El otro Nueva York
Chinatown neoyorkino, la marca de Oriente
Etiquetada en...

El barrio chino neoyorkino es un auténtico trozo de Oriente en Manhattan, donde todavía persiste el carácter de sus gentes, sus calles y su gastronomía. A.Vedra
Está a un paso de Wall Street. Detrás mismo de los edificios municipales de la ciudad. Uno bordea el majestuoso City Hall, y, de repente, se encuentra con un rincón de Shanghai: hay un parquecillo amueblado con multicolores artefactos en los que juguetean niños chinos, ancianas chinas sentadas en los bancos y que combaten el calor abanicándose con sus pay-pay, grupos de chinos, buena parte de ellos tocados con la gorra caqui que popularizó la revolución cultural, que juegan a las cartas, o a algo que parece la petanca; chinos que charlan en su lengua cantarina; o que se han traído las jaulas –como acostumbran a hacerlo en su país- para oír cantar a los pájaros. Entre tanto, un grupo de obreros chinos procede a reformar las edificaciones del jardín y remueve tierra y escombros. Al fondo, las viejas casas de ladrillo -los tenement del viejo Manhattan-, pintadas en colores intermedios y con las escaleras metálicas colgando de las fachadas, exhiben ideogramas sobre sus puertas o en las banderolas que cuelgan junto a las ventanas. De repente, el viajero mira en torno a él y descubre que es el único habitante de ese lugar que tiene lo que acostumbramos a llamar rasgos occidentales. China en Nueva York.
En realidad, y aunque Chinatown sea –como se verá- uno de los últimos reductos étnicos (llamémoslo así por comodidad) que se crearon en esta parte del viejo Manhattan, todo el Bowery (la vaquería), el duro barrio de los emigrantes del siglo diecinueve en el que se inspira Gangs of New York, la novela de Heribert Asbury, fue así: cada recién llegado buscaba la compañía de sus paisanos, que ocupaban una casa, una manzana, una calle: alemanes, polacos, irlandeses, suecos... Lo contó un estudioso rumano llamado Bercovici, que había observado que, además, los emigrantes se instalaban en el Lower East Manhattan casi del modo en que sus pueblos se colocaban en el mapa de Europa: los españoles junto a los portugueses, y los alemanes al lado de los austriacos.
Hoy, esa personalidad compuesta por la yuxtaposición de culturas compactas se ha disuelto en buena parte del barrio (ya no hay calles irlandesas, polacas o alemanas), mientras que se ha reforzado en el caso de la comunidad china. Chinatown es más grande de lo que lo ha sido nunca, y también más exclusivamente china: se ha convertido en el asentamiento más numeroso de chinos en Occidente. Invade parcelas cada vez más amplias de Little Italy (si bien Mulberry’s sigue siendo la calle de los restaurantes italianos por excelencia) y del Lower East Manhattan, que, en su tiempo, fue un barrio judío, y hoy está ocupado en buena parte por hispanos. Cuando Paul Morand, el elegante viajero francés, escribió su libro sobre Nueva York, limitaba Chinatown a cuatro calles: “Mott, Pell y Doyer’s Streets, desde hace poco Bayard Street, constituyen el barrio chino. Son cuatro calles como las demás, igualmente sórdidas, pero tan absolutamente orientales que se creería uno de repente en Cantón”. En la actualidad, la colonia china de Manhattan ocupa cuarenta manzanas y sigue extendiéndose año tras año. Sin contar con que barrios como Queens, del otro lado del East River, cuenta con una creciente población oriental compuesta, sobre todo, por vietnamitas, hongkoneses y coreanos, que también han empezado a adquirir propiedades en Chinatown. De hecho, hoy en día, las inversiones más fuertes y los grupos más activas en Chinatown (que algunos proponen que debe llamarse ya Asiatown) proceden de Hong-Kong y Corea.
Mil ochocientos cincuenta fue el primer año en que un chino se censó en Nueva York, adoptando el nombre de su esposa, una irlandesa. Nueve años más tarde, según The New York Times, había ciento cincuenta chinos en la ciudad, que se habían convertido en dos mil solo veinte años más tarde. La razón del crecimiento hay que buscarla en que fueron mal vistos y perseguidos en el oeste del país, especialmente en California, y en que Nueva York, acabada la Guerra Civil, e iniciada la fiebre de las comunicaciones a través de un país definitivamente unificado, ofrecía buenas oportunidades de trabajo. De hecho, los primeros chinos que llegaron a la ciudad lo hicieron para trabajar en el ferrocarril. Los que se instalaron luego lo harían para trabajar como marineros, guardas, porteros o empleados de pensiones, y ocuparon estas calles del Bowery, en torno a Canal Street (que sigue siendo la columna vertebral de Chinatown), porque los emigrantes alemanes que habían habitado hasta entonces el degradado y sucio barrio empezaban a abandonarlo para trasladarse a los más saneados espacios del norte de Manhattan. Los chinos abrieron sus templos, sus teatros, sus fumaderos de opio, y bebían té verde mientras escuchaban cantar a sus pájaros y grillos enjaulados. En el barrio se vivía como en Shanghai o Cantón.
