Así éramos

El pujolista chef anti Adrià al que se acusaba de "ejercer de catalán"

Lunes, 07 de Octubre de 2024

Genio, referente y custodio de una manera de cocinar y pensar, el mito del Racó de Can Fabes Santi Santamaría es hoy un desconocido para las nuevas generaciones de gourmets. Acudimos a la hemeroteca para rescatar y redibujar su inmensa y polémica figura. Javier Vicente Caballero

Hace casi 14 años que abandonó este mundo. Le lloró (casi) todo el panorama culinario, ogro tan entrañable como cascarrabias que dejó una recua de feligreses y un método personalísimo sin atajos ni pelos en la lengua. Tradición evolucionada, lo dio en llamar, embozado en una bandera mediterránea de producto y verdad. Se fue el chef Santi Santamaría lejos de su tierra natal catalana cuando el corazón se le paró en un hotel de Singapur donde abrió sede con su nombre de pila. Su deceso estuvo cargado de simbolismo. Fue de los primeritos en agarrar las sartenes y mostrar muy lejos de aquí la cocina muy de aquí. Se asomó a estas páginas sobremeseras de papel en un buen puñado de ocasiones, siempre con el verbo presto, afilado, punzante y provocador, con dosis de fundamentalismo y toneladas de genialidad narcisista. Su duelo, a veces hipertrofiado, con Ferran Adrià dibujó una rivalidad en el que uno esgrimía tradición, producto y raíz y el otro blandía la nebulosa inaprensible de lo atómico. Hoy, tres lustros después, su recuerdo quizá haya quedado desdibujado entre la falta de memoria y la prisa de las redes sociales, amnésicas y fabricantes de mitos efímeros. Bibliófilo empedernido, intelectual desde la visceralidad, su volumen La Cocina de Santi Santamaría. La ética del gusto (ed. Everest, 2000) debería ser de obligada lectura y relectura para todo aquel que quiera analizar la cocina con un bolígrafo a modo de tenedor. No fue su único hijo literario, siempre volcado su mundo interior desde los intestinos...  

 

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Porque para entender lo que ha pasado en la España gastronómica en estos últimos tiempos hay que recalar, repasar y abundar en la vida, milagros y excesos de un cocinero irrepetible, voraz e histriónico, payés absolutamente autodidacta y que ganó la tercera estrella para el Racó de Can Fabes hace ahora justamente 30 años. Junto con Arzak y Zalacaín, fue el primero en conseguir los máximos laureles, primero en Cataluña además, lo que redobla el mérito. En septiembre de 2000 daba una nutrida y nutritiva entrevista a nuestro colega Lorenzo Díaz en nuestra versión papel, número 183 para los ratones de biblioteca. La primera perla no tarda en aparecer. “Hay cocineros de primera que ponen su firma en ágapes mediáticos pero luego no cocinan, están missing, y ese no es mi estilo. Un cocinero para merecer honores debe crear. La creación culinaria es una exigencia para todo amante de los fogones. (...) Puede que perdamos popularidad, negocio, presencia en los medios. Pero yo digo como Josep Plà: cojonadas. Nosotros mantendremos nuestro restaurante mientras la gente de nuestro país nos siga animando a no olvidar aquella máxima de Joan Miró: ‘para ser universales no se puede dejar de ser locales’, argumentaba cuando despuntaba el debate de la globalización del sabor y de tantos otros placeres.  

 

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Al cocinero le ponía de los nervios que le hablaran de cocina española, y se refería a esta olla podrida y poderosa que es la piel de toro como una suma de cocinas regionales. Eso sí, hacia la salvedad de cincelar una imagen fija para la culinaria catalana, con rasgos y señas de identidad muy marcadas. “La cocina moderna catalana aparece de la mano de Ramón Cabal y su gran restaurante Agût d’Avignon. Es la época de los buenos restaurantes en Barcelona. Reno, Finisterre y Quo Vadis eran los tres grandes templos burgueses de la ciudad. Había escasos gourmets que demandasen exquisitices. Pero pronto aparece en el mercado una nueva y poderosa clientela: sujetos procedentes de estratos sociales intermedios que habían estado al margen de la buena mesa. Se incorporan elementos de la burguesía intelectual que provienen de la izquierda comunista y se genera, gracias a la serie de Pepe Carvalho, toda una filosofía lúdica donde la comida tiene un gran protagonismo. Yo soy fruto de una cultura de izquierdas que ve en la gastronomía una parte de nuestra identidad nacional y creía que en aquellos años faltaba personalidad en la cocina catalana. Es cuando me planteo hacer una revolución. Es cuando empiezo a recorrer toda Europa con mi mujer, Àngels, y nos dedicamos a meter las narices en los fogones ajenos. Debo constatar que la visita a Arzak y a elBulli fueron definitivas en mi vida de cocinero”.  

 

 

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En orden político/social, agradece al pujolismo “haber recuperado señas de identidad y recuperado dignidad como país”, y confiesa haber ido “a contracorriente siempre y ahora con éxito me pasa igual. Estoy siempre a la defensiva por razones muy claras. A mí se me acusa de ejercer de catalán. ¿Y eso es malo? ¿Es delito expresarme en su lengua y reivindicar sus costumbres?¿No es una aberración atacar a alguien porque defienda sus rasgos nacionales?”. La onda expansiva del gurú se ramificó en Madrid (Santceloni, añorado dos estrellas), Barcelona (Evo, una luminaria) y Toledo (Tierra, otra estrella más). Luego llegaron Ossiano (hotel Atlantis, Dubai), Bouquet (Hotel Hesperia Tower, Barcelona) y el mencionado Santi (hotel Marina Bay, Singapur).

 

Las malas copias de Adrià

 

Con sarcasmo, Santi muestra admiración por su antagonista Ferran Adrià, a la vez que tuerce el gesto “con las coñas mediáticas en las que está metido”, y carga las tintas con ese vivero estandarizado y falto de talento (por pura imitación) que pasó por Cala Montjoi. “Adrià genera clónicos y ya hay más de un millón por toda España. Yo no. La cocina de Adrià, aunque él personalmente borda sus fórmulas, se puede plagiar y ha entrado, desde mi punto de vista, en un mundo industrializado. En mi caso no es posible. La mía tiene otro misterio y es muy difícil de imitar (...) Yo doy una imagen dura, de nacionalista con barretina. Parece que yo soy un peligroso competidor al que hay que dejar en fuera de juego”. Persecuciones y egolatrías aparte, su óbito a muchos miles de kilómetros de su perímetro íntimo no hizo más que mitificar al personaje y cincelar su leyenda de niño terrible y cariñoso. Dos años sobrevivió su restaurante gracias al pulso de Xavier Pellicer. Pero las cuentas no cuadraban, y la oronda sombra de Santi resultó insoportable. El cierre sobrevino en 2015. En la actualidad, su hija Regina trata de aglutinar el legado del Universo Santamaría, una galaxia inabarcable que proyectó contener en nuevo restaurante en Jerez, pero que a día de hoy no tiene visos de cristalizar. 

 

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Sea como fuere, casi todas las reflexiones del chef aún siguen candentes, aunque sus dardos y diatribas no coincidieran en el tiempo con la eclosión y la polvareda que hoy generan las redes sociales. Delicioso resulta fabular qué látigo sacaría hoy Santamaría respecto a tanta espuma catódica, a tanta vacuidad en congresos y ponencias, a fusiones imposibles, a viajes a la nada, a tanta estrella Michelin inmerecida...  

 

 

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