Ínsula para el deleite

Córcega, Mediterráneo salvaje y refugio de Napoleón

Lunes, 07 de Abril de 2014

Tres veces mayor que Mallorca, este continente en miniatura esgrime a modo de señas de identidad palabras como vendetta, maquis o patente de corso. Pero su definición más certera la hicieron quienes la llamaron “la ínsula más hermosa”. Pedro Javier Díaz-Cano

Napoleón Bonaparte presumía de saber que llegaba a su patria chica solo con el aroma de las mil flores del maquis, la vegetación más característica de una isla que los griegos, buenos conocedores de las ínsulas mediterráneas, llamaron Kallisté, “la más bella”. Tampoco le faltaba razón al escultor César, quién, cuando pisó Córcega por primera vez, exclamó con su acento impregnado del sol mediterráneo: “¡Hay que estar loco para ir a buscar al fin del mundo lo que tenemos al alcance de la mano! Aquí todo es fascinante”.

 

Su accidentada orografía ayuda bastante a ello, pues tiene una estética diferente a la de las otras islas del Mare Nostrum: más agreste, escarpada y áspera. Son las montañas las que le imprimen su carácter inquebrantable y su nobleza, con sus casi 1.700 picos que oscilan entre los 300 y los 2.710 metros del Cinto, la cima más alta. Por eso, no extraña que el geógrafo alemán Ratzel la piropeara con el certero halago de “una montaña en el mar”.

 

Córcega reúne todos los ingredientes para saborearla con los cinco sentidos y disfrutar la inmensidad de su belleza. Además de la vista, el oído, el tacto y el gusto, en Córcega es el sentido del olfato el que termina rindiéndonos a sus pies. Su ecosistema característico, el maquis, ha dado nombre universal a lo que en España conocemos como monte bajo. En su apretado manto de matorrales y arbustos –tan impenetrable como una selva tropical– se entrelazan enebros, madroños, retamas espinosas, madreselvas, brezos, espliegos y orquídeas, que en primavera desprenden una embriagadora fragancia cuya atmósfera convierte a Córcega en la isla de los mil y un perfumes.

 

Carácter indomable
Desde la más remota antigüedad, Córcega sufrió continuas invasiones por hallarse en plena encrucijada marítima del Mediterráneo. Fue zaherida por íberos, etruscos, griegos, fenicios, cartagineses, romanos (quienes rebautizaron la isla con el nombre de Corsica), vándalos, bizantinos, lombardos, árabes, aragoneses, pisanos, genoveses, ingleses y... franceses, sus actuales propietarios desde que en 1768 la compraron a los genoveses.

 

Sin embargo, ninguno de sus invasores pudo someterla, pues los corsos se han caracterizado siempre por su altivez y su orgullo, indomable como su tierra. En el carácter corso anida un temperamento típicamente mediterráneo, muy latino, aunque con una gran personalidad propia. Celosos de su independencia, poseen un sentido del honor casi siciliano, pero en su perfil destacan rasgos como la caballerosidad, la nobleza, el culto a la autoridad paterna y la susceptibilidad. La familia, presidida por el patriarca pero modelada y conducida bajo cuerda por la Mamma, es el pilar básico sobre el que se asienta todo el entramado social. Valga una cita de Stendhal para resumir su forma de ser: “Son, en suma, corazones ardorosos que, para sentir la vida, necesitan amar u odiar apasionadamente”.

 

Aceite de oliva, queso y viñedos
El paisaje abrupto es el que da personalidad a la Córcega profunda, que hay que ir a explorar hasta lo más íntimo de la isla. No en vano, la población isleña de pescadores, cansada de ser invadida, se recluyó en el interior y se recicló, dedicándose a la agricultura y el pastoreo. Córcega no consiguió subirse al tren de la modernización industrial del siglo XIX y su economía se sustenta eminentemente en el sector agropecuario, aunque los ingresos debidos al turismo son hoy por hoy los más relevantes. El aceite de oliva, el queso –parte de cuya producción se envía a Roquefort para elaborar su famoso queso azul de intenso sabor–, el tabaco, los embutidos y la miel son artículos de exportación en alza.

 

El más puro espíritu de Córcega se encuentra en Corte, la que fuera capital de la república independiente allá por el año 1755. Aquí fue donde Pasquale Paoli, padre de la patria corsa, redactó la primera Constitución democrática del mundo. Corte es encantador, un pueblo vivo donde la chiquillería juega en la calle hasta altas horas de la noche cuando hace buen tiempo. El paseo por las plazas Paoli y Gaffori es delicioso y termina en el mirador de la ciudadela, situado en lo alto de un risco, desde donde se divisa una impresionante vista panorámica. A nuestros pies, dos lugares de una enorme belleza flanquean la villa: por un lado, el valle de Restonica que conduce hasta el lago glaciar de Melo; y por otro, las impresionantes gargantas del río Tavignano.

 

A propósito de costumbres, la tradición del canto coral se remonta a tiempos inmemoriales. Las polifonías corsas, que los Muvrini, Petru, Guelfacci, Jean-Paul Poletti, Patricia Poli y otros contribuyeron a difundir por el mundo, expresan toda la autenticidad de esta tierra. Las paghjellas son unas peculiares melodías, muy ancestrales, que se cantan a tres voces y sin acompañamiento musical, a capella. Cada año los lazos entre los artistas de la isla y sus vecinos se estrechan un poco más gracias al festival de canto Festivoce, que se celebra en la primera quincena de julio en el pintoresco pueblo de Pigna, un marco tan evocador como la propia comarca de Balagne.

 

Ajaccio, la patria chica de Napoleón
Ironías de la historia, fue un corso el que arruinó el sueño de independencia de Córcega y la devolvió a su madre adoptiva, Francia: Napoleón Bonaparte. Nacido en Ajaccio el 15 de agosto de 1769, el “Gran Corso” quebró cualquier atisbo de autonomía de la isla en su afán por crear un imperio que llegó a abarcar buena parte de Europa. No faltan los que peregrinan a Ajaccio para rendirle pleitesía en los mismos lugares, ahora sacralizados, por los que transcurrió la infancia del héroe galo por antonomasia. Hay varias estatuas del emperador en sus plazas y pueden visitarse su casa natal y los salones napoleónicos del Hôtel de Ville (Ayuntamiento).

 

No obstante, el mayor encanto de Ajaccio es pasear por su barrio antiguo y acercarse a comprar productos regionales al mercado central, que se instala todas las mañanas en la Plaza de la Marina. Y si hablamos de señas de identidad de Córcega, además de las torres, puentes y ciudadelas legadas por los genoveses, hay que citar a su árbol emblemático: el castaño. Da nombre a la comarca de la Castagniccia y durante siglos sus frutos, las castañas, fueron la base alimenticia para sus moradores y para el ganado porcino, además de aprovechar su madera para fabricar muebles y toneles.

 

Para un mayor goce de la isla en verano, una somera recomendación de algunas playas debe incluir las de Santa Giulia y Palombaggia (a 7 y 12 km, respectivamente, de Porto-Vecchio) o el paradisíaco arenal de Saleccia, en el sector litoral oriental del ‘desierto des Agriates’, al norte de la isla. En esta última, frecuentada por nudistas, se filmaron las escenas del desembarco de Normandía de la película El día más largo.

 

En cuanto a las calas, cualquier visita a Córcega puede darse por bien empleada solo con extasiarse ante las espléndidas vistas del golfo de Porto desde la hermosa ensenada de Ficajola. Es entonces cuando, rememorando aquella sentencia anónima, podríamos armarnos de valor y decir: “Ver Córcega y morir”. 

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