Escapada atlántica

Lo que no te puedes perder si visitas el triángulo de Azores

Miércoles, 10 de Enero de 2024

Tres islas conforman, como una constelación en la tierra, un triángulo en medio del océano atlántico. Son tres de las hermanas Azores. Pico, la más joven y díscola con sus viñedos imposibles y su montaña visible desde cualquier otra si las juguetonas nubes lo permiten. Fayal, la sensata y próspera, con su cráter perfecto, sus caminos cuajados de flores y su punta volcánica y árida. San Jorge, con su forma de dragón vencido por su nombre, verde y pausada, de silenciosos caminos y espectaculares fajas. Todas ellas, destino para elegidos. Mayte Lapresta. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto

Existe (quizás) el inconsciente deseo de no comunicar en exceso la potencia de Azores. Es como si quisiéramos preservar su pureza de la contaminación turística. La belleza y la excepcionalidad de estas pequeñas islas en medio del océano, a mitad de camino entre Europa y América, entre placas tectónicas que separan continentes, es tal que susurrar al oído parece la mejor manera de asegurar que eres uno de los pocos afortunados en conocerlas. Sobrevolando la popular San Miguel, resumen de los paisajes y territorios de todas ellas, llegamos al llamado Triángulo de las Azores. Pico, Fayal y San Jorge, donde se abren seductoras propuestas alrededor del vino, del costumbrismo, del avistamiento de ballenas y del senderismo. Tres islas cercanas a tan solo cruces breves de ferrys, que se recorren sin embargo con pausa, saboreando cada faja de tierra ahora fértil y cultivada, cada viñedo inimaginable protegido de los vientos, cada acantilado bravo exento de puerto donde parece imposible que un marinero tomara tierra. Higueras repletas de frutos, huertos ecológicos, pescadores de rutinas que capturan vieja multicolor, almejas en lagos costeros, quesos de vaca deliciosos con curaciones extremas.

 

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El gran viñedo de Pico

 

Estamos en el otro extremo de Europa. El más distante y exótico con el permiso de nuestras queridas Islas Canarias. Macaronesia por supuesto, volcánicas también, pero con un carácter muy atlántico, de lluvias imprevistas con nubes que escapan como niños traviesos tras descargar con ganas. La primera parada es la que atrae más atención externa, Pico, la más joven de todas (unos 300 000 años). Pero esto no siempre fue así. De hecho, la isla presidida por “la señora blanca” se consideraba la hermana pobre, envidiando la riqueza generada por su vecina Fayal. Allí se enviaban los vinos tras las vendimias heroicas de ese mar de viñas que es Pico. Las justificaciones para que ese viñedo imposible de cuadrícula imperfecta jalonada por semicírculos con higueras se extendiera por gran parte de la isla podría parecer de locos, pero Azores fue un archipiélago de gran relevancia productora enológica. Parece mentira que estas islas volcánicas e inhóspitas, de tierras incultivables, pudieran producir uvas de alta calidad. Pero así era. Fueron las plagas que asolaron el viñedo a finales del siglo XIX, con su oídio y su filoxera, las que arrasaron con estas plantaciones y propiciaron el renuncio a su cultivo. Pico fue una de ellas, la más especial por la disposición única e irrepetible de sus cepas. Kilómetros y kilómetros de muros de piedra negra que secciona montañas y valles de norte a oeste a lo largo de casi 15 000 hectáreas (con 6000 protegidas). Divididos por los currais, piedra sobre piedra, de los que afirman los locales que si fuesen colocados uno tras otro se darían dos vueltas al Ecuador. Será o no cierto, pero es lo de menos. La belleza singular del paisaje que conforma es, además de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco (2004), absolutamente cautivadora. Filipe Rocha (socio de la bodega, restaurante magnífico y hotel inolvidable Azores Wine Company) tiene muy claras las razones por las que los vinos blancos de Pico “pueden estar entre los mejores del mundo”. “Estamos en una latitud muy cálida y por ello se planta, como dicen los vecinos, 'donde se oye el cantar del cangrejo'. Eso proporciona una salinidad única. Los currais protegen del viento y la niebla marina a la vez que la roca volcánica con que se cubre retiene el calor” explica. Recorrer Criança Velha en silencio es uno de los momentos más emocionantes de este viaje. Un poço de maré (curiosos pozos de marea que permitían captar el agua dulce que ascendía por su menor densidad) rompe la extraña simetría irregular. Una pequeña casa de piedra negra albergaba un lagar, donde ahora se disponen mesas para catar al aire libre mientras el mar bate salvaje en esa costa rugosa y arisca. Muy cerca, dos muescas (rilheiras) recorren como cicatrices la ruta de las barricas hasta el mar. Años de trabajo duro para marcar con llagas las rampas (rola pipas) hacia puertitos escondidos. Junto al Museo del Vino huele a leña. Una familia pone en marcha los viejos alambiques para producir esos aguardientes tan famosos y demandados. La “montaña”, con su pico y su piquinho, se envuelve poco a poco en nubes y el sol se pone sobre el océano tiñendo de rojo el cielo. No puede ser más bello. En la copa, Czar, ese blanco que naturalmente alcanza graduaciones cercanas a los 20 grados. Porque en Pico se brinda con amigos. “Tenemos demasiados, por eso vendemos poco”, bromea su elaborador Fortunato García mientras descorcha con generosidad otra de sus joyas. Pero habrá que decir adiós, pues nos esperan unas lapas con mantequilla y ajo y un pulpo guisado en Magma, el restaurante de uno de los hoteles más recomendables de la isla, con sus paredes de cristal para que el paisaje entre en el dormitorio.

