De la cocina a la tele
Chicote desencadenado
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El acreditado chef Alberto Chicote se convierte en una estrella mediática, dispuesto a poner en su sitio a la hostelería popular de este país, un afortunado quiebro a su larga trayectoria como cocinero por cuenta ajena. Saúl Cepeda
Viendo su programa de televisión, cualquiera diría que Alberto Chicote tiene malas pulgas.
Cuando entra en un establecimiento, su mirada es la de un perro de presa, feroz e implacable. Reprende en cada frase, incluso cuando no se arma de palabras malsonantes, con voz grave, cazallera. Descubre a manotazos los esqueletos encerrados en las cámaras frigoríficas de restaurantes que se hallan en estado terminal y detecta, heterodoxo, como un Harry el Sucio de los fogones, las prácticas más deficientes de empresarios mediocres que habían rogado por su salvación a la productora del programa.
Sin embargo, el cocinero que encabeza “Pesadilla en la cocina” (PELC) en La Sexta (versión española del formato de telerrealidad “Kitchen Nightmares” iniciado en 2004 por el chef británico Gordon Ramsay –un perfil muy distinto al de Chicote–, presente en 20 países) quizás se haya convertido en el mejor divulgador posible del complejo negocio hostelero, una de las piedras angulares –no quepa ninguna duda– de la economía de este país.
De vocación, él mismo
Alberto Chicote no es uno de esos cocineros vocacionales.
“Mira, a mí me gustaba tanto 3º de B.U.P. que lo hice dos veces, y luego cuando me gradué, con 17 años, pedí orientación a mi tutor y este me dijo que hiciera imagen y sonido, que a mí no me apetecía mucho. Como yo tenía en la cabeza que quería ser bombero o cocinero, no sé muy bien por qué, le pregunté que cómo se hacía eso último y me dijo que había una escuela de cocina en la Casa de Campo y otra de alta cocina en Lausana. Yo, que no sabía de otros restaurantes que de los de bodas, bautizos y comuniones a los que había ido, flipé con eso de la cocina y la alta cocina”.
Solicitó plaza en la Escuela de Hostelería de Madrid, situada en la Casa de Campo (en la que precisamente estudió, por ejemplo, Juan Mari Arzak) y fue aceptado. “La gente alucinó cuando me admitieron, y me preguntaban si me había recomendado alguien; pero, la verdad, yo solo me inscribí y después me llamaron”. Chicote estudiaba por las mañanas y hacía prácticas por las tardes. Trabajó eventualmente con Ange García, Belén Laguia y Toñi Vicente, así como en Suiza, donde su vocación asesora ya se hizo palpable, cuando participó en la transformación de un establecimiento helvético en restaurante español; además de ocuparse, posteriormente, en un weinstube (una taberna en la que se sirven vinos). Hizo callo con el maestro de maestros Salvador Gallego en Moralzarzal, para luego dirigir su primer proyecto, El Cenachero, donde demostró que era cocinero antes que fraile, dominando la tradición como paso previo a convertirse en avezado pionero de la fusión entre el Mediterráneo y el Lejano Oriente en Nodo (hoy cerrado, según dicen, por reformas); restaurante donde ejercería como chef 15 años, algo ensombrecido, por cierto, a causa de la arrogancia de quien promovió aquel negocio. Allí, en Nodo, con intuición didáctica y perspectiva curiosa, marcó un antes y un después en la gastronomía española, componiendo la brigada multiétnica más resolutiva del país, un plan de ruta que llevaba la fusión más allá de lo culinario. Su visión sería luego replicada con éxito en numerosas ocasiones y él mismo la repetiría en Pandelujo, proyecto de casa de comidas contemporánea hermanado, en lo societario, con Nodo.
