importante para la cerveza.
El distrito praguense de Karlin estuvo literalmente sumergido en ella durante las inundaciones que tuvieron lugar hace poco más de 20 años. Hoy, aseguradoras y fondos de inversión mediante, lo han convertido en un barrio gentrificado de edificios monumentales que concentra novedad y despliega toda clase de atractivos compatibles con la algoritmia de Instagram.
–Solo los turistas beben ya cerveza en el Old Town –comenta Jacob, un individuo de sagaces ojos azules que dirige un negocio de tours en la capital de la República Checa cuya idea central es la birra –: los mejores locales están en este lado del río.
Jacob habla con soltura, además del checo, español e inglés. Nos ha dejado bien claro en una docena de ocasiones que es economista, como si lamentara que Christine Lagarde no se hubiera fijado en él como adlátere. Asegura que debemos poner en tela de juicio el relato de Pilsner Urquell, la principal cervecera checa, una de las más importantes del mundo, propiedad hoy del zaibatsu nipón Asahi Group Holdings.
Estamos en Pivovarský klub Benedict, en la misma calle de la Iglesia de San Cirilo, lugar en el que plantaron cara hasta la muerte los aguerridos comandos–paracaidistas checos que atentaron contra el infame jerarca nazi Reinhard Heydrich, el carnicero de Praga, un sujeto siniestro que, por cierto, poco apreciaba la cerveza, lo que de alguna forma hizo más inapropiada si cabe su presencia en Moravia y Bohemia. El animado establecimiento contiene todos los elementos de fondo y forma para aplicar esa categoría siempre contemporánea consistente en encabezar con el prefijo neo cualquier modelo de negocio actualizado, en este caso una neotaberna. La cocina es atractiva y revisa con cosmopolitismo mestizo las recetas tradicionales checas de tasca (knedlíky, pato asado, guláš…); mientras que la cerveza de la casa, una lager sin pasteurizar ni filtrar, es excelente. En un momento dado, Stephen Beaumont, especialista canadiense en bebidas alcohólicas, autor de Atlas mundial de la cerveza, le pegunta a Jacob qué valor añadido aporta la ausencia de filtrado. El guía se sonríe y cambia de tema. Beaumont sentencia que “es un tema estético para los frikis recién llegados a esta bebida”.
Más tarde visitamos Dva kohouti, una cervecería de nuevo cuño que podría haber sido creada por una agencia de publicidad, plena de diseño e interiorismo, en la que hasta los tatuajes y barbas de los bartenders parecen delineados por un equipo multidisciplinar. No hay un hueco libre en la terraza y la cola para acceder al local es interminable, pero nuestro cicerone echa mano de su ascendencia con los porteros.
–Negocios como este buscan que la gente joven vuelva a beber cerveza –comenta Jacob, que como buen economista señala la evidencia de que la media de edad en esta cervecería es mucho más baja que en Benedict.
El guía explica que el porcentaje que vemos al lado de las referencias cerveceras que se ofertan en la desnuda barra de corte industrial –casi un lean manufacturing– responde a la proporción de azúcar, pues es algo relevante en términos fiscales, y no así el grado alcohólico. Resulta paradójico que, a pesar del volumen de cerveza circulante, República Checa sea uno de los países menos tolerantes de la Unión Europea con la tasa de alcoholemia en la conducción, lo que de alguna manera ha registrado un incremento de ventas en las categorías sin alcohol de la bebida; si bien ni siquiera los recientes –e impopulares– aumentos de precios cerveceros han afectado el consumo. Jacob también nos indica que es crucial que todas las jarras se mantengan frías, sumergidas en agua helada, y que se laven a mano, hasta el punto de que en la cervecería en la que estamos haya un empleado encargado en exclusiva de esa función. Allí se venden IPA, APA, stouts, sours y, por supuesto, lagers.
–Puedes elaborar casi todo tipo de cerveza en el garaje de tu casa, pero esta no –asegura Jacob, que sujeta una jarra de pale lager; una auténtica pilsner.
Un elaborador italiano de cerveza artesana que nos acompaña mastica con disgusto la aserción del guía, pero la da por buena. Resulta que en República Checa hay más de 500 cervecerías artesanas, pero sus productos solo acceden al 4% del mercado. La hostelería está tomada por las pilsner de las principales marcas: Pilsner Urquell, Budějovický Budvár (la Budweiser original, parte de un famoso litigio de marca centenario que reclama a voces un documental de Netflix) y Staropramen (de Pivovary Staropramen sro, la segunda cervecera checa, cuya planta está en el animado distrito praguense de Smíchov).
–Esta gente hace muy bien las pilsners –dice Beaumont–. ¿Por qué resistirse? Es mejor dejarse llevar por el fluido.
El país de la cerveza
Lo que podría denominar una evasión onírica de Homer Simpson es una realidad líquida. Está claro que China, por motivos obvios, tiene la mayor cuota de mercado global de casi cualquier bien de gran consumo, incluida la birra. Sin embargo, si hablamos de beber en términos individuales, la cosa cambia. En 2020, en plena pandemia, la República Checa lideraba con holgura (y orgullo) el consumo mundial de cerveza per cápita –tomada como referencia demográfica de partida los mayores de 15 años– con casi 182 litros por persona y año, duplicando prácticamente a su inmediato perseguidor, Austria. Aunque esta cifra se ha reducido en el último bienio, tal contracción no es óbice para que este país siga encabezando una lista en la que es intratable desde hace décadas. Es difícil decir si este comportamiento se ha afianzado entre los nacionales checos como necesidad fisiológica o si estos se han vuelto víctimas de su propia leyenda, pero de lo que no cabe duda es que unos números semejantes bien merecen un peregrinaje al país para cualquier devoto cervecero que se precie de serlo.
