Revolución gastrourbana

Buenos Aires, un paseo por el infinito

Lunes, 06 de Noviembre de 2023

Cambiamos de hemisferio para visitar una ciudad que siempre está de moda. Buenos Aires respira acervo y espira novedad en unas calles mutantes que, a veces, parecen llevarnos atrás en el tiempo. Su gastronomía, en excelente estado de forma, transita entre la perspectiva de una juventud preparada e inconformista y la revisión sensata de la tradición más honesta. Saúl Cepeda. Imágenes: Archivo

Hace casi 80 años, Jorge Luis Borges descubrió el espejo y centro de lo absoluto, un lugar de confluencia y reflejo no superpuesto del todo, en una casa inventada del barrio bonaerense de Constitución. Para nada es sorprendente que un argentino ubicara tal juntura universal en su proceloso país; y mucho menos que un porteño lo precisara en su ciudad.

 

Lo que sucede es que quizás no le faltara razón al hacerlo. CABA, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es, por decirlo de manera oscarizada, todo a la vez en todas partes. Los lindes de la majestuosa comuna de La Recoleta, de anchas avenidas higienistas –que igual sirven para disipar enfermedades que barricadas– y edificios neoclásicos, de pronto se funde, como en una degradación de color, con el Barrio 31, una villa de emergencia compuesta de incontables chabolas en precario equilibrio y con un censo incierto que, lo más seguro, supera los 40 000 habitantes. Bañada por el Río de la Plata, a un tiro de piedra de Uruguay, la ciudad se esconde del agua y apenas presume de ella en Puerto Madero, un descomunal waterfront fruto de inversiones opacas, pero que a su vez expresa un deseo inorgánico de abrazar estereotipos cosmopolitas. Mientras, en La Boca –donde se construyó un paseo peatonal para transitar un puerto contaminado que ya no existe– confluyen, conexos, un bien delimitado gueto turístico repleto de clichés (asados callejeros on demand, souvenirs maradonianos o tangueros instagrameables, entre otros) con la jurisdicción de La 12, la barra brava del equipo de balompié Boca Juniors, un ecosistema urbano bentónico nacido de la lucha de clases, asentado hoy en el filo de la navaja y que orbita en torno a La Bombonera. Las paredes, entretanto, hablan con colores, imágenes y palabras del secuestro político que vive el país, idolatran a Messi (al que ya se le perdona todo, incluso ser rosarino), insultan con la genialidad que solo los argentinos tienen para hacerlo (“boludo esférico”, “arruinador de alegrías”, “asesino de choripanes…”), recorren el arte pasado o predicen el futuro; y, sobre todo, mantienen vivos a los desaparecidos durante los tiempos más oscuros. A la vez que se abarrota un espectáculo como Rojo Tango, en las entrañas del opulento Hotel Faena concebido por el trotamundos Philippe Starck, con precios de musical de Broadway, nos encontraremos las vías principales sembradas de arbolitos, trocadores ambulantes de divisas que pagarán cerca del doble del cambio oficial por dólares o euros, testimonio persistente de la sucesión de malas ideas gubernativas que lastran el país. En el tan solemne como decadente Cementerio de La Recoleta, donde las herencias ya desahucian difuntos y traspasan sepulcros a no menos de dos millones de dólares el panteón, los turistas preguntan dónde encontrar el lugar de descanso de Evita. Sin embargo, al margen del propagado icono político pop, el turismo fúnebre nos mueve entre callejones y recodos confusos para visitar el lecho eterno de Adolfo Bioy Casares, el socio predilecto de Borges, a quien este atribuía la mayor calidad literaria; los fenómenos paranormales de la cataléptica Rufina Cambaceres o alguna escultura salida de una película de Tim Burton para destacar una sepultura familiar. La cultura en Buenos Aires aflora en cualquier rincón, ya sea por medio de la literatura, la plástica, el cine o la música, pues los habitantes de la capital viven cautivos de una erudición genética autoimpuesta que los impulsa a constantes ejercicios de creatividad, a veces expresados en actividades cotidianas como el paseo por encargo de perros –en el que se suelen ver manadas de 20 o más– o el anuncio de un menú del día. En la ciudad con más de 22 librerías por cada 100 000 habitantes perdura el culto al papel impreso y cierta reverencia catedralicia asoma cuando uno accede a Ateneo Grand Splendid, descomunal tienda de libros, considerada una de las más hermosas del mundo, otrora sede dramática; igual que cuando uno traspasa las puertas líricas del segundo Teatro Colón, toda una joya arquitectónica inaugurada en 1908 con Aída, entra en la ópera con el abono más asequible del mundo. Mientras hacemos el Paseo de la Historieta, donde todos los caminos llevan indefectiblemente a Quino, nos perdemos en los tenderetes y mercados de San Telmo, donde la historia se convierte en materia.

