Recuerdos de niñez

Sabores de casa. La vuelta a la infancia a través del gusto

Lunes, 08 de Abril de 2024

Hay platos que nos llevan a casa. Que nos trasladan a otras épocas y lugares, y que son al mismo tiempo, la generosa forma de un cocinero de compartir con nosotros sus recuerdos de infancia. Begoña Tormo. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto y archivo.

A estas alturas, no creo que hacer un spoiler de la maravillosa película de Píxar Ratatouille sea demasiado grave. Han pasado 17 años desde su estreno, y casi todo el mundo sabe que al final de la cinta, el implacable crítico gastronómico Anton Ego (¡qué nombre tan adecuado!), que vapulea sin piedad casi todos los platos que prueba, se rinde ante una sencilla ratatouille que le recordaba a su niñez. Quizá sea un poco exagerado pensar que un bocado de pisto puede eliminar las defensas de un señor relleno de rencor y mala leche, pero sí es verdad que los sabores auténticos pueden emocionarnos y, sobre todo, reconfortarnos y hacernos sentir mimados.

 

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Todo esto viene a cuento por una reciente visita al restaurante Mare, en pleno centro de Cádiz. Con ese nombre, un joven (pero muy “vivido”) cocinero barbateño, llamado Juan Viu, rinde homenaje a los dos pilares que sustentan su cocina: su madre (hay que pensarlo en andaluz), y el mar. En un espacio en el que predominan los tonos blancos y los materiales naturales, y en el que solo hay tres mesas, el chef despliega un memorable menú que se nutre del mejor producto de las lonjas de la provincia y del recetario del sur más tradicional. Vale que no en la forma, pero sí en el fondo. Porque la estética es impecable, y totalmente opuesta a lo que se puede comer en cualquier casa de la provincia, pero los sabores están ahí. La esencia de un gazpacho, de un gazpachuelo, de unas zanahorias “aliñás y encominás”, de unas acelgas “esparragás”, de una pescadilla (de fondón) “en blanco” (de esa que nos ponían a todos de pequeños cuando andábamos mal de la tripa), o de un potaje de vigilia, se esconden tras un formato mucho más actual y preciosista, pero sin perder un ápice de fuerza. Si tuviera que escoger un solo plato, me quedaría con un atún en manteca sobre un tomate confitado durante muchas horas, que Juan cocina en honor a su abuela Trini, pero que a mí me puso en un instante en la cocina de la mía (que se llamaba Amparo).

 

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Eso mismo ocurre cuando uno visita La Casa del Pregonero, en el pintoresco pueblo madrileño de Chinchón. La responsable de la propuesta gastronómica, Miriam Hernández, es chinchoneta hasta la médula y lo refleja en cada uno de sus platos, que cocina siempre con producto local y, obviamente, con su memoria gustativa. El asadillo de pimiento rojo, la sopa de ajo fino con huevo, el canelón de rabo de vaca vieja estofado, o los callos con chorizo casero, dan una idea bastante clara de cómo se formó el gusto de esta cocinera apasionada y enamorada de su tierra. No es casualidad que también aquí haya un plato que destaque sobre los demás, en cuanto a lo que tiene de homenaje a esa cocina de familia: los filetes rusos con tomate frito casero (lo del tomate sí es casualidad), y puré de patata, del recetario tradicional de Aya, su abuela. Pero lo mejor es dejarse coger de la mano y recorrer con ella todo su álbum gustativo en un menú (que, dicho sea de paso, tiene una de las mejores relaciones calidad precio de Madrid), que incluye un cogollo asado con una demi-glace de ajo, basado en el recuerdo de esa ensalada que se embebía del jugo del pollo asado con ajos, que comía de niña. 

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Y es que a veces no son solo sabores lo que el cocinero plasma en un plato, sino incluso momentos concretos. Pepe Solla tiene claro lo que le inspiró uno de los platos que incluyó el verano pasado en la carta de Solla (Poio, Pontevedra). Se trataba de una ensaladilla. El plato en sí no tenía demasiado que ver con la que él comía de pequeño. La que ofrecía en el restaurante tenía navajas, en vez de atún. En lugar de mayonesa, los ingredientes se ligaban con una emulsión a base también de los moluscos, y, para rematar, se servía sobre una hoja de shiso, cuyo sabor, ni estaba ni se esperaba, en los años de su infancia. Pero lo importante es que esa ensaladilla le recordaba a la que cada domingo, sin faltar ni uno, cenaba de pequeño en casa. Sus padres trabajaban a diario en el restaurante, pero cerraban las noches de jueves y domingos, y la semana terminaba siempre igual: con ese icónico plato que preparaba su madre y que todos podían disfrutar juntos. ¿Cómo no recordarlo? Además, para él, la tradición es siempre una fuente de inspiración. Y, aunque, según evolucione, el cocinero se nutra de otras vivencias, y amplíe su repertorio gustativo, los sabores que lo han acompañado desde niño siempre están ahí. Y, como reconoce, todos los cocineros gallegos han interpretado de uno u otro modo, platos como la empanada, la caldeirada, o el lacón con grelos (que él mismo versionó en sus inicios, sirviéndolo en copa de cóctel).

 

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Otro un cocinero que tiene muy presentes sus raíces es Pepe Rodríguez Rey. Aunque muchos lo han descubierto a raíz de Masterchef, Pepe es una referencia gastronómica desde hace muchos años, y lleva defendiendo su herencia desde que se metió en la cocina de El Bohío (Illescas, Toledo) con apenas 18 años, más para salvar el negocio, que por vocación o ganas de reconocimiento (porque, como él mismo cuenta, lo que quería en aquel momento era ser futbolista o estrella del rock). Quizá por eso mismo empezó manteniéndose cerca de esos registros que tenía controlados y, sobre ellos, edificó una cocina que ha ido modernizando, pero en la que los sabores son puros y nítidamente manchegos. Curiosamente, la abuela de Pepe, Valentina, había emigrado a Cuba, pero, a su vuelta fue ella quien abrió el restaurante y quien lo convirtió en un lugar de parada obligada para que los viajeros entre Madrid y Toledo probaran sus famosas perdices escabechadas. Si alguien quiere conocer la niñez de los Rodríguez Rey (porque Diego estaba en la sala, mientras Pepe se hacía cargo de los fogones), que no busque fotos del colegio, ni escuche las jugosas anécdotas que cuenta sobre su padre (a la sazón, fotógrafo taurino). Mejor sentarse cómodamente en uno de los sus salones y disfrutar de un menú que incluya snacks como el escabeche de perdiz y foie gras, o las lentejas con butifarra, y platos como la ropa vieja con jugo reducido de cocido y tomate natural, o la “pringá” del cocido con berza y su caldo. Vamos, que si Anton Ego hubiera sido manchego, en lugar de francés, se hubiera mudado a Illescas.

 

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