Sin embargo, pronto el barrio, que había empezado a conocerse como Chinatown, se convirtió en un mundo cerrado, en el que convivía según sus propias normas la población de origen oriental: frecuentaba los templos budistas, las lamaserías, los teatros de ópera china y de malabarismo, hacía sus negocios, y, con frecuencia, trabajaba sin salir ni siquiera del barrio. Allí se vivía como en Shanghai o Cantón, hasta que llegó una Chinese Exclusión Act, dictada en 1882 por el gobierno americano, y gracias a la cual se prohibió a los emigrantes procedentes de China traer a sus familiares, incluidas las esposas, adquirir los derechos de participación en la vida pública y ciudadana, y, por supuesto, obtener la nacionalidad estadounidense: un conjunto de medidas que vino a agravar la tendencia al aislamiento de una comunidad ya de por sí ensimismada.
La comunidad chino-neoyorkina evolucionó hasta convertirse en una sociedad violenta compuesta en su mayoría por solteros, y en la que el juego, el comercio y consumo de opio y la prostitución fueron actividades preponderantes. La vida cotidiana pronto quedó sometida al control de los clanes, o tongs, bandas armadas que peleaban entre sí por dominar el tráfico de falsos pasaportes (muchos chinos se hicieron pasar por japoneses), el proxenetismo, la distribución de alcohol o los abundantes fumaderos que abrían discretamente sus puertas en el barrio. Stephen Crane, el autor de la inolvidable novela La roja enseña del valor, en un artículo que escribió bajo el título Sueños variados de opio, calcula que, a finales del siglo XIX, había en Nueva York unos veinticinco mil fumadores de opio, repartidos entre los distritos de Tenderloin y (“of course”, así lo dice Crane), Chinatown. Las historias de la ciudad cuentan las sangrientas guerras entre los tongs (Morand las recoge), quienes, para resolver sus diferencias, contrataron a pistoleros mexicanos e italianos, consiguiendo hacer a Chinatown famosa en el mundo entero por su extremada violencia. El cruce de Doyer’s con Mott Street llegó a conocerse en Nueva York con el nombre de “la esquina sangrienta”. Cuentan los libros que nunca, ninguno de los muchos miles de chinos que ya por entonces poblaban la ciudad habló jamás, ni denunció los asesinatos ante la policía. Dice Morand: “En esas casas, aglomeradas como nidos de golondrinas, los lavanderos lavaban y planchaban; los boticarios se rascaban la espalda con manitas de marfil; el tendero pesaba su jengibre o sus golosinas rosadas, y el anticuario contemplaba, con mirada amorosa, sus jades al trasluz. Al día siguiente se les ofrecía a las víctimas un magnífico entierro a la china, con reparto de papel dorado y figuras de cartón pintado”. La guerra de clanes duró hasta 1910, pero el acta de exclusión no sería derogada hasta 1943, cuando el presidente Roosevelt quiso congraciarse con una comunidad cuyo país de origen peleaba como aliado en la guerra contra los japoneses, aunque, hasta 1968, se mantuvo una cuota que limitaba a veinte mil los chinos que, cada año, podían entrar en Estados Unidos. De hecho, ha sido la desaparición de esa cuota la que ha provocado el crecimiento en proporción geométrica de la población china en USA: entre 1982 y 1989, se instalaron en el país más de trescientos cincuenta mil chinos, de los que la quinta parte eligieron Nueva York como lugar de residencia.
A pesar de eso, Chinatown sigue siendo aún hoy un mundo cerrado, pese de los miles de turistas que pueblan Canal Street, un verdadero paraíso para los amantes de las falsas marcas. En la acera norte de la calle se alinean decenas de joyerías, que se anuncian con ideogramas formados por luminosos neones de vivos colores. Las pesadas piezas de oro se exhiben con impudor en los escaparates. En las mismas, o en otras tiendas de la misma calle, se “muestran puñados de relojes Gucci o Rolex o U-blot como si fueran racimos enredados de percebes”, en palabras de Antonio Muñoz Molina, que dedica un par de páginas de su libro Ventanas de Manhattan al viejo barrio chino.
