El vino como aliciente

Nueva Zelanda

Miércoles, 11 de Abril de 2012

Paisajes espectaculares, urbes con encanto son las claves de un país que ha descubierto su pasión por el vino y se precia de contar con los viñedos más australes del planeta. Su oferta enoturística resulta de lo más prometedora.  Carlo Galimberti

Aterrizar en Nueva Zelanda es todo un logro físico cuando se viene de Europa. No hay manera de reducir las treinta horas de viaje y el intervalo de doce de diferencia (de pronto, todo lo que hacemos, lo hacemos medio día antes que el resto del mundo): sí, Nueva Zelanda es el lugar donde empieza el tiempo

 

Con la mitad de la superficie de España y, en vez de noventa y cuatro, quince personas por kilómetro cuadrado, Nueva Zelanda es seis veces menos densa que España y todo lo que no son asentamientos humanos forma parte de unos paisajes incomparables. El territorio es verde, con lagos, playas, volcanes, cúspides, colinas y valles de quitar el hipo. Su clima es duro en el sur y primaveral en el norte. Los rebaños de ovejas merinas, introducidas en el país durante el siglo dieciocho, son parte viva de un panorama donde el mar siempre está cerca, penetrando la costa con salvajes mordiscos.

 

Los nativos maoríes, asentados en Nueva Zelanda desde el 1300, se vieron sacudidos por la llegada de los colonos holandeses. En un primer encuentro, los oriundos habitantes lanzaron piedras, lanzas y gritos ante el gran velero panzudo que intentaba atracar en sus costas. Los neerlandeses regresarían después con intenciones más opresoras y mejor equipados. Pero fueron realmente los ingleses quienes terminaron ocupando el país e incorporándolo paulatinamente a su imperio a partir del siglo dieciocho. En el diecinueve, el Tratado de Waitangi, firmado en la Bahía de las Islas, reconoció a los maoríes como ciudadanos británicos, justificando que Nueva Zelanda pasase a convertirse en colonia anglosajona.

 

La población europea se instaló a lo largo de esa misma centuria con la llegada de escoceses, checos, croatas y más tarde indios y chinos, inicialmente atraídos por el oro que había comenzado a explotarse en el extremo sur del estado. Nueva Zelanda quedó, pues, convertida en un país de pioneros que llegaban para quedarse. 

 

Un recorrido esmerado

La idea es alternar ciudad y campo, con una predilección por las estancias en las bodegas. Un recorrido semejante permite disfrutar del paisaje, degustar las excelencias gastronómicas de la cocina autóctona y conocer los principales encantos de un país que ha pasado de ser un consumidor voraz de cerveza a entregarse recientemente al vino con verdadera pasión.

 

Viniendo de España, que en asuntos vinícolas se debate aún entre la innovación y la tradición, la rigidez legal y el abuso de consumo, en Nueva Zelanda sorprende lo claras que tienen las ideasEl vino y la gastronomía son un binomio concebido para el disfrute. La oferta enoturística se apoya en una potente comunicación que mantiene constante el interés del público. En algunos hoteles de Auckland (y en muchos otros de la ruta) los propietarios regalan a los clientes de cada habitación un número especial de la revista Cuisine, con rutas del vino, restaurantes, imágenes, puntos de interés y descripciones de más de 300 bodegas (la mitad de las que existen). Todo ello acompañado de una moderna guía de los mejores bistrots del país y un cuaderno de viaje para anotar impresiones de las catas. Un bonito y útil gesto de bienvenida que invita al recorrido. 

 

Nueva Zelanda (new sea-land, o nueva tierra rodeada de mar) tiene los viñedos más al sur del mundo y, curiosamente, se dan en ellosmuchas variedades: desde las blancas sauvignon blanc y sémillon hasta las tintas delicadas como pinot noir o la cabernet. La gama es amplia y los casi setecientos bodegueros del país se dedican con ahínco a su tarea. Hace solo quince años, las bodegas apenas llegaban a la mitad. Así que el paisaje vinícola es joven todavía y puja con fuerza y éxito para atraer a un amplio espectro de público de todas las edades. En las visitas es fácil encontrar grupos de chicas de veintipocos años sentadas en la bodega y saboreando vino alrededor de una bandeja de quesos y panes recién hechos. Por la noche, un grupo similar podría consumir vino por copas en algún bar con la soltura del más avezado y consciente urbanita. Una gozada, si tenemos en cuenta lo poco y mal que suele calar el vino entre la juventud en España.

 

La Isla Norte, North Island, alberga varias zonas vinícolas que hacen las delicias del turista. A tan solo 30 minutos en coche de Auckland, su ciudad más grande, con un millón y medio de habitantes, se adentra uno en los viñedos más antiguos del país. Las bodegas de esta zona son grandes y su producción contribuye en buena parte a incrementar los dos millones de hectolitros de vino que se elaboran en Nueva Zelanda (como referencia, en España la última campaña 2011 arrojó 40 millones de hectolitros, de los que se exportó la cuarta parte). Es la tierra de los merlot y cabernet sauvignon y de los sabrosos sauvignon blanc. Más al norte está Waikato, una zona repleta de boutique wineries abiertas al público, cuyos propietarios te acogen como a un amigo reencontrado. Algo más al este se encuentra el área vinícola más oriental del mundo, que con su clima templado produce unos chardonnay que llenan la boca de sensaciones maternas. 

 

Escenario de cine

La Isla Sur, South Island, es tradicionalmente más anglosajona y menos mezclada racialmente. Los paisajes resultan más abruptos y no sorprende que Jackson los escogiera como tierras de Gondor y Rohan en su saga El señor de los Anillos. En medio de tanta belleza se asienta la acaudalada ciudad de Queenstown, desde donde se puede disfrutar de espectaculares estaciones de esquí y, más recientemente, de una amplia oferta en enoturismo. En concreto, la zona de Central Otago es el reducto de aquellos héroes que confiaron hace quince años en su clima duro y seco para el cultivo de la variedad pinot noir, quizás una de las uvas más delicadas. En esa zona de viñedos el viajero escucha decir: “Wine is a delightful serious matter” (el vino es un delicioso y serio tema). De ello saben algo en Arrowtown, población que ha sabido recuperar su pasado y posicionarse como epicentro del buen vivir, de los buenos restaurantes, tiendas y hoteles con un encanto embriagador.

 

Más al sur, a unas dos horas en coche, nos adentramos en Fiordland, la tierra de los fiordos, un paisaje que permanecerá indemne en la retina. Es allí donde las montañas tenebrosas besan la niebla y abrazan el mar. En Doubtful Sound, los escasos turistas guardan silencio ante su imponente paisaje mientras toman conciencia da la pequeñez humana.

 

Tras esta experiencia sensorial, la estancia en Waiheke, frente a Auckland, puede recordar a Ibiza. La isla fue durante años refugio de artistas y artesanos que huían de la gran ciudad. Ese espíritu bohemio se mantiene en el trato cordial y el encanto de muchos de sus lugares. Ahora, la proximidad a la urbe, el magnífico paisaje, las numerosas bodegas, el clima clemente y el encanto de su arquitectura atraen a una burguesía que no duda en construirse en ella moradas de ensueño.

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