Chicote es un cocinero que atesora un buen número de galardones. Sus recetas y opiniones figuraban ya, de forma acreditada, en medios de comunicación, mucho antes de su boom mediático, con hitos cinematográficos como su notable participación en el documental “El pollo, el pez y el cangrejo real”. Hoy, libre de sujeciones a terceros, desencadenado de lealtades contraproducentes, afronta un porvenir rutilante que, por fin, concuerda con su gran nivel profesional y, sin duda, beneficia a la totalidad de un sector que, en estos tiempos de incertidumbre, resulta ser mucho más grande y significativo de lo que los aficionados a la gastronomía creen.
Cocinero sin cocina
Directo como un puñetazo de Manny Pacquiao en el mentón, Alberto Chicote se ha convertido en un gurú de la honestidad, quizás el valor que más echa de menos la ciudadanía en estos momentos; igual que Ferran Adrià lo es de la creatividad, tras su paso rutilante por unos años en los que toda magia parecía posible. Para conseguirlo, Chicote, curiosamente, ha tenido que despojarse de aquello que convierte a un cocinero en lo que es: de su cocina. Como el “Caballero sin espada” de Frank Capra, y tras el natural baile selectivo y estratégico de todo proyecto catódico, Chicote fue elegido como protagonista de PELC, programa que ha disparado los índices de audiencia de La Sexta con una premisa sencilla: restaurantes en apuros solicitan la ayuda del chef para salir del paso.
“Cuando entro la primera vez en un restaurante, que es justo cuando me ves cruzar la puerta en el programa, pregunto siempre lo mismo: ‘¿Cuál es el problema?’ Y la respuesta también es idéntica: ‘No lo sabemos’. En la prensa gastronómica estáis acostumbrados a los Fórmula 1 de la cocina, donde el peor de todos resulta que es un cocinero de la leche... pero tenéis que ver unas cuantas cosas en la calle para haceros una idea de en qué consiste, de verdad, esto de la hostelería”.
La aproximación de Chicote a la complejidad del negocio hostelero es rotunda, aunque investida de un poderoso conocimiento de causa, emocional y genuino, el de un hombre que sabe perfectamente de qué va la guerra. “Al principio pensaba que la pesadilla se la iba a dar yo a los dueños de los restaurantes, pero la pesadilla es toda mía: te juro que los días que dura cada rodaje casi no duermo (...) Mi empatía con ellos es total”.
El cocinero aborda con rudeza las entrañas de restaurantes en caída libre, haciendo la biopsia de empresas moribundas como si de un patólogo se tratara, a fin de identificar la causa persistente de lo que parece un fracaso inevitable. “Oye, que yo como en esos restaurantes justo antes de ver la cocina”, nos dice, “que si tuviera que hacerlo después, seguramente no lo haría”.
Así se entiende que en uno de sus primeros programas encontrara el cadáver de un ratón en un lavavajillas.
“Lleva meses ahí”, dijo uno de los empleados con naturalidad.
Las palabras que expelió Chicote entonces no se pueden reproducir aquí.
Gastrotelerredención
Una vez identificado el problema, Chicote lidia con caracteres variopintos (y con la pura idiosincrasia española, en realidad –incluso cuando trata con extranjeros instalados en el país–, repleta de orgullos mal entendidos y escasa autocrítica), desde los propietarios hasta los empleados. En una época de corruptelas en la que parece que todo vale, el chef se enfrenta a algo más grande que la supervivencia de un restaurante y quizás, por eso, cautiva a unos espectadores desencantados. Chicote investiga, entiende, crispa, castiga... aunque a la postre (y he ahí lo fundamental de una fórmula dirigida a una audiencia huérfana de soluciones) arregla y, si el compromiso y la lucha por buscar la excelencia existen, perdona.
“Aquí, si estás dispuesto a hacer bien las cosas, se te perdonan todos los pecados pasados... ¡pasados, eh! (...) De los restaurantes que hemos ayudado en la primera temporada, hay dos que han cerrado ya... y, oye, me hubiera gustado que Óscar de Castro de Lugo (Chicote llegó a vomitar en este restaurante ante la suciedad del mismo) y Rafa de Da Vinci hubiesen salido adelante, pero que otros diez sigan en el negocio y prosperen me parece una buena proporción: estoy muy satisfecho”.
