Arzak al cuadrado

Arzak y Arzak

Viernes, 30 de Noviembre de 2012

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Padre e hija, recorriendo la trayectoria del apellido más ilustre de la cocina española para descubrir que tanto pasado como presente y futuro son, en sus manos, la misma cosa. Saúl Cepeda

Juan Mari Arzak Arratibel (1942) es el mejor cocinero de España.
Esta afirmación rotunda y aparentemente simple responde a un hecho tan palmario como sencillo: a principios de los años 70 del siglo XX, el chef de San Sebastián estaba en punta de lanza de la vanguardia culinaria española.
Cuarenta años después, ahí sigue.

 

Es posible que sea, además, un caso único en el mundo. Grandes nombres como Bocuse o Ducasse hace años que dejaron de oficiar en las cocinas de sus restaurantes, mientras Juan Mari –lo ha dicho muchas veces– asegura: “moriré en los fogones”.

 

Si tomásemos sus primeras recetas publicadas, tan pronto hallaríamos unos pimientos rellenos de bacalao –plato de profunda incidencia en la cocina popular– como una cazuela de merluza y algas, insólita sintonía culinaria que, leída en su tiempo, expresaba ya los primeros efectos prácticos del cambio imparable que estaba por llegar de su mano a la cocina vasca y, seguidamente, a la mundial. Paso a paso, podríamos trazar con coherencia narrativa todas y cada una de sus especialidades a través del tiempo con hilos argumentales perpetuos, como el pastel de krabarroka (ese genial budín de cabracho concebido en 1971) –fuera antaño en forma de plato o como abreboca hoy– hasta las innovaciones de mestizaje certero. Por ejemplo, el extravagante y eficaz Cromlech de mandioca y cuitlacoche, a su manera un taco del tercer milenio. Podríamos haberlo contemplado asando un villagodio en una parrilla “que aún conservo” o departiendo con Paul Bocuse como hoy cabe verlo ideando mientras come atún escabechado en la mesa de su cocina (la mejor del restaurante) o en pleno adiestramiento de masas expectantes en cualquier foro culinario mundial.

 

Al chef de San Sebastián se le estudiará en el futuro sin duda como a un cocinero legendario, de obligada cita para generaciones que deseen recordar que cualquier pasado fue mejor, como hoy nos referimos a Auguste Escoffier o Fernand Point, no tan remotos en realidad; incluso en este mundo globalizado y frenético (contra el cual él, a su manera “glocal”, colisiona), que consume etapas a la velocidad del parpadeo.

 

“Yo cerraba los martes y tenía un grupo, y con ellos me iba a Francia a ver qué estaban haciendo allá, a tomar ideas”. Esto sucede a finales de los años 60, al hacerse cargo del restaurante, justo tras su paso por la Escuela de Hostelería de Madrid al lado de mentores como el profesor jefe de cocina Pedro Unsáin, hombre entregado a la materia prima a quien se le asignó por primera vez la expresión “titán de los fogones”; sucesos anteriores incluso a su famoso contacto con Paul Bocuse durante la histórica mesa redonda en Madrid del año 1976, el encuentro que habría de ponerlo en guardia, el que lo llevaría a acercarse a Pedro Subijana y decirle: “oye, tenemos que hacer algo para cambiar esto”.

 

Y lo hicieron. Sobre unas estrictas bases de conocimiento de la cocina tradicional. Comprendieron la estacionalidad de los productos antes de que ninguna revolución del Km 0 viniera a inventar ingredientes de la nada, anticipándose en una década a muchas premisas que el movimiento Slow Food pondría de manifiesto en su acta fundacional de Bra. “Los grandes pueblos culinarios son los que tienen una cocina ancestral: una herencia cultural, como pasa con los chinos, con los árabes, con los mesoamericanos... y con los españoles”, señala. Fueron entonces 13 cocineros (tres de ellos ya fallecidos: Pedro Gómez, Patxi Kintana y Ricardo Idiáquez) con la mirada puesta en la comprensión plena de los ingredientes en sazón, de los orígenes y destinos de las materias primas de cada temporada, manos a la obra todos, cada cual a su manera, en la composición de una personal e intransferible “nueva cocina”, partiendo de una naturaleza mucho más rica en productos que la francesa y surgida, a diferencia de la nouvelle cuisine –con origen esta en la haute cuisine–, sobre los cimientos de platos populares. La influencia de Arzak liderando este camino de forma continua a lo largo de los años es hoy indudable.