Dentro de la sencilla geopolítica líquida de Chequia, la región histórica de Moravia se dedica al vino y la de Bohemia, a la cerveza. En esta última zona, las ciudades de Praga, Pilsen y Ceské Budejovice son desde hace ya mucho tiempo los centros neurálgicos en la elaboración cervecera. Entre las tres localidades, la ciudad ribereña de Pilsen, la cuarta de Chequia en población, uno de esos entornos apacibles de arquitectura armoniosa en los que comenzaban las novelas de espías en tiempos de la Guerra Fría, tiene un lugar especial. Cuna del ingeniero Emil Škoda, creador del motor industrial patrio homónimo, y sede de la mayor sinagoga checa, también es el principal núcleo cervecero del país merced a la descomunal fábrica de Plzeňský Prazdroj, instalación productiva de la que sale toda la Pilsner Urquell que podemos encontrar en el mundo (y es mucha), un complejo fabuloso que conjuga tradición y tecnología; exteriores diáfanos y kilométricas galerías subterráneas. Para uso y disfrute de la narrativa corporativa contemporánea está bien documentado el movimiento socioeconómico que condujo en 1842 a la creación de la primera cerveza bautizada a partir de la toponimia local y llamada a conquistar el mundo por la fuerza bruta de sus argumentos. Por supuesto, la solución surgió de una dificultad. La ciudad, que ya ostentaba derechos de elaboración cervecera a principios del siglo XIV, en tiempos del rey Enrique de Gorizia, tuvo hasta bien entrado el siglo XIX la misma complicación que otros productores de cerveza: la conservación. Ante una crisis de ventas domésticas de cervezas de alta fermentación y corta vida, ya durante el periodo de vigencia del Imperio austrohúngaro, los burgueses que tenían licencia para producir construyeron un nuevo complejo industrial, la Cervecería del Pueblo (Měšťanský pivovar Plzeň) y ficharon al cervecero bávaro Joseph Groll, que resolvió el problema con el uso del agua suave de las capas freáticas de Pilsen –que hoy tiene su propia planta de tratamiento, aunque en mor de la poesía aseguren que son las capas las auténticas auditoras del líquido elemento–, una malta de cebada preparada en un horno de estilo inglés con calor indirecto, lúpulo autóctono Saaz y grandes cámaras subterráneas de conservación en frío. El resultado fue una cerveza dorada y suave, de sabor herbal, que de inmediato trascendió entre los consumidores y se convirtió en el modelo a imitar. Con la aparición de los sistemas de refrigeración de von Linde la metodología se extendió por toda Europa y el resto ya es historia de la civilización.
De la birra y sus derivados
En la cervecería Zlatá kráva de la localidad de Nepomuk hay un leitmotiv vacuno. Desde su logotipo –que bien merecería un Worldwide Logo Design Award– hasta el nombre de sus interesantes productos, denominados con el nombre de razas bovinas. La cervecería forma parte de un coqueto complejo hotelero que cuenta con un spa… de cerveza. Este derivado de la cultura cervecera se ha vuelto muy popular en el país e implica la inmersión en tinas de agua caliente saturada del bagazo resultante de la creación de maltas. Al margen del eventual magufismo de sus beneficios cosméticos, la experiencia es singular y no suele faltar un grifo de cerveza cerca de cada bañera, que en el fondo es lo importante.
También se ha convertido en una actividad de interés la capacitación en tapping (lo que viene a ser tirar cervezas), ofrecida por expertos como Mirek Nekolný, tricampeón del concurso de bartenders de Pilsner Urquell, que ejerce su disciplina en el espectacular restaurante Červený Jelen, ubicado en el antiguo Banco Anglo–Austriaco y que cuenta con la torre funcional de tanques de cerveza más alta del mundo, fuente de alimentación de los grifos del local. Así, esta rigurosa formación en el servicio de este líquido ha dado lugar a una tendencia más o menos reciente que divide la forma de tirar la cerveza pilsner de barril en tres acabados, a saber: Hladinka (suave), Šnyt (rocío) y Mlíko (leche), que vienen a definir, respectivamente, una jarra de toda la vida (que es lo que más se consume en Chequia, claro está), con unos tres dedos de espuma; una con tres partes de espuma y dos de cerveza y otra con una cantidad de espuma suficiente para lograr el mejor de los rasurados. Aunque haya quien aprecie la textura suave de merengue y la cremosidad con bajo índice carbónico de esta última versión (incluso como una forma de postre), el experto Stephen Beaumont lo ve como “una moda pasajera que de momento les va bien a los locales para gastar menos cerveza del barril”.
Este trío de estilos lo proponen en Pilsner Urquell: The Original Beer Experience de Praga, un entretenido centro lúdico de interpretación de la marca creado al ejemplo de la Guinness Storehouse de Dublín y la Heineken Experience de Ámsterdam, pues no por nada uno de los promotores del espacio checo fue directivo de este último entorno. En sus espacios, tan pronto adecuados para grupos de turistas como para team buildings corporativos, podremos escuchar buenas historias más o menos apócrifas, descubrir las bondades de la triple cocción de la malta y de la fermentación lenta o degustar cervezas riquísimas.
Y a fin de cuentas es de esto último de lo que va todo, ¿no?