Descubrimos sus talleres
La cerámica gallega de caolín y cobalto que viste mesas en todo el mundo

Cada pieza y vajilla de Sargadelos condensa la Galicia más genuina, la más creativa y profunda. Acudimos a Cervo, Lugo, a detallar el mágico y artesanal proceso de una cerámica que emigra desde estos hornos a hogares de medio mundo. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Hace un buen puñado de años –pionero laboratorio de creatividad, artesanía y regionalismo– fue bautizada como la Bauhaus gallega. Y de un primer vistazo su edificio circular de piedra e historia, con una plazuela porticada como ágora y un flujo de trabajo sustentado en su concepto arquitectónico que es Bien de Interés Cultural, el visitante comprende el símil de un mero fogonazo.
En esta fábrica de Sargadelos converge la Galicia más nuclear, la más brillante, la más doméstica. La que emigró y la que pescó. La que luchó por su identidad y la que hoy se queda. Hasta la localidad lucense de Cervo hay que acudir (cuentan con otra fábrica en Sada, A Coruña) para comprender por qué su cerámica de caolín y su identitario azul cobalto compone el ajuar sentimental de más de media Galicia, amén de tiendas y exportación allende los mares, cual buena emigrante con el petate siempre presto.
Desde que el marqués de Sargadelos pusiera en marcha el timeline –año 1804– de estos hornos y muflas han salido millones de piezas de artesanía, servicios de mesa, vajillas y otros ornamentos de decoración ligados a esto del yantar como mantelería de lo más naturalista. Difícilmente habrá un hogar gallego sin su pieza de Sargadelos. Han sido glosados por The New York Times, salen en revistas como Monocle o Wallpaper y los japoneses se pirran por sus juegos de queimada. El calor, la pausa, el fuego, y cierto embrujo gallego, alimentan este proceso cuasi mágico. Todo comienza en un monitor. El concepto –por ejemplo, una sopera o un juego de té– empieza a tomar forma con el prototipado y el modelado en la computadora de alguno de sus seis diseñadores.
De ahí viaja hasta el taller de moldes para ir fraguando una pieza que está en cueros, con anatomía de caolín, cuarzo, feldespato y agua, que es pasta molida, filtrada y amasada. Los moldes se llenarán con esa pasta líquida, absorberán el agua y formarán una corteza con la silueta de la pieza. Una vez colada y vaciada, se desmolda. Esta escayola toma el nombre de “bizcocho”, frágil y casi esponjoso, así que un primer golpe de horno a 800 grados debe endurecer su cuerpo, que será recorrido después por manos delicadas de mujer que lo manipulan y decoran con plantillas y aerógrafos (estarcido o técnica de decoración con plantillas de acetato). Llega el baño con una solución química para ocultar el color, que regresa a la vida al fundir y transparentar en una segunda cocción a 1430 grados en un túnel elíptico, cual parsimonioso tren de la bruja de siete metros, durante 11 horas. Sale de la oscuridad ígnea una porcelana vitrificada o “encañada”, que ha reducido y atenuado los óxidos férricos. Sobre esta dermis, se decora a mano, con pulso de relojero suizo, dibujos sobre cubierta –una tarea no apta para gentes con prisa o dedos imprecisos– que requieren una postrera cocción a 800 grados. La tetera exhibe ahora un blanco brillante y un azul galleguísimo (preparan sus propios colores en la fábrica), donde se recurre a la decoración paxárica o decorado monférico que remite de modo abstracto al casetonado de las bóvedas barrocas del Monasterio de Monfero (Serra da Loba, A Coruña).
En Sargadelos se afanan cada día 220 trabajadores y su panoplia de servicio de mesa ocupa el 70% de su producción total. Todo artesanal. Catálogo de más de 500 productos, 750 000 unidades embaladas al año. Precios de vajilla completa, entre 800 y 1800 euros aproximadamente. “La mecanización no responde al espíritu de Sargadelos”, comenta Segismundo García, su actual presidente. El gestor, antiguo periodista de TVE, ha resucitado y saneado una marca que sigue siendo la enseña de un universo cultural y etnográfico que boqueaba entre deudas y morriña
Una loza empoderada
Al intelectual Isaac Díaz Pardo, secundado por Luis Seoane, hay que culparle de la resurrección y consolidación de Sargadelos. Ambos, en los años 60 del siglo XX, devolvieron el esplendor a la fábrica, con una metamorfosis que haría de estas ígneas muflas el espejo cultural de una Galicia aislada, única pero pioneramente empoderada. Enrolaron a trabajar a decenas de mujeres, que sin atisbo de duda se consagraron a estas filigranas y dieron ese sello personalísimo a la firma, convicción aún vigente. Sargadelos, asimismo, se convirtió en foro y vivero que atrajo intelectuales y artistas de todas partes del país.