Birmania resplandeciente

Myanmar, un recorrido por Asia tal como era hace siglos

Lunes, 09 de Junio de 2014

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La antigua Birmania es un país misterioso que encierra algunos de los lugares más mágicos de Asia. Pagodas rutilantes de oro, evocadores restos de capitales antiguas, paisajes bellísimos y una cultura budista todavía inviolada. Francisco Po Egea

Durante su larga historia Myanmar ha vivido al margen de sus vecinos. Antes, a causa de sus fronteras, dos mil kilómetros de costas recortadas e inaccesibles y otros tantos de montañas cubiertas de nieve o de junglas impenetrables que han filtrado las influencias de sus vecinos: India y China. Cuando en la segunda mitad del siglo XX la geografía dejó de ser un obstáculo, la voluntad de sus dirigentes de cerrar el país a toda influencia extranjera mantuvo a Birmania apartada del mundo.

 

Hoy, Myanmar ha entreabierto sus puertas a la democracia y al desarrollo. Todavía no hay muchos turistas, escaso tráfico y poco cemento. Yangón, la capital, antes llamada Rangún, seduce por la abundancia de árboles, lagos y terrenos verdes. Brillantes estupas dorados coronan las colinas, mientras que mercados callejeros y monjes de túnicas granates añaden su colorido al relajado devenir diario. El centro de la ciudad es una fascinante mezcla de edificios victorianos, bien repintados unos, ajados otros, construidos por los británicos hace siglo y medio.

 

Un centro que los birmanos, mon, shan, karen, las etnias del país, han ido ocupando. Aquí encontramos la calle de los escribientes; más allá, la de los dentistas, la de los limpiadores de oídos, los vendedores de jarabes y ungüentos. En esta otra, tiendas abarrotadas de las mercancías/milagro del bienestar: transistores, móviles y portátiles pasados a lomos de caballería por las montañas o descargados, con la complicidad de los aduaneros, de los barcos que llegan al puerto.

 

“Y, entonces, un misterio dorado se levantó en el horizonte, una maravilla resplandeciente y magnífica que brillaba al sol.” La vieja pagoda de Shwedagón domina la ciudad. Impresionó a Rudyard Kipling y a todos los viajeros que la han contemplado. Hay que subir a la colina sobre la que se asienta, al atardecer, como hacen los locales, cuando la temperatura es más suave. Hay ascensores, pero es mejor para la curiosidad del viajero y para su karma ascender a pie y descalzo los 104 escalones que llevan hasta el gran estupa, cubierto por 800 kilos de oro y coronado por un bulbo con 5.000 piedras preciosas.

 

Entre los aromas del incienso y de las flores de jazmín y del naranjo el va y viene es incesante. La escalinata está bordeada de tiendecillas donde los fieles se surten de las mil y una ofrendas para depositar ante sus imágenes preferidas: bastoncillos de incienso, frutas, pequeños parasoles de papel y, sobre todo, las laminillas de oro para pegar al estupa. Los días de gran fiesta estas minúsculas lentejuelas flotan en el aire, creando una aureola en torno a imágenes y santuarios. La luz dorada ya no es tan solo una metáfora poética.

 

Alrededor del gran estupa proliferan las capillas, los porches y los santuarios donde los budas, sentados, de pie o tumbados, hechos de bronce, de yeso o de madera se prolongan hasta el infinito. Hombres y mujeres visten el longy, falda ligera de algodón anudada a la cintura. Ellos llevan su chaqueta de tela negra, mientras ellas se adornan el moño o la trenza con flores frescas. Se viene en familia, se encuentra a los amigos, a la novia. Se reza, se medita, se conversa, algunos meriendan, otros duermen. Algunas parejas, incluso, se abandonan al amor. En Oriente no hay distinción entre lo sagrado y lo profano. Para los budistas, como para los hindúes, la vida misma es la más sublime de las oraciones.

 

Es, luego, el momento de degustar la cocina birmana en los viejos o nuevos restaurantes que proliferan en la capital. Con influencias de India y China, tiene sus particularidades regionales. La comida típica se compone de un curry de carne, acompañado de arroz, de un caldo y de numerosos platitos de verduras. El curry se prepara con ajo, jengibre, cilantro, guindillas, cebolla y mucho aceite, y se acompaña de ngapi, una pasta salada y fuerte de pescado o marisco. Se sirven también pescados frescos y ricas gambas de mar o de río, y ensaladas que incluyen mango y brotes de bambú.

 

Pero el alma de la vieja Birmania se encuentra en sus dos antiguas capitales, Mandalay y Bagán. Si Yangón vive con cincuenta años de diferencia con las otras capitales asiáticas, Mandalay vive todavía en el siglo XIX, cuando su último rey hubo de tomar el barco que Ayayerwadi abajo le conduciría al exilio. Perdió, entonces, su estatuto de capital, pero continúa siendo el centro de la cultura birmana y guardiana de sus artes y tradiciones.

 

De la que se llamó “la ciudad de oro”, quedan hoy los seis kilómetros de colosales murallas de ladrillos rojos y los fosos llenos de aguas limosas sembrados de jacintos que encerraban templos y palacios. Al pie de la Mandalay Hill, coronada de pagodas como es norma, la Kuthodaw rodeada de 729 monolitos de mármol blanco con la ley budista en ellos inscrita, es una visión impresionante. Como lo es el templo Mahamuni, sede de la imagen-icono de la ciudad, un buda de cuatro metros de alto engordado a lo largo de los años por los fieles con más de 15 cm de espesor de láminas de oro.

 

Mandalay es también la ciudad de los bonzos. Todos los miembros ilustrados del clero birmano han estudiado en alguno de sus monasterios. Cada día, al amanecer, como en la capital y en todo el país, miles de monjes, cubiertos con sus túnicas color azafrán y con el cuenco de laca entre los brazos, se dispersan por la ciudad para recibir su comida. No mendigan, sino que ofrecen a los donantes la oportunidad de mejorar su karma con una buena acción. Por las tardes desaparecen en las salas de estudio y meditación. Aunque en Yangón se les encuentra en el cine o en el estadio.

 

El frescor de la mañana nos encuentra en Bagán. Las primeras pagodas se asoman a la orilla del río. Cincuenta y cinco reyes durante doce siglos llenaron la llanura de Bagán, junto al majestuoso Ayeyarwady, de templos, pagodas y estupas por millares. En el siglo XIII había más de doce mil ocupando la llanura. Aquí nació la civilización birmana, conquistadora, artística y ferviente. Sin embargo, en solo dos batallas, las tropas mongolas de Kublai Khan, a las que seguía, curioso, Marco Polo, destruyeron Bagán y su gran cultura.

 

El río se apodera, poco a poco, de las tierras; los terremotos dañan los edificios, los murales y las estatuas. Todavía un centenar de templos permanece en buen estado; de otros cinco mil solo se ven ruinas. Bagán no tiene la grandiosidad de Angkor o el valor artístico de Borobodur. Sin embargo, cuando se contempla al atardecer desde lo alto de una de sus pagodas, no hay lugar más evocador y romántico en toda Asia que esta pluralidad de siluetas adormecidas sobre la ancha llanura, junto al río poderosamente tranquilo y el contraluz, al fondo, de unas montañas inalcanzables. La puesta de sol es un rito para el viajero en Asia. Aquí se convierte en una meditación intemporal.

 

Se puede optar por la visita en bus o en una graciosa tartana tirada por un caballito trotón. Pero la gran experiencia se tiene desde el aire, suspendidos de un globo cuando las brumas del amanecer se levantan y envuelven en su velo templos y ruinas. Colofón mágico de un viaje para soñar.

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