Vinos de insularidad extrema
Altos de Chipude: la bodega gomera paradigma de los vinos robinsones

Aislados por el mar, proceden de vides mínimas, de microclimas singulares, de esfuerzos ímprobos con rendimientos exiguos. Son vinos de islas diminutas, que al encanto de su pequeñez sus heroicos viñadores agregan mimo y excelencia. En La Gomera hallamos el perfecto ejemplo de estos vinos rescatados de metafórico naufragio. Javier Vicente Caballero. Fotografías: Álvaro Fdez Prieto
Son náufragos contradictorios, felicísimos en su soledad, domesticados por un clima ideal y manos sabias. Microcosmos felizmente varados, con los pámpanos como velas replegadas, flotan cual balsas de la medusa sobreviviendo sin pedir apenas auxilio. Aisladas, diminutas, únicas... Trazadas como rarezas entre el exotismo y el asombro, en ese fino funámbulo entre la excelencia y la escasez, una serie de contadísimas cepas nutren vinos que se elaboran en islas mínimas, liliputienses. De una pequeñez colosal. De unas cifras tan exiguas que generan admiración y hasta ternura. Enarbolan su orgullo introspectivo como vinos robinsones, con barba de varias añadas e ingenio varietal para sobrevivir día a día. Asentados sobre breves porciones de suelo que apenas asoman del lecho marino, se trata de bodegas y proyectos que caminan condicionados por la lejanía, cierta penuria y, sobre todo, la solitud. En La Gomera, la isla canaria donde el lenguaje de silbos se filtra entre barrancos y bosque de laurisilva, la bodega Altos de Chipude ejemplifica esta soldadesca de garaje insular que persigue elaboraciones que se salgan de la norma, que emocionen, que expresen terruño tan breve. Con la intervención precisa. Y poco más...
La propietaria de estos gomeros Altos de Chipude se llama Gloria Negrín. Tiene el pelo negrísimo, un Citroën cuatro latas como reclamo marketiniano, dos perros guapísimos y un vino blanco supremo. Se lio la manta a la cepa al morir su padre hace apenas tres años. El progenitor elaboraba un vino del país, en garrafas, con mucha popularidad en la isla, al margen de calidades ni estándares. Gustaba. Mucho. Por costumbre y autarquía. “Entonces, cuando falleció, yo no tenía ni idea de hacer vino, pero me propuse en su honor hacer el mejor de La Gomera. Trabajamos la forestera gomera, que es una uva de 500 años de antigüedad, prefiloxérica, –hay que recordar que el cultivo de vides arribó a Canarias de la mano de los colonos europeos en el siglo XVI– y que se ha adaptado a estos suelos perfectamente. La que nosotros cultivamos, la del suroeste, es completamente diferente a la del norte. Nos hemos propuesto darle valor a la variedad. Replanto forastera gomera, y la listán blanco te la tienes que comer con papas, pero en cambio hace un matrimonio bien avenido. Yo no voy a decir que mi padre hacía las cosas mal. Era uno de los mejores vinos a granel que podías tomar. Pero la supervivencia hoy pasa por la calidad. Este año hemos elaborado 7000 botellas de blanco y 3000 de tinto haciendo un gran esfuerzo. Hemos tenido que procesar uva ocho veces. Porque son fincas cada una de su padre y de su madre, con diferentes grados alcohólicos, cuidando que no se nos pase la acidez... Y luego viene una ola de calor y te sube dos grados la uva. La forastera es un caballo desbocado, No hay quien la dome. ¡Me encanta!”, comenta Gloria mientras damos cuenta de su Rajadero en la propia viña. Salino, ponderado, sabroso en boca, con hechuras, algo tímido en nariz (no da aromas florales o frutales marcados) pero formidable en su complejidad boscosa, de hojarasca. Volumen y glicerina de las lías.