 

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Punta de volcán en Fayal

 

El mar parece enfadado cruzando la distancia de apenas algo más de media hora y ocho kilómetros que separa Pico de Fayal. Tiene 21 kilómetros de largo y un ancho de 14 en su parte más amplia. Horta, pintoresca y amable con sus casonas y sus palacios, ya nos da pistas sobre un pasado de prosperidad y riqueza. El turismo de la ciudad se concentra en la marina para tomar un gin tonic en su mítico Peter Café Sport, con su curioso museo de Scrimshaw (grabados sobre marfil o dientes de ballena). Macizos de hortensias franquean carreteras y caminos tiñendo de azul el verdor característico de Azores que se funde con el cielo de una mañana límpida tras la tormenta. Las rutas suben serpenteantes por bosques interminables para ascender hasta la Caldeira, perfecto círculo que se recorre sin esfuerzo en una sencilla ruta de senderismo. Al fondo, Pico, omnipresente y con su perfil recortado y digno en días despejados. La costa, arisca en roca basáltica con piscinas y manantiales, que dan respiros al oleaje para un baño improvisado y se divierten con arcos de lava negros y brillantes donde la espuma blanca y el azul del mar brilla más que en ningún otro lugar. Y más verde y más bosque y más caminos curvos y sinuosos. Belleza azorana total. Una fertilidad que contrasta con la zona volcánica, árida y agreste de su erupción más reciente, el volcán do Capelinhos, que se contempla con respeto desde el faro del Centro de Interpretación, salvado por centímetros de la lava.

 

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El dragón de San Jorge

 

El ferry se acerca despacio al puerto de Velas, en la isla de San Jorge, alargada como la figura de un dragón, con su columna vertebral ondulante de las sucesivas erupciones volcánicas que crearon su cadena montañosa central. Hay 8 000 habitantes censados y un turismo escaso y selecto que se reparte por toda la isla en sus pocos y deliciosos alojamientos, como la bella quinta histórica Da Magnolia. Si los cráteres han sido el punto de atención de Fayal y el simbolismo de un viñedo imposible lo que nos ha conquistado en Pico, son las fajas (planicies junto al mar) las que nos enamoran en la verde San Jorge, paraíso de flora endémica. Acantilados rotos por esos flujos de lava hacia el océano que hoy han sido invadidos por la vegetación formando lugares idílicos. Muy cerca de Calheta, la segunda población tras Velas, un camino costero permite el acceso peatonal a la faja de la Caldeira do Santo Cristo. Un buen gastrónomo no puede perderse esta reserva natural, santuario del surf y hábitat de las almejas gigantes en su lago semidulce separado del mar por una estrecha franja de tierra. Unas pocas casas de turismo rural para amantes del silencio y la tranquilidad en un lugar que no se parece a ninguno en el mundo. Guijarros, el lago, la vegetación que tapiza por completo la ladera de la montaña, el azul del océano bravo y la soledad más absoluta. Un escalofrío de emoción recorre el cuerpo. La brisa sopla fresca y punzante para recordarnos que estamos vivos y todavía no hemos subido al cielo…, aunque lo parezca.

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Gastronomía artesanal

 

Tres vacas por habitante son la correspondencia de la ganadera isla de San Jorge. Sus quesos amparados por denominación de origen, cilíndricos y planos, 20 litros de leche de vacas que pastan en libertad, en praderas siempre verdes para crear la pieza de dos kilogramos con afinados de tres hasta 24 meses. La leche procede de los pequeños ganaderos de toda la isla y se elaboran bajo los estrictos métodos artesanales impuestos por la D.O.P. Al otro extremo de la isla, encontramos una pequeña plantación de café, de las escasas en Europa. Algo menos de cuatro hectáreas que acogen otros frutales, lo que aporta todavía mejor aroma. Una iniciativa familiar que se puede solo disfrutar en su cafetería Nunes, donde lo tuestan y elaboran con mimo.

 

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