Fragancia bajo la tierra

Trufas negras de invierno

Jueves, 18 de Abril de 2013

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Los esfuerzos desempeñados por las autoridades de la provincia de Huesca para desarrollar plantaciones de trufa cultivada están reforzando a esta delicatessen como un producto emblemático de la alta gastronomía. Álvaro López del Moral

La subasta que tuvo lugar en la última edición del certamen MadridFusión volvió a revalidar todas las expectativas en torno a la trufa negra de invierno. En una progresión paulatina de cien euros, la puja fue ascendiendo hasta que un contundente mazazo determinó que el kilo de Tuber melanosporum facilitado por la Diputación Provincial de Huesca por motivos filantrópicos (la recaudación estaba destinada a subvencionar los costes de la Fundación Luis Ganella para la atención de mujeres discapacitadas) había llegado a alcanzar un precio final de 5.500 euros. Una cantidad nada desdeñable en los tiempos actuales, que, al parecer, fue abonada por el cocinero de la cadena hotelera Iberostar Honorato Spina, quien no dudó en asegurar que pensaba utilizar estos hongos aromáticos como regalo de cumpleaños para un amigo suyo.

 

Al margen de cualquier otra consideración, semejante cifra nos lleva a cuestionarnos qué secreto esconden estos condimentos, telúricos y minerales, cuyo perfume no solo es capaz de enriquecer hasta el extremo los alimentos con los que son cocinados sino que, en muchas ocasiones, llegan incluso a difuminarlos bajo una escala de tonalidades que los transfiere a una nueva dimensión del placer organoléptico. De igual modo, conviene considerar qué condiciones requiere el cultivo controlado de tan fragantes tubérculos, que han conseguido convertir los suelos del Prepirineo aragonés bajo los cuales fructifican en una suerte de laberinto olfativo donde deambulan a sus anchas mamíferos y roedores, contribuyendo a diseminar sus esporas y a expandir su ámbito de producción.

 

Amor o necesidad
Para descubrirlo será necesario trasladarse hasta el Valle de La Fueva, situado en el municipio oscense de Tierrantona, en la comarca de Sobrarbe. Allí tiene su plantación el truficultor José Luis Araguás Lanau, de 70 años de edad. Se trata de cuatro has de terrenos calcáreos, secos y soleados, poblados por robles, avellanos y encinares, que comenzaron a ser plantados en 1992. Bajo ellos ejerce su mandato la reina de nuestras trufas, practicando un delicado ejercicio de equilibrio medioambiental que se prolonga durante años.

 

Porque la historia de este hongo es también la de un dilatado romance con la especie forestal que le da vida; o, por lo menos, la de una relación de estrecha necesidad: asociándose a la raíz del árbol que lo cobija, el hongo facilita a la planta todo lo que esta no es capaz de asimilar directamente del suelo y, además, la protege, revistiéndola a base de micorrizas. A cambio, ella le suministra aquellos nutrientes que él no es capaz de sintetizar y un sustrato sobre el cual poder reproducirse. Estamos hablando de un proceso que puede durar entre un lustro y una década (momento en el que se considera que las trufas ya tienen un tamaño suficiente como para ser recogidas). Durante este periodo, lógicamente, los hongos se encuentran expuestos a la influencia de numerosos factores externos. Todo ello convierte a la truficultura en una actividad muy complicada para quien vive de ella.

 

José Luis comenzó a hacerlo a los 16 años, cuando era casi un niño; y aprendió el oficio gracias a la competencia, ya que los oscenses no comenzaron a interesarse por este producto hasta 1940, cuando vieron cómo los catalanes de la comarca de Osona venían a buscar sus tubérculos hasta la zona de Graus. “Las cosas han cambiado mucho”, sentencia con aire austero, mientras corretea detrás de sus dos perras, Simba y Blanquita, que no paran de hozar bajo las encinas hasta alzarse con el fruto de sus desvelos caninos: las trufas negras de invierno, delicias autóctonas que hasta hace bien poco se comercializaban todavía fuera de nuestras fronteras como “trufas del Périgord”, y cuyo precio medio en el mercado, salvo excepciones puntuales como la mencionada al principio de este reportaje, puede variar entre los 300 y los 900 euros el kilo.

 

“Gracias a los esfuerzos desarrollados por la Diputación hoy las trufas negras de Huesca tienen un prestigio propio”, asegura José Luis. “Se ha avanzado mucho en el análisis de los suelos y el control en el vivero, que supone una ayuda importantísima para evitar que la Tuber melanosporum pueda verse contaminada por otros hongos, como la trufa de verano, la machenca o la china, por ejemplo. Si se diera ese caso, habría que rechazar de inmediato toda la cosecha y supondría un verdadero desastre”.

 

Hacia el cultivo controlado
Una muestra clara de la implicación del Gobierno Aragonés a la hora de potenciar este artículo de lujo como emblema de la gastronomía local ha sido la puesta en marcha del Centro de Investigación y Experimentación en Truficultura (CIET) de Graus. Creado en 2009, en él se presta micorrización asistida a la totalidad de la producción trufera de la zona (1.000 has de campos), se realizan bioensayos y se sigue paso a paso todo el proceso, con especial atención a la certificación de las plantas y el control de las condiciones que conducirán a las plantaciones de trufas cultivadas. El tratamiento comienza sembrando bellotas, que, una vez germinadas y ya con una raíz de unos 20 cm, son puestas en contacto con el hongo (tras haber sido micorrizadas previamente con esporas de trufa). Una vez conseguido esto se colocan en cubetas individuales y se conservan en el invernadero un año, manteniendo unas condiciones climáticas que garanticen la supervivencia de la planta.

 

Transcurrido este período ya pueden ser trasplantadas a la plantación, donde se les colocan unos tubos para protegerlas de las inclemencias climatológicas y el ataque de cualquier especie animal posible. Pasados uno o dos años, se retira el protector, puesto que las raíces ya habrán arraigado en el suelo. Es el momento de armarse de paciencia y, sin dejar de inspeccionar las condiciones de riego y de poda, esperar a que todo este procedimiento termine dando como resultado unas suculentas trufas cuyo aroma y cualidades no difieren de las silvestres y cuentan con un riguroso aval de calidad.

 

Uso en cocina
Semejante empeño se ve después reflejado en la gastronomía local, donde la melanosporum ha adquirido una especial relevancia en estos últimos años. El empleo de dichas trufas no se limita a la condimentación. Pueden consumirse crudas o cocidas, cortadas en láminas, en rodajas o en dados, en forma de jugo, de fumet o de esencia. Por lo general, sus propiedades se propagan de manera muy adecuada en soportes grasos o con cierto contenido alcohólico, como estofados, foies, aceites, tortillas, mantequillas, salsas y quesos.

 

La alta cocina ha abrazado el empleo de trufas negras oscenses con amplitud de criterios. Así quedó demostrado recientemente en el restaurante El criticón, durante las jornadas promocionales Trúfa-Te, organizadas por la Diputación Provincial de Huesca. En ellas, chefs de tanto nivel como Carmelo Bosque, Iván Solà y Jérôme Bondaz, el nuevo cocinero de Can Fabes tras la desaparición de Santi Santamaría y la salida de Xavier Pellicer, aunaron esfuerzos para preparar un menú donde pudieron degustarse platos como Consomé trufado acompañado de láminas de coles y cebollas; Arroz con trocitos de tendón y tuétano con trufas; Rodaballo con nabos negros y glacé de trufa y Solomillo de ternera mechado con alcachofas y salsa Périgueux, entre otras muchas delicias, con la melanosporum ocupando siempre un lugar prioritario. 

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