En Canal Street, turistas llegados desde cualquier rincón del mundo (abundan los españoles) buscan entre las montañas de género que se amontonan sobre los mostradores de las tiendas, que cuelgan de las paredes y a las puertas, o se exhiben en las mesas instaladas sobre las aceras. Bolsos y mochilas, zapatillas de deportes y zapatos de lujo, pantalones vaqueros, relojes, teléfonos móviles, aparatos electrónicos de todo tipo, telas de seda, cerámicas y porcelanas, sedas, objetos decorativos de misterioso gusto. Todo puede comprarse aquí, en esta agitada vía en cuyas aceras humean las cocinillas, y destellan los colores de las frutas y verduras que exponen los puestos rodantes: naranjas, mangos, papayas, cocos, cerezas. Los turistas caminan por la calle picoteando de las frutas recién adquiridas que guardan en bolsas y cucuruchos de papel. Algunos lo hacen sosteniendo entre las manos un coco cuya agua sorben ayudándose con un tubito de plástico. En muchos lugares, el género que surge desde el interior de las tiendas y los puestos callejeros apenas permiten el paso de los numerosos viandantes. En las calles laterales, aunque no desaparece por completo el comercio de bienes duraderos, y hay tiendas especializadas en sedas o souvenirs, aumentan los establecimientos en los que se venden productos perecederos: pescaderías que exhiben bañeras en las que nadan peces, cangrejos, bogavantes y bueyes de mar, o carpas de agua dulce; y que exhiben todo tipo de bivalvos, algunos de ellos seguramente llegados desde Oriente; fruterías en las que se exponen cestas con ajos tiernos, coles y lechugas de agua, tallos de jengibre; restaurantes, en cuyos escaparates se ordenan los dim sum, o se muestran patos recién asados, o aún sometidos a la acción de las llamas; dorados cochinillos cocinados al estilo de Cantón. Entre las aceras circula un ruidoso tráfico rodado que no excluye numerosos camiones. Al viajero no deja de extrañarle la cantidad de pesados y ruidosos vehículos que, a todas horas del día, circulan por las calles de la gran manzana.
Al sur de Mulberry, se extiende lo que Muñoz Molina llama, “la parte más recóndita de Chinatown, donde todos los letreros están ya en chino y no hay tiendas de relojes falsos ni turistas sino tan sólo supermercados chinos y kioskos que venden periódicos en chino, y carteles de películas chinas y tiendas con carteles de ídolos chinos de la canción, y fruterías donde venden tubérculos y hortalizas de formas tan raras que uno no sabe imaginar sus nombres y pescaderías donde hay pulpos que se agitan en cubos de plástico y pescados con las bocas abiertas y los ojos desorbitados que parecen barrocas esculturas chinas de marfil”. En esa zona, abundan los locales minúsculos, los sombríos tabucos y sótanos en los que chinos de avanzada edad practican viejos oficios (trabajan el cuero, las maderas, el bambú, reparan zapatos, cortan el pelo, cosen) o almacenan cualquier tipo de mercancías. La mayor parte de esos lugares transmiten sensaciones de suciedad y sordidez en la misma medida en que las transmiten las ciudades del viejo imperio situadas a decenas de miles de kilómetros, como si, al venir aquí, estos hombres hubieran arrastrado consigo una cutrez existencial, genética. Los escaparates de las farmacias, con sus hierbas, saurios e insectos desecados, subrayan la sensación de continuidad entre los dos mundos, el de los habitantes de China, y ese otro al que, desde allí, llaman overseas brothers.
En 1929, a Morand le parecía que el Chinatown neoyorkino había perdido color. Decía que poseía menos personalidad que los barrios chinos de Los Ángeles y San Francisco y que sus habitantes se habían convertido en tipos con “el rostro cuadrado, la boca materialista, la mirada realista y el vientre redondo de los negociantes”. Añoraba el escritor francés “los bellos pescadores flacos del Yang-tsé”. Sin embargo, aún hoy, tres cuartos de siglo después, no solo el viajero cree encontrarse aquí como en algún lugar del milenario imperio, sino que buena parte de los habitantes del barrio jamás ponen los pies fuera de él, y se mantienen en el más absoluto aislamiento, como si jamás hubieran dejado China: envueltos en una especie de aura protectora que permite el sigiloso funcionamiento de una serie de códigos en el interior del barrio. De hecho, más del treinta por cien de los vecinos no habla otra lengua que alguna de las que se hablan en su país, y es incapaz de expresarse en inglés.
Uno no sabe si, como decía Morand, el barrio ha perdido color, pero, entre las viejas casas de ladrillo, sobre algunas de las cuales aún ondea la bandera roja con la hoz y el martillo, y de cuyos balcones cuelgan estandartes pintados con ideogramas, o que exhiben dragones y farolillos de papel a las puertas de muchos locales, se mantiene toda una sintaxis de lo chino que, seguramente, hoy resulta bastante más difícil de encontrar entre los elevados rascacielos de Pudong, Shzenshzen o Hong-Kong. Nueva York tiene esa capacidad misteriosa que le permite derrochar y almacenar al mismo tiempo. Toda la ciudad está hecha así, con un misterioso equilibrio entre lo viejo que parece a punto de derrumbarse, y lo nuevo que aún no se ha acabado de imponer.