Amantes
María Dolores Crespo Garriga y José Oriol Crespo Garriga, siempre por este orden. En cualquier documento que tuviera que acudir a su rúbrica era así, pues este fue el orden de su llegada al mundo un 23 de marzo de 1956, Viernes de Dolores. César Serrano
“Ella, María Dolores, porque ha de llevar el nombre que nos evoque el dolor de María viendo a su hijo camino del Gólgota”, y el nombre de él, el del santo José Oriol, “huérfano también como estos dos angelitos que Nuestro Señor nos ha traído como regalo del vientre de su madre muerta”. Fueron las palabras de doña Anunciación Garriga Bustamante que, pese al artesonado del salón noble de la casa palacio, sonaron con la misma fuerza de las tormentas en Picote de la Sierra. Cuentan que no había lágrimas en el rostro de la mujer que acababa de perder a su única hija, que sí se rezó un rosario por el alma de la muerta y que el Domingo de Resurrección el cura de Picote ofició en la capilla del palacio una misa de gloria por aquella bendición que llegó en medio de tanto dolor, “dolor –dijo el oficiante Don Ponciano– de la madre del Señor y dolor de doña Anunciación, que aquí se ve mitigado por la llegada de los dos angelitos que, seguro, serán bálsamo en la herida de nuestra señora y queridísima Marquesa”. En la capilla en la que se rezaron responsos por la madre muerta, María Dolores y José Oriol iniciaban, casi en la madrugada, cada nuevo día. Lo hacían descalzos y prácticamente desnudos. Allí, en esas madrugadas, había rezos, angustia, llantos y el sonido cortante de un vergajo acudiendo a unas espaldas que a veces sangraban. Entonces, caían derrumbados y se abrazaban mientras tiritaban de frío, un frío que les llegaba de unos corazones que nunca supieron de una mano acariciadora, ni de una voz que les susurrase para llevarles en la hora del sueño palabras mágicas. “El amor es el mayor síntoma de la debilidad humana, algo que solo trae sufrimientos”, le escucharon más de una vez a la abuela, que nunca les acurrucó en su regazo, y de la que nunca supieron del calor de sus besos. “Sed fuertes, sed como yo, que nunca me pudo el dolor”. La primavera ya anunciaba el verano. Las primeras cerezas habían llegado a los huertos, donde también se presagiaban los melocotones sanjuaniegos y las peras también de San Juan. Hacía ya años que la abuela se había ido (siempre decían entre risas que con Satanás) y que ellos habían regresado de algún lugar oscuro del que despreciaban su memoria. Ahora, en el tiempo nuevo se dejan acariciar por los días, y saben que el amor no es pecado, que su amor no es pecado. Estos días de luz llegan sabiendo que el tiempo es nada, un instante siempre apresurado y que siempre se escapa a su libre albedrío. Se miran bajo la luz filtrada por el viejo laurel y lo hacen con la ternura de los corazones generosos. Y ahí el goloseo de unos melocotones con aromas de hierbabuena, que él lleva a la boca de ella.
Melocotones con coulis de hierbabuena
Ingredientes
3 melocotones medianos y maduros
Para el almíbar ligero
250 g de azúcar y 250 ml de agua
Para el coulis
100 g de hojas de hierbabuena
100 g de azúcar
150 ml de agua y se le pueden añadir unas gotas de colorante verde para potenciar el color.
Preparación
Hervir a fuego suave, en un almíbar ligero, los melocotones durante unos diez minutos (tienen que quedar tersos). Una vez conseguido el punto de cocción, con la ayuda de un cuchillo, dividir en dos partes llevando el cuchillo hasta el hueso girando cada una de las partes. Retirar la piel. El coulis se elabora partiendo de una infusión de hierbabuena. Para ello, emplear 100 g de hojas frescas que se infusionan en 150 ml de agua. Dejar reposar al menos durante media hora. Pasar por la batidora e iniciar la elaboración del almíbar, y dejar enfriar. Presentar en copa, con un melocotón por copa. Regar con el coulis y añadir una picada muy fina de hojas de hierbabuena.
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