 

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Al caer la tarde, en las escaleras de la facultad de Derecho, parte de una respetada universidad pública gratuita, los estudiantes debaten airadamente sobre el estado de las cosas, con omnipresentes mates de calabaza o silicona alimentaria en sus manos. Al fondo, la escultura Floralis Genérica de Eduardo Catalano abre sus descomunales pétalos de acero imitando la fotonastia y devuelve distorsionados reflejos de una realidad desconcertante y compleja.

 

Sabores y resabores

 

Buenos Aires es una ciudad cuya gastronomía opera a tantos niveles como su poliédrica configuración socioeconómica y cultural. Así, en un día, podríamos disfrutar de un desayuno eco en la cafetería Ninina de Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires,tomar al trote, a modo de tentempié, una porción de pizza de mozzarella tan densa como una estrella de neutrones por apenas un par de euros en el nonagenario Güerrín, establecimiento con la luminosidad atrapamoscas de un casino del Strip; almorzar al estilo de la granja a la mesa en la roti Benedetta, hacer la merienda en la centenaria confitería La Ideal entre alfajores sublimes, dulce de leche hiperglucémico y sándwiches de miga preparados por un delineante; cenar en el canal de Puerto Madero a través de una degustación de expresiones culinarias del país adaptadas a la alta cocina en el proyecto de cocina federal de Amarra de Pedro Bargero (promotor del desaparecido Chila, una de las grandes referencias latinoamericanas recientes) y acabar la noche con coctelería de autor en Tres Monos, vigesimoséptimo en esta edición del World’s 50 Best Bars. Cocineros zillennials y millenials formados en medio mundo (muchos de ellos con Aduriz y Berasategui, por cierto) han tomado el control culinario de la ciudad y, al margen de referencias clásicas incombustibles con más de 100 años de historia como El Imparcial (el primer restaurante de la ciudad en tener baños) o El Puentecito, tan pronto reinan fusiones atrevidas como la rigurosa y tecnificada indagación en el patrimonio alimentario del país. Los artísticos menús largos de Tomás Treschanski, el mestizaje coreano argentino de Lis Ra o las sesudas reinterpretaciones de la tradición por parte de Facundo Kelemen en Mengano son pálpitos potentes de un saludable corazón culinario. Mención aparte merecen el colombiano Pedro Peña y el pampeano Germán Sitz, personalidades antitéticas, que desde su fluida y delirante experiencia panasiática de Niño Gordo han polinizado Buenos Aires con conceptos hosteleros tan eficientes como estimulantes (La Carnicería, Chori, Paquito y Juan Pedro Caballero).

 

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Asimismo nacen narrativas culinarias menos dependientes del quién, bien estructuradas y vestidas, así sucede con Casa Cavia, restaurante que, fusionado en arquitectura y argumentos con la editorial Ampersand, ofrece un oasis de cosmopolitismo entre brunches y cócteles de diseño; al tiempo que una corriente de gastronomía ciberpunk plena de fusiones y juegos de palabra se abre paso en incontables puestos fluorescentes (unidos a la excelencia contrastada de restaurantes étnicos ya emblemáticos, por ejemplo Hong Kong Style) en las calles del Barrio Chino de Belgrano, que también dan cobijo a empresas emergentes de todo tipo, algunas decididas a reinventar la alimentación, incluso en sectores consolidados como el del mate, tal es el caso de Mathienzo.