Y es que tras años de cocineros habitando en los medios con juegos de magia culinaria y su gesto más amable, el programa de Chicote nos ha mostrado la realidad cotidiana de un sector atomizado, íntimamente patrio, repleto de unidades de negocio que muchas veces sobreviven por puro azar. “Te sorprendería la cantidad de restaurantes que ponen los precios de sus platos porque los copian de la carta de otros del barrio”, dice a modo de ejemplo. “Muchas veces no tienen ni la menor idea de cocina, porque en este país un tipo recibe cuatro lecciones, se pone un mandil y resulta que ya es cocinero; pero tampoco saben cómo llevar un negocio o cómo tratar a sus empleados”.
Abrir un restaurante o un bar ha sido y sigue siendo el refugio imaginario de millones de personas en España, sin más formación hostelera que su propia experiencia en la mesa. No pocos atrevidos lo llevan a la práctica, colisionando, en el proceso, con un paradójico negocio, a veces agradecido a veces árido, que, cuando se hace bien, resulta riguroso, sensato, siempre nacido de una inclinación por satisfacer el paladar ajeno.
En esta amalgama de restaurantes nacidos del azar es fácil caer en la mediocridad, e incluso en la deficiencia. El chef Chicote es el Juez Dredd de las cocinas: policía, fiscal, juez, jurado –incluso verdugo–; pero también CSI, auditor, cura, negociador de paz, psicólogo y otras tantas cosas. Lo mismo evacúa a los clientes de la sala ante el riesgo inminente de catástrofe alimentaria como le lee la cartilla a gritos al cocinero más puerco o concilia la amistad entre socios incidentales e irresolutos. Todo durante una frenética puesta en escena, un montaje televisivo en el que siempre suceden cosas, con la expectativa de que la siguiente anécdota sea superior a la precedente. Así ocurren episodios tan insólitos como que el cocinero chino de un restaurante japonés aprendiera a hacer sushi mirando vídeos en Youtube, que los camareros indios echen de la cocina al chef mentando a Vishnu, que la comida podrida acumulada durante meses en una cámara cree atisbos de una nueva civilización o que unas croquetas sean tan duras que parezcan elaboradas “con lo que se hacen las cajas negras de los aviones”...
Y, sin embargo, esos restaurantes existen. Y vendrán más.
“Si una persona que haya visto la primera temporada de PELC”, asegura Chicote, “quiere montar un bar o un restaurante, ya te digo yo que se lo plantea desde otra perspectiva”.
Decía Manuel Vicent que una de las actividades más suicidas que podía llevar a cabo un ser humano era “comer en un restaurante desconocido”, un lugar público en el que, habitualmente, no sabemos del todo el qué, quién, cuándo y cómo de lo que nos va a suceder. Chicote ha desvelado lo que se cuece en algunas cocinas españolas como elefante en cacharrería y se pregunta: “¿Por qué un pescadero me puede vender una merluza con anisakis que luego yo voy a tener que tirar en el restaurante? ¿Por qué los huevos, bajo presunto control sanitario, se pueden usar en casa y no en la hostelería? Buena parte de las barbaridades que se acaban haciendo en muchos restaurantes vienen porque las leyes que afectan al control alimentario están mal hechas, mal articuladas y con pocos medios para poder controlar lo que nos comemos. Hay muchas cosas que arreglar, dentro y fuera de las cocinas”.
Ha comenzado el rodaje de la nueva temporada. Dentro de poco, trece chaquetillas más; trece historias –esperemos–, de conflicto y superación. Si, como en la edición americana, Chicote termina haciendo un revisited, un retorno a los locales por los que pasó, podremos comprobar si, además de parecerlo, el método funciona.
Ya lo sabe: si tiene un restaurante y no sabe qué hacer con él, llame al 918341104. Quizás Chicote pueda ayudarlo.


