Crónica
Del color crema al ámbar o cómo evoluciona un parmesano de 23 años

El lunes 6 de noviembre pudimos asistir a un evento único e irrepetible. Posiblemente una de aquellas situaciones que solo se va a presentar una vez en la vida. La obertura y cata del, posiblemente, queso más viejo del mundo. Un parmigiano - reggiano DOP (parmesano para los amigos) con más 23 años de vida. Enric Canut
En el Hotel Majestic de Barcelona, Ardai y Vila Viniteca convocaron a un amplio panel de profesionales para asistir a tal efeméride. Más de 500 personas que ocuparon toda la sala preparada en pupitre, con amplias pantallas, y con las copas Riedel adecuadas para asistir a un maridaje excepcional: una cata vertical de parmesanos hasta llegar al del mes de abril del año 2000, con más de 23 años, acompañados cada uno con un vino excepcional.
Pero comencemos desde el principio. Esta pieza única e irrepetible de parmesano fue elaborada por Erio Bertani en su Latteria di Tabiano, en las estribaciones septentrionales de los Apeninos centrales y de las pocas queserías adscritas a la DOP con el estatus de “leche de montaña”. Erio Bertani dejó algunas piezas de su elaboración del mes de abril del año 2000 para ver como evolucionaban con un largo envejecimiento. Pero en el año 2018, Erio falleció. Fue entonces cuando la viuda y sus hijos decidieron ofrecer esta pieza única guardada en las cavas de la Latteria para ser subastada con fines benéficos.
Y así llegó este parmesano a Oviedo, con motivo de la edición de los World Cheese Awards del año 2021 celebrada en esta ciudad asturiana. En la subasta con fines benéficos, Ardai (posiblemente la mejor importadora y distribuidora de quesos artesanos europeos que haya en España) pujó para llevarse este parmesano irrepetible. Pero la pandemia frenó la posible presentación de dicho queso. Tuvieron que esperar hasta que la situación se normalizara y organizar un gran evento ya que el queso lo merecía.
Y así llegamos al Hotel Majestic donde tuvimos la suerte de ser invitados a este evento inusual. De entrada, acompañados por el máximo representante del Consorizio per la Tutela del Parmigiano-Reggiano, Higinio Morini, que venía a certificar (y por qué no decirlo, a disfrutar) de la bondad de la pieza y del acto. Venía acompañado de su mejor “battitore”, uno de los 22 golpeadores de parmesanos que trabajan en el Consorzio. Porque el parmesano se valora, de entrada, por la vista (aspecto) y por el sonido que da golpeando con un calador que tiene forma de martillo en diferentes partes de su corteza. Así conoce, antes de abrirlo, si presenta algún defecto reseñable: grieta, oquedad, etc. El battitore había certificado con anterioridad de que la pieza no tenía ningún defecto “audibile”, ya que Ardai había decidido no calarlo con antelación para ver cómo estaba el queso y dejarlo todo a la sorpresa final para ver lo que acontecía. Así habían titulado al acto: “El misterio del Parmigiano Reggiano”. Se la quisieron jugar a una sola carta.
Antes de llegar al momento de abrir la pieza de parmesano, asistimos a una cata vertical de diversos parmesanos con diferentes maduraciones para ir entendiendo la evolución del queso acompañados de diversos vinos excepcionales elegidos a la sazón por el equipo de cata de Vila Viniteca.
Los tres primeros parmesanos eran piezas de la Azienda Agricola e Casearia Montecoppe con 18, 24 y 52 meses de maduración. Una finca de 250 hectáreas, ubicadas en la periferia de un Parque Natural cerca de Collecchio, a 15 km al sur de Parma. Hace exactamente seis años, la propiedad de la finca había remodelado la antigua quesería y en la actualidad dispone de unas instalaciones modernísimas y diáfanas para ser visitadas. Pero siempre manteniendo los secretos del parmesano. Un queso de leche cruda y parcialmente desnatada de vaca, cuajo y sal. La leche proviene de un rebaño de más de 300 vacas en ordeño. La leche del ordeño de la noche se deja reposar a 8ºC durante la noche para que arranque su acidificación y desnatarla por gravedad. Así se mezcla con el ordeño de la mañana y se elaboran de 8 a 12 piezas diariamente. Posteriormente, casi tres semanas de salado y oreado en el “purgatorio” antes de pasar a las cavas de maduración.
De Montecoppe se degustó uno de sus quesos más jóvenes de 18 meses, de color crema, limpio en boca, láctico, con notas a mantequilla (burro) acidulada, y a limón, que se acompañó de un vino blanco de la bodega Ca N’Estruc de Esparraguera, del año 2014 y servido en Magnums cuya acidez y sequedad acompañaban la viveza del parmesano de 18 meses. El de 24 meses, de color amarillo pajizo y con notas ya tostadas y expresivas, con finales animales y a cuero, se maridó con un espumoso Llopart Ex.Vite Gran Reserva, edición personal del año 2014 (solo 400 botellas) que corroboró lo que hace más de 30 años ya comentaba y me tomaron por loco: el carbónico y la acidez del espumoso brut maridan muy bien con los quesos añejados. Del Montecoppe 24 se pasó al 52 meses y aquí comenzaron a aparecer las notas más viejas y extremas de los parmesanos de esta Azienda, que se acompañaron sorprendente y agradablemente con un sake japonés IWA 5 – Assemblage 3. La potencia del parmesano de más de cuatro años empujaba el dulzor sutil y las notas florales y perfumadas del sake. Un gran maridaje.
Después de Montecoppe, apareció un parmigiano- reggiano de 12 años extraído de las cavas de afinado de Luigi Guffanti, en Arona, junto al lago Maggiore. La casa Guffanti y su patrone Carlo Fiori junto con toda su familia, es uno de los seleccionadores y maduradores de quesos más reputados de Italia. En sus cavas alberga auténticos tesoros, como algunas piezas de parmesanos de más de 10 años. Sorprendentemente, esta pieza, abierta ante nuestros ojos, fue lo mejor de la noche por su vida, frescura, acidez cítrica, lleno de matices y sabores, y con un componente umami que invitaba a repetir. Un queso excepcional (solo por este parmesano ya merecía la velada) acompañado de un jerez amontillado VORS de la casa Lustau, con más de 30 años de crianza y que se complementaron a la perfección.
Finalmente, el parmesano de 23 años. Había apuestas de todo tipo. El battitore sudaba y se mostraba nervioso. Nunca se había enfrentado a una pieza tan vieja. Con sus cuchillos parecía un torero ante un miura bravío. Manipuló y golpeó lentamente la pieza tomándose su tiempo. Los sonidos secos, como si golpeara una madera, resonaban en la sala. Entraron los cuchillos a faenar y al final la pieza se abrió con un crac sutil como si fuera una pieza cerámica resquebrajada. Y apareció el color ámbar amarronado, pletórico y exultante. A pesar de su textura altamente terrosa se podían cortar en rocas o pedazos para degustarlo. Una textura muy seca, sin humedad, que se deshacía en la boca en un polvo fino de sabores puntiagudos (picantes, ráncidos) con notas a trufa y a vainilla, pero cortas y agotadas. Al rescate apareció una malvasía de Madeira Matilde Henriques del año 1870 (¡!) servida en botellines de un centilitro para acompañar y bautizar tal insigne maridaje de dos joyas irrepetibles.
Sin duda, un gran evento que recordaremos de por vida aquellos que tuvimos la suerte de poder asistir.