Sabores de la tierra
Comerse el terruño: los restaurantes que mejor representan su paisaje

En un mundo cada vez más globalizado, en el que podemos encontrar casi cualquier producto en casi cualquier parte, descubrir restaurantes que reflejan fielmente la tierra en la que se ubican, es algo digno de celebrar. Begoña Tormo. Imágenes: archivo.
No tengo nada en contra de la cocina fusión. Ni de poder comer pescado en el interior, o frutas tropicales en Noruega. De hecho, es la única oportunidad que tenemos muchos de probar sabores o técnicas que, de otra forma, puede que nunca llegáramos a conocer. Pero no se puede negar que eso le quita mucha gracia a la experiencia. No tiene nada que ver probar por primera vez la carne de Kobe en el mismísimo Kobe, o al menos en Japón, con comerla en un restaurante de tu barrio. Ni disfrutar de unos percebes recién cocidos en el puerto de Corme, que tomarlos en una marisquería de, digamos por ejemplo, Toledo... por frescos que sean. Pasa lo mismo que con los productos de temporada. Desde que podemos conseguir durante todo el año, naranjas en agosto o uvas en abril (como decía la canción de Danza Invisible), ya no hay tanta sorpresa al ver llegar al mercado las primeras cerezas o los tomates “de verdad” cuando llega el verano.
Lo que quiero decir es que, de alguna manera, le hemos quitado parte de la emoción a la comida. Porque esa sensación, de disfrutar de algo extraordinario en el único lugar, o momento, en donde es posible hacerlo, es única.
Vamos a ejemplos concretos. Magoga, en Cartagena (Murcia), es uno de esos restaurantes en los que, cuando comes, sabes perfectamente dónde estás. Cada plato transmite su ubicación, no sólo por sus ingredientes, sino también por la historia que cuentan. Y de eso, María Gómez tiene la culpa (y su abuela, también porque de ella heredó su pasión por la cocina). Para entender lo que digo, hay que saber que María nació en un pequeño pueblo de la comarca del Campo de Cartagena, llamado Fuente Álamo. Allí, de hecho, sigue estando estando la finca que perteneció a sus bisabuelos: un campo de secano, en donde se dan almendros, higueras, olivos o algarrobos. Pero también espárragos trigueros, acelgas, hinojo, collejas y otras hierbas silvestres que utiliza en la cocina. María recoge esa herencia familiar, y la que recibe de su entorno para idear recetas en donde aparecen los pescados y mariscos de la bahía de Cartagena, el arroz de Calasparra, las verduras de temporada de la huerta murciana, o las carnes de razas autóctonas, como el chato murciano criado en extensivo y criado con algarrobas e higos secos, o el menos conocido cordero del Parque Regional de Calblanque, que presenta una particular y curiosa salinidad en la carne, gracias a las plantas halófilas que pasta.
Los menús degustación de Magoga son realmente una fotografía de ese paisaje local. Dependiendo de la temporada -cómo no- podemos encontrar el atún rojo, ya sea la ventresca con un escabeche de tomate y fresas, o la cococha guisada con jugo de ternera y raíces (en la imagen de apertura); la quisquilla de su costa con el néctar de su cabeza; los pésoles (guisantes) con erizo de mar y consomé ibérico, o el arroz bomba DOP de Calasparra meloso con setas encurtidas. Por supuesto, toda esa historia no podría contarse de la misma forma sin la precisa técnica y la sensibilidad que María derrocha. Para mí, la de Magoga ha sido una de las comidas más memorables de los últimos años, gracias también al espectacular servicio de sala, encabezado por Adrián Marcos (pareja de María, y la otra rueda de la bicicleta que mueve el proyecto), que aporta una interesante y extensa carta de vinos, las buenas sensaciones en la sala, y otros pluses, como los espectaculares carros de quesos o cafés.
A cientos de kilómetros, esa misma sensación de “ubicación”, se tiene cuando estás sentado en una de las mesas de Ancestral (Illescas, Toledo). Aquí, quien se encarga de ello es Víctor Infantes, un chef cargado de talento y experiencia, a pesar de su juventud. En su despensa reinan los productos manchegos: ajo, aceite, quesos, pimentón, caza de los Montes de Toledo, pescados de río... En su manera de cocinar, las técnicas ancestrales de esta tierra: adobos, ahumados, maduraciones, brasas, guisos en puchero de barro y escabeches (Víctor ganó el concurso de escabeches de Madrid Fusión el año pasado con una receta de ancas de rana). Y en sus platos, el homenaje al recetario tradicional de esta comunidad, revisado con criterio y mucho corazón.
La experiencia que propone en su menú “Sagato” -así se llama en La Mancha al olor que se queda en la ropa después de estar cerca de una hoguera- es más que recomendable. El aperitivo de consomé de tasajo de ciervo con espuma de leche de oveja y tomillo ya merece la pena el viaje, y la oreja de cochinillo suflada con gel de limón es uno de esos platos de los que uno se podría comer un cubo (yo, por lo menos). Luego, un bocado de pimientos rojos asados a la encina, la tartaleta de tomates tatemados y su concassé ahumado, y el barquillo de cebolla a la brasa y queso manchego ahumado. Son muchos pases como para desgranarlos exhaustivamente, pero no puedo dejar de mencionar algunos de los que probé en la última visita: la sopa de ajo de las Pedroñeras en olla de barro, la mandarina de perdiz roja escabechada, el guiso de trigo con pato azulón salvaje y el corzo a la brasa con cerezas encurtidas y fresas silvestres. Los mejores sabores de La Mancha concentrados en unas horas de placer gastronómico en un viaje que, paradójicamente, nos deja clavados en el terreno.
Ese concepto se puede llevar, incluso, al extremo. Es lo que hacen Javier Sanz y Juan Sahuquillo en Oba (Casas Ibáñez, Albacete). Después de haber llegado a todos los públicos (y seguir haciéndolo), primero con Cañitas Maite, y más tarde con La Taberñita, Eñe, o Caña, estos jovencísimos cocineros, decidieron centrarse, con este gastronómico, en su entorno más próximo.
Aquí el discurso se vertebra exclusivamente en torno a la comarca de La Manchuela, entre los valles de los ríos Júcar y Cabriel, autolimitándose lo que ellos mismos pueden recolectar de la naturaleza, y de los pequeños productores que viven allí y comparten su filosofía. Entre sus productos fetiche: el cabrito celtibérico, las carnes de caza, pescados y cangrejos de río, hongos, tubérculos no comerciales, hierbas silvestres, y lácteos de oveja, para componer platos que no podrían tener sentido en otro lugar, o, que, en cualquier caso, serían completamente distintos. “Flores, pétalos y néctar”, “Forrajeo, hojas y hierbas”, “Cangrejo señal, tamari de tomate y ajo del oso”, “Trucha marrón, sarmiento y shiokoji”, “Lengua de jabalí, setas silvestres y shoyu de huevo”, o “Pino preservado, té de río y rábano encurtido”.
Y si a alguien le chirría algún término foráneo, mi opinión es clara: no se trata de renunciar a ingredientes o técnicas de otras latitudes, sino de no mirar siempre hacia fuera antes de fijarnos y poner en valor lo que tenemos mucho más cerca y nos representa. Vamos, que me gusta reconocer en los platos el lugar en donde estoy. Y que me da bastante pena que en Madrid, por ejemplo, sea más fácil comerte un buen ramen, que una gallina en pepitoria. Y no porque no me guste el ramen.