Cápsulas del tiempo
En esta isla encapsulada en el tiempo y con el influjo del vecino Parque Nacional de Garajonay, Rajadero procede de un viñedo que se asienta sobre suelo abrupto y de secano, con un desnivel de no te menees: 1253 metros. Palmeras y codesos por acá, helechas, castaños y manzanos acullá... Descorchamos La Montaña, un tinto hecho de listán negro y tintilla. Más de uno hablaría de un vino de fresqueo, de taberna y desenfado, perfecto para wine lovers propicios a las novedades y al alarde delante de las amistades. Pribilio, tributo al padre de Gloria, se guarda seis meses en madera de acacia “y es la reivindicación del vino de parcela”, remacha la bodeguera, quien en apenas tres años se ha sumergido –y asimilado con nota– en el proceloso mundo del vino y sus vericuetos mercantiles. “La forastera gomera es única en el mundo, tiene una franca rusticidad diría. Es de las 20 variedades canarias que no conocemos su origen. La trajeron quizá a principios del siglo XVI. Su timidez en nariz es buscada, pulimos su intensidad aromática, queremos que el peso del vino esté en la boca. La uva es una maravilla, super versátil. Se adapta a suelo volcánico como ninguna en parcelas en altitud y en desnivel. Y en cada microclima da una expresión diferente”, refrenda Pablo López Betancour, enólogo de Altos de Chipude y también de la tinerfeña bodega El Sitio. "Este es un viñedo que se está reconvirtiendo en ecológico. Durante muchos años se usaron herbicidas en estas fincas como la de la padre de Gloria, no les quedó otra", abunda López Betancour. "La forastera es la variedad todoterreno con una calidad diferenciada. Tiene un gran complicidad, con rusticidad bien entendida, elegante, en frac. Con una finura impresionante. Cuando el vino nace es muy explosivo, directo, de ojos azules y ricitos rubios. Hay que domesticar la variedad. Bajamos la intensidad de la fruta y sale esa parte de atrás que es la que sostiene el vino. Si Gloria vinificara como un blanco de toda la vida habría una explosividad marcada y queremos el peso del vino en boca. No me gustan los vinos exageradamente aromáticos, prefiero pulir las narices, con franqueza y pureza, para que vayamos in crescendo en boca para que no se caiga", añade.
Vino de ventorrillo
"En La Gomera, el 80% de sus viñedos, está en manos de familias que elaboran para su propio consumo, para la casa como vino del país. Es la historia de mi padre, que fue emigrante en Venezuela. Hace muchos años montó un ventorrillo, que así llamamos a una especie de chiringuito muy humilde con dos bidones de 200 litros para vender carne de cabra, carne de cochino frita, y para sacarse unas perrillas con el vino. Hizo 40.000 pesetas... y vio negocio. En los años 70 se hizo el bar donde vendía su producción, cuando yo nací. Cerró en el año 2014. Y ahí empezó el problema, la uva. No tienes dónde venderla. En aquella época la pagaban fatal. Mi padre la mezclaba toda, con color, sin color... El conocimiento de elaborar este vino del país, que gustaba tanto, lo adquirió de su padre y de su abuelo, de forma tradicional. Yo he tratado de honrar eso tratando de hacer ahora un gran vino con la ayuda de Pablo", añade Negrín.
Si en La Gomera recaló Cristóbal Colón para avituallarse camino de América, en Porto Santo contrajo matrimonio. En esta isla atlántica de solo 42 km cuadrados vecina de Madeira (Portugal), se levanta una Casa Museo en honor del descubridor. Junto al aeropuerto, casi de juguete, hacemos otro estupendo descubrimiento: cepas de pura playa, arenosas con caliza, que arrastradas por el suelo ofrecen las variedades caracol y listrao, marginales y secundarias. Hasta este suelo abofeteado por los alisios, con un playazo al más puro estilo gaditano punteado por chiringuitos tranquilos, llegó el afamado bodeguero y enólogo portugués Antonio Maçanita movido por la curiosidad y la complejidad de cosechar en zona tan inusitada. Hace pocas fechas registró la Companhia dos Profetas e dos Villõe para dar salida comercial a los vinos que de aquí saldrían. El resultado, Listrao Dos Profetas Branco, Caracol dos Profetas Fazendas da Areia White y Tinta Negra dos Villões Red, que ya han cosechado el beneplácito del baremo Parker con puntuaciones descollantes por su originalidad y singularidad, en terroir casi desconocido. "Venir aquí y trabajar estas viñas, y volver a hacer vino con ellas, como se hacía es casi como restaurar la historia natural", reflexiona el propio Antonio Maçanita. En Porto Santo [y también en la isla de Madeira] se usa el término, 'fazenda', para esas pequeños retales de tierra, que en este caso parecen brotar justo en la arena como si fueran veraneantes repantigados al sol. Junto a estas vides, se esparcen restos de conchas de minúsculos caracoles, de ahí el nombre de una de las variedades vernáculas. Como techo, las nubes pasan de largo despidiéndose cual pañuelos blancos. Aquí cada gota que cae del cielo es oro puro. No llueve. Nunca.
