Noruega por el mar
Travesía por el Norte del planeta: diario de un viaje

Con 300 picos de más de 2000 metros, Noruega entra y sale de la altura arrojando cascadas al mar, perfilando horizontes que nunca son rectos, puestas de sol que nunca se esconden. Mayte Lapresta. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Coronan sus picos de azúcar glas y la brisa fría recuerda bajo ese cielo raso y despejado que en esos lares siempre es invierno, elevados en altitud y latitud hasta alcanzar el Norte. Y partes de travesía uniéndote a la icónica expedición The Svalbard Express rumbo al Ártico una mañana desde la alegre y vibrante ciudad de Bergen, donde despides la vida corriente con un cucurucho de gambas y una cerveza de 7 Fjell o Hansa (viene a cuento recordar que Noruega hay 135 empresas cerveceras y el consumo medio per cápita es superior al de España, con 56 litros al año). El puerto está lleno de vida. El mercado, abarrotado y las terrazas con lista de espera. Un adiós al barrio hanseático y sus caóticas casas de madera que se empujan unas a otras para no caerse. Y partes. A surcar el mar de Noruega, pero no en un crucero ni en un ferri. Marchas despacio y pegado a la costa en Trollfjord, uno de los barcos más especiales de la flota Hurtigruten. Recorriendo el litoral, jugando con cada curva y cada recodo para que la travesía sea el fin y no el medio. Y te espera una postal infinita que se proyecta día y –escasa– noche tras tu ventana. No hay cena con el capitán ni espectáculos. Este viaje iniciático para sumergirte en la brutal e inabarcable naturaleza salvaje de Noruega no va de eso. No hacen falta entretenimientos fingidos. El paisaje, generoso, lo ofrece todo. Nadie quiere cerrar los ojos para no perderse ni un detalle de la belleza apabullante de ese país de cumbres y fiordos, islas y hielo. El color de sus casas de madera que salpican como flores, muy de vez en cuando, la costa. Proa o popa, babor o estribor… La magia rodea mientras pintas estelas en el mar.
El fiordo
Si hay algo que caracterice la costa noruega es la forma en la que el mar se introduce kilómetros y kilómetros en el interior montañoso creando un lugar de encuentro único entre frías aguas oceánicas, cumbres nevadas y valles frondosos. El agua, omnipresente en el país, se desborda cayendo en picado desde la altura al mar en un acto de filantropía que crea una fuente o cascada recta y abundante. Las cifras vuelven a ser abrumadoras. Mas de 1700 fiordos (en una costa de 57 000 kilómetros) se suceden entrando y saliendo y convirtiendo el mundo en un lugar más hermoso. No es una costa sencilla y las conexiones no son fáciles. Esa fue la misión del viaje original de estos navíos, llevar correo, personas y mercancías a los rincones imposibles de esta intrincada costa; de ahí su nombre, pues Hurtigruten significa “ruta express”. Y en un recodo el barco se adentra en el impresionante fiordo de Romsdal. Pequeño y rotundo, apenas recorre 100 kilómetros, pero en sus tres brazos reside la nobleza de sus altas puntas. La pequeña localidad de Åndalsnes, con apenas 2000 habitantes, es donde el navío hace su parada dejando libertad al pasajero para abordar nuevos territorios a través del teleférico que asciende hasta la cumbre. Allí hay tiempo para la contemplación y el senderismo, para recorrer el paisaje alpino desde el río, el fiordo, el bosque o la cresta. Mires hacia donde mires la naturaleza brutal te da la bienvenida.
Las pequeñas islas
El tiempo pasa despacio. El sonido lejano del motor se entremezcla con el trajín de las cocinas. Quizás almuerzo en Árran que no cierra en todo el día para acoger a los más rezagados. Trucha del ártico, tuétano a la brasa, reno al horno que se deshace de ternura. Una espléndida carta de vinos internacionales solo superada por el maridaje ofrecido en el restaurante Røst, donde cada jornada el chef Douglas Splik elabora un menú inspirado en el lugar de desembarco. Salmón, ternera, reno, merluza, bacalao con la excepcional huerta, las setas de primavera, las flores y frutas, bayas y semillas. Filosofía "cero": cero desperdicios, cero kilómetros. Lo local como prioridad y el recetario tradicional como base para una cocina de autor muy bien elaborada. Pasa un barco y las bocinas se cruzan en un saludo de compañeros. Al fondo Traena, el archipiélago de 500 islas, islotes y escollos de los cuales solo cuatro están habitados. Casas de madera en la que se considera la comunidad pesquera más antigua de Noruega. Y el perfil imposible de sus icónicas montañas. Un paraíso tranquilo donde te sientes especial. En el café, dos vecinas, taza en mano y bizcocho de canela a medias, observan con curiosidad a los pasajeros que acuden a la antigua sauna de madera para probar las frías aguas del Mar de Noruega en ese contraste térmico tan escandinavo. El Círculo Polar Ártico está muy cerca, así que, aunque el sol luzca brillante la temperatura invita a abrigarse. El paseo por Hosøy es un clásico, con las vistas desde la Capilla Peter Dass y su escuela infantil, pequeña, coqueta…, porque allí, en ese paraíso remoto viven familias con rutinas, clases y trabajo.
