Santiago Rivas

Lo que el público quiere

Sábado, 20 de Abril de 2024

Al nacer en 1979, he crecido con la televisión muy presente; la veo desde que tengo uso de razón. Al principio solo había dos canales yo me crie en ese mundo que ahora cualquier joven considera distópico, y nos tragábamos lo que echaran, sin filtros, el control parental era inexistente. Santiago Rivas

Luego vinieron más canales, más oferta y, curiosamente, lo que racionalmente se podría esperar en forma de contenidos más variados y, a través de la competencia, de mayor calidad, devino en la aparición de la llamada telebasura. Yo, amante de todo lo incómodo y embarazoso, no tenía mayor problema con este lumpen cultural, pero sí me molestaba cuando se intentaban justificar programas, felizmente impensables hoy en día, que los de cierta edad aún recordamos con asombro, trauma y regocijo.

 

La defensa argumental consistía en echar la culpa al espectador.

 

“Sí, mira, esto que hacemos es denigrante, superficial, horrible y grotesco, pero es lo que quiere la gente”.

 

Venga, que ya se viene la analogía con el vino.

 

En Madrid, pero (no quiero pecar de centrista) en general en toda España, cada vez hay más locales especializados en vino. Esto ha generado un sustrato de consumo y venta de botellas de un espectro sociológico muy determinado. No hace tanto un bar o restaurante con buenos vinos reconocía sin pudor tener en su menú botellas de calidad dudosa, pero las debían tener porque las demandaban muchos clientes.

 

Y, por supuesto, cerveza y refrescos para los niños o para el cubateo posterior. Había que dar de beber a todo el mundo que entrara por la puerta.

 

Estoy haciendo un análisis, desde hace más o menos un año, con todo local especializado en vino que piso y el panorama es curioso. La inmensa mayoría no tiene refrescos, si vas con un niño beberá agua que es más sano y, como no todos tienen destilados, aquellos adultos que tengan este tipo de consumo pueril, pues se pueden ir por donde han venido. En cuanto a cerveza hay algo más de diversidad; hay quienes no tienen, así que ciao; otros solo tienen artesanas, craft, o como coño las llamen y un tercer grupo, muy minoritario, hace alguna concesión en forma de botellines de marcas de consumo masivo o incluso los hay que hasta tienen un grifo a tal efecto.

 

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Ahora es cuando viene lo mejor: ninguno, o sea, ninguno, de la treintena de locales visitados hace concesión vínica alguna. Hay cero casos de vinos que deban tener por si aparece un parroquiano desubicado. Esto no quiere decir que no haya referencias baratas, o bodegas que a mí no me gusten, lo que quiero destacar es que no hay ninguna botella de la que la parte propietaria no se sienta cómoda o incluso orgullosa vendiendo.

 

Nadie de estos, pero nadie, me ha soltado un “es que debo tener ese vino porque es lo que le gusta a la gente”.

 

Y, claro, me pongo a pensar y a establecer analogías.

 

Lo mismo, ahora que la tele está en su mínimo histórico de audiencia (y eso que sigue teniendo buenas dosis de telebasura) es que toda esa humanidad que demandaba telebasura o vinos mediocres se ha muerto, toda, habrá caído un meteorito y los supervivientes no nos hemos enterado. O, más bien, es que esto era mentira, nos comíamos lo que nos echaran y en cuanto hemos podido realmente elegir nos han dejado de ver el pelo.

 

Ahora que la oferta, por variada, parece ilimitada, no hay necesidad de consumir por consumir; el que quiere saber mucho de la Segunda Guerra Mundial puede pasarse ya toda su vida solo consumiendo esta temática y todos los que vamos a los bares de vinos, de los de verdad, lo que queremos es beber los vinos que gente que sabe más que nosotros nos proponga.

 

El vino (al menos una variante de su consumo), al haberse convertido en espectáculo, empieza a reproducir los ramalazos de cualquier otro tipo de espectáculos. Si vas a un cine con parque infantil (los hay) es porque no vas a ver la última de Haneke, y si vas a un bar de vinos, de los estrictos, no vas a beber cerveza ni un vino de una Bodega Estado que puedes encontrar hasta en gasolineras.

 

Ya no somos vuestros rehenes, ahora sí que consumimos lo que queremos y, cómo veréis, la diferencia es notable.

 

Y más que lo va a ser.

 


 

Imagen de Zachariah Hagy // Unsplash

 

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