Taninos de alfombra roja
Como denominador común en estos vinos de islas diminutas –aparte de la penuria, la escasez y el estrés hídrico– está la cosecha a mano caja a caja y el rápido viaje refrigerado en barco hasta isla o continente vecino donde fermentar y vinificar. Las uvas escogidas de Altos de Chipude gomeros navegan hasta Tenerife. Desde algunos de sus tímidos dominios puede atisbarse la punta del Teide. No obstante, desde Chipude se percibe mejor la silueta basáltica de El Hierro. La más meridional de nuestras islas flota entre nubes. Pareciera un etéreo objeto volador, irreal y fantástico. Otro ejemplo de vinos robinsones, con 13 bodegas y unos 200 viticultores (15 son las adscritas a la DO La Gomera). El trabajo de bodegas como El Tesoro (en danza desde 1700) o Herminio Sánchez Las Vetas (desde 1900) delatan la fisonomía y el perfil volcánico y heroico de unos vinos cada vez con más predicamento entre sumilleres y con una innegable vocación gastronómica. Contar con una hectárea de viñedo aquí es un afortunado milagro. En clave glamourosa (y de recogimiento), la isla de Saint Honorat es la segunda más grande de las Islas Lérins, a una milla de la costa de la ciudad de Cannes en la Riviera francesa. Tiene aproximadamente 1,5 kilómetros de lado a lado y solo 400 metros de ancho. Desde el siglo V, la isla ha sido y es el hogar de una comunidad de unos herméticos monjes cistercienses que elaboran el vino que se sirve en el célebre Festival de Cannes. Unas cepas mínimas para unas elaboraciones que hablan de un syrah estimable bajo el nombre Abadía de Lérins. Robinsones con hábito.
Un poco más al sur del Mare Nostrum, Formentera dispone justo del doble de extensión que Porto Santo. Entre flotas de yates veraniegos y de chiringuitos de champagne, celebridades y langosta, ha lugar para cepas y bodegas: Terramoll y Cap de Barbaria. En altiplano y en unas suaves terrazas como formaciones orográficas, conviven un buen número de uvas foráneas a las que sumar garnacha blanca, monastrell o malvasía, haciendo acomodo a la local fogoneu. Vinos de escasísima producción, con regusto marino y afilado, que reflejan bien el paisaje de donde proceden. Más al oeste y justo con la misma extensión que la hedonista Formentera, brota por ensalmo la isla italiana de Pantelleria. El enclave, a caballo entre Túnez y Sicilia, se hizo famoso por enamorar al diseñador Giorgio Armani, que se construyó allí la casa de sus sueños hace unas décadas. La Llana de Ghirlanda es una fértil llanura que haría las delicias de cualquier paisajista. Escalones o bancales que protegen la mítica uvas zibibbo, que no es otra cosa que moscatel de Alejandría y que desemboca en el Passito de Pantelleria, un célebre vino dulce trasegado a lo ancho –y sobre todo largo– de toda Italia. En la vecina Croacia podríamos mentar los casos de los vinos de Korçula (la isla de Marco Polo) o Hvar. Al menos aquí la placidez mediterránea favorece el laboreo.
Tierra de Dios, La Gomera...
Lejos de macrocifras, lejos del continente, lejos de estudios de mercado y rodeadas por el océano amniótico, todas estas bodegas lanzan al agua un puñado de botellas formidables, esperando que cale y recale el mensaje de su interior en nuestra memoria gustativa. Pequeñas familias, pequeñas producciones, calidad mayúscula y esfuerzo ciclópeo. Gloria suda la gota gorda para sacar 800-1000 kilos por hectárea, pero mira al futuro con optimismo. De noche, cuando el cielo se motea de estrellas, se guarece en el calor de su guitarra. “Hay un cantar que dice: 'Tierra de Dios, La Gomera, donde el vino no se embarca porque todo en ella se gasta'. Eso refleja que no había cantidad de vino suficiente para construir bodega, o siquiera embotellar. Solo han sido 120 000 kilos, siendo generosos los que da la DO de producción. Soy la cuarta generación de viticultores y esto no se va a perder, de momento. Hacemos 6700 botellas de Rajadero pero ni queremos ni podemos llegar a 10 000”, apostilla la bodeguera para abocar el canto y el rasgar de unas cuerdas. Dicen que te vas, dicen que te vas, para La Gomera, dicen que te vas, dicen que te vas... pero no me llevas...