Lofoten y el bacalao
Dicen de este archipiélago que es como si los Alpes se hubiesen caído en el mar. Cabañas rojas de techos cubiertos con hierba (torvtak) suspendidas sobre el agua en un remanso de paz. Seis islas ubicadas estratégicamente formando un archipiélago comunicado entre sí por puentes y túneles (algunos bajo el océano) que esquivan cumbres y unen los pintorescos pueblos de pescadores. La llegada al pequeño puerto de Reine, en el extremo occidental, te arroja entre tanta belleza a la realidad salvaje y dura de la pesca del skrei.
A escasos metros de la pasarela se extienden infinitos secaderos de bacalao, los flakes o drying houses. Miles de piezas descabezadas que crean un rítmico tejado culinario. El aroma de pescado suspendido en la brisa, la humildad que desprenden sus modos y maneras tradicionales, el trabajo en familia… Empieza el calor y toca recoger la captura, que ha adquirido el secado adecuado al aire puro de Lofoten. Y al fondo, las desafiantes montañas que retan al senderista. Caminos que suben y bajan para obtener algunas de las mejores panorámicas del mundo. Recompensa al esfuerzo con lagos helados, montañas verticales, encantadores pueblos sobre las rocas, pequeños puertos. Reine fue catalogado como el lugar más bello de Noruega en los años 70 y ese reclamo mantiene a esta pequeña isla de Lofoten entre los destinos más deseados del viajero.
La ciudad del norte
Atraca a primera hora el navío en la moderna y universitaria Tromsø, la “puerta del Ártico”. Una ciudad enclavada en la región de Nord–Norge que aúna historia, arquitectura, comercio y decenas de opciones polares para un turista con ganas de diversión. Desde un paseo en barco, una exploración en bicicleta, una visita a un poblado sami, un trineo tirado por perros o una excursión a la finca medieval de Tønsviking. Pero quizás no haga falta añadir atractivos. Es momento de pasear por las vivas calles siempre rebosantes de gente, con terrazas encantadoras, cervecerías como Mack (presume de ser la fábrica de cerveza más septentrional del mundo), acuarios con especies tan atractivas como las focas o simplemente disfrutar del placer sencillo de conectar con el ritmo de su más de 70 000 habitantes, un contraste absoluto con los salvajes espacios naturales anteriores.
Nieve y cangrejo real
El sol saluda al desembarcar en Honningsvâg, la puerta de entrada a Cabo Norte, ese lugar de peregrinación para todos los que se aventuran en estas tierras que despiden la Europa continental. Es allí donde se captura el endiosado cangrejo real. Pieza vanagloriada por su tamaño y su carne que, sin duda, mejora la experiencia cuando se consume en esas tierras, recién pescada y cocida. Una delicia de enormes dimensiones (llega a medir dos metros y pesar 10 kilogramos) y tremendo precio. Se consigue en aguas profundas y las licencias para ello son escasas y se conceden solo a los habitantes de esas pequeñas poblaciones. Una forma de vida que no es tan lucrativa como parece. Aunque el aliciente gastronómico sea este crustáceo mítico, la visita a Cabo Norte es obligatoria. Según se acerca la llegada al icónico monumento del globo terráqueo la nieve se convierte en compañera. Acantilados con el mar de Barents batiendo con fuerza mientras un paisaje ártico, mesetario, desértico y despoblado de vegetación se muestra como único entorno. Y sí, una fotografía para atestiguar que hemos llegado.
El hielo
Pero el viaje no acaba. La expedición tiene que navegar todavía una jornada entera para alcanzar el archipiélago de Svalbard. Tierra inaccesible de dramático acantilado, musgo y líquenes. Nieve y hielo. Atraviesa Bjønøya, la primera isla que se divisa para abordar Spitsbergen, la más grande y poblada donde el puerto de Longyearbyen permite un atraque. Más de 1000 habitantes, un pequeño hospital, 100 niños en sus dos guarderías donde conviven escolares de 40 diferentes nacionalidades, 300 estudiantes en su universidad de estudios polares. Un lugar donde está prohibido nacer y morir (por su falta de recursos médicos se derivan al continente) donde ir armado es una obligación y una necesidad (los osos polares) y donde, por supuesto, el sol ni sale ni se pone. Si es primavera sus días duran toda la noche, con el sol impenitente brillando en los tejados nevados. Colonia minera donde algunos de cuyos túneles se mantienen activos. Pueblos rusos donde todavía se convive con ucranianos. Sede también de la Bóveda Global de Semillas, donde el permafrost permite salvaguardar las semillas del mundo para su repoblación en caso de catástrofe. Tierra de samis y de gente dura, de científicos y de aventureros. En Svalbard nadie está de paso. Porque llegar en sí es una aventura.