 

Entre las influencias recurrentes suenan los conocidos nombres locales de Narda Lepes, Fernando Trocca o Pablo Massey, aunque siempre bajo la alargada sombra del maestro Francis Mallmann, que de alguna manera se ha transformado en una entidad ubicua en todas las mesas de Argentina.

 

La ciencia del asado

 

“Nuestras reses, eminentemente de razas hereford y angus, tienen el morro recto, lo que se adapta a la perfección al contorno de nuestros terrenos llanos y a la escasa profundidad de raíz de sus pastos. El resultado es que la tasa de crecimiento aumenta y, así, en tres años tenemos una extraordinaria confluencia de terneza y sabor en animales de media tonelada. Ese es el milagro cárnico argentino”, dice Pablo Rivero, propietario de Don Julio, único restaurante del país que figura hoy en la lista World's Best 50 Restaurants; un asador high end del barrio de Palermo que, sin embargo, atrae a toda clase de públicos y dobla mesas sin parar, así se formaran colas en las calles de Axpe para poder entrar en Etxebarri. El establecimiento es una parrilla de precisión que asa una pluralidad de cortes argentinos con el oficio infalible del que mucho trabaja, acompañados de mollejas y chorizos exquisitos y verduras excelsas al rescoldo. Sin embargo, ante todo, estamos en un restaurante de vinos. La obsesión de Rivero por documentar y preservar la historia vitivinícola del país lo ha llevado a convertir su casa, próxima al restaurante, en bastión para decenas de miles de botellas, de las cuales una parte sirve al diálogo enológico de Don Julio con sus clientes (y no es un decir: parte de la visita al restaurante transcurre en la bodega con fines ilustrativos), mientras que otra, no menos importante y que cuenta con referencias de los años 20 del siglo pasado, resulta en un reservorio histórico del vino argentino a través de sus valles, llanuras y altiplanos; a través de torronteses, malbecs y pinot noirs. Otra sección, la más innovadora, en la que hay preferencia por los vinos naranjas, se despliega en El Preferido (“un almacén rosado como revés de naipe”, en palabras de Borges, que describió el inmueble mucho antes de tener su actual función), un neobodegón de alto octanaje culinario (embutidos deliciosos, encurtidos sublimes, milanesas soberbias…) en el que Rivero está asociado con el chef Guido Tassi.

 

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Solo a unos metros de Don Julio está su carnicería, donde guardan las piezas que se sirven en el restaurante, procedentes de sus fincas ganaderas. Allí encontramos a cargo de las operaciones de corte y conservación a Yamila, hermana de Rivero. Aunque no menciona de manera deliberada la cuestión de las emisiones de metano en su tesis, el hostelero defiende a ultranza la ganadería regenerativa y sus beneficios medioambientales. Justo enfrente de la carnicería hay un recogido huerto urbano con puntos de compostaje. El lugar era antes una plaza que concentraba el menudeo local de estupefacientes. Hace un tiempo, Rivero se hizo cargo del espacio y lo convirtió en lo que es hoy, un símbolo del cambio del barrio, que ha dejado atrás un pasado convulso de criminalidad y economía sumergida. Aquí está la madre del dueño de Don Julio, Graciela, comisionada de coordinar a los voluntarios locales, que atestiguan un modelo de vecindad colectiva y solidaria, amenazada ahora por la gentrificación que invariablemente deriva de todo proceso regenerativo de un vecindario histórico y que, por momentos, acecha también al vecino distrito de Colegiales, donde se enclava el famoso Mercado de Pulgas de la ciudad.

 

Palermo, el barrio más grande de CABA, está segmentado hoy en una infinita atomización onomástica (Hollywood –por la concentración de estudios y productoras–, SoHo –la zona más bourgeois bohème–, Queens, Viejo, Chico, Polo, Zoológico…) en función de ciertos rasgos identitarios o sobrevenidos, lo que no deja de ser parte de una incomprensible necesidad bonaerense de encontrar algo ajeno con lo que compararse.

 

La realidad es que Buenos Aires sí es ese Aleph que Borges encontró por azar, y algo así no se explica; se vive.

 

 

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