 

Y aunque Benjamín Urdiain fuera el primer chef en alcanzar las tres estrellas Michelin en España, en 1987, dos años antes que Arzak, hoy Zalacaín solo conserva una, mientras el restaurante de San Sebastián las retiene todas.

 

Por si fuera poco, después de más de cuarenta años de tránsito continuo de cocineros en periodo de formación, así como de comensales cosmopolitas por sus mesas, hoy resulta más que sencillo encontrar jefes de cocina españoles fuera de la piel de toro que mencionan el nombre de Arzak como el mejor lema posible, invocando, a veces, relaciones o estancias inexistentes. Con permiso de Ferran Adrià, que ha trascendido a gurú de lo creativo en una carrera veloz a través de los mejores años del país, el premio de la regularidad como cocinero más conocido fuera de nuestras fronteras también recala en Arzak.

 

De tal palo, tal astilla

Elena Arzak Espina (1969) tenía 20 años cuando se enteró de que el restaurante familiar acababa de recibir la tercera estrella de la Guía Michelin (las otras dos las había conseguido en 1974 y 1977). Estudiaba en la Escuela de Hostelería de Lucerna al recibir la llamada de casa. “No entendí al principio la magnitud del suceso pero, en el fondo, sabía que era algo muy importante y me alegré muchísimo”. Ella resultó seducida desde muy joven por la cocina del restaurante. Alucinaba con los platos de su padre, diciendo “yo no puedo hacer eso”, a lo que Juan Mari le respondía “a hacer eso se aprende”. Y mientras su hermana Marta –de quien afirma: “es nuestra crítica de platos más exigente. Tiene un paladar privilegiado”– eligió otro camino, Elena no escatimó esfuerzos para hacerse cocinera, involucrándose desde adolescente en aderezos, emplatados y fuegos. Tras su formación hostelera en Suiza, con prácticas en hoteles, se detuvo en cocinas como La Gavroche de Londres, Trosigros de Roanne, Vivarois o Pierre Gagnaire de París, Antica Hosteria de Ponte en Lugano o elBulli. Prueba de su extraordinaria sencillez y practicidad es que cuando nos entrega en mano su currículo, las hojas describen con precisión cada etapa temporal de su experiencia, incluyendo detalles que muchos cocineros soslayarían –como el año en que aprobó la selectividad o un curso de contabilidad y mecanografía–, al tiempo que otros hechos de relevancia supina casi pasan desapercibidos por lo sucinto y pedestre de la descripción. La reseña vital acumula en cuatro páginas premios, distinciones y estadías junto a nombres ilustres de la gastronomía, aunque ella ofrezca los papeles con la sencillez de quien busca un primer empleo.

 

“Reconozco que he usado mi apellido para formarme en los mejores restaurantes y para tratar con grandes chefs: cómo no iba a aprovechar una oportunidad así, teniéndola tan a mano, con la que mucha gente solo sueña...”

 

Elena es una mujer cartesiana que irradia perfil bajo en su discurso. Lo mismo conversa con una vaca sagrada de la prensa internacional en su idioma para una entrevista de gran difusión que se deja grabar en el laboratorio del restaurante por unas universitarias que preparan un trabajo de clase. Políglota de tiempos estructurados e ideas claras, parece muy capaz de encontrar el orden entre el caos, que al fin y al cabo son la misma cosa con diferente perspectiva. Admira a su padre sin escatimar calificativos, pero apostilla que fue su madre Maite Espina, ex esposa de Juan Mari Arzak y copropietaria del restaurante, especializada en las cuestiones contables (de alguna manera la eminencia gris detrás del escandallo) quien “me enseñó a ser organizada y constante”.

 

Recomienda a los jóvenes cocineros que busquen, en la situación actual, caminos alternativos “como las asesorías culinarias a empresas” y que “en la medida de sus posibilidades viajen y trabajen fuera de España para ganar perspectiva”. Cuando le preguntamos dónde se ve en 20 años dice: “espero seguir en la cocina, al pie del cañón como mi padre”.

 

Como en casa en ninguna parte

Los Arzak son complementarios: y, dicho sea de paso, se necesitan.

 

Juan Mari Arzak es un niño perpetuo, dotado de curiosidad innata para perseguir cualquier detalle que conduzca a la indagación –e indefectiblemente quedará anotado en sus Moleskine–, desde una lata abollada vista en plena calle, que pueda inspirarle el soporte para un pincho, como un polvo de piel de serpiente recomendado por alguien en un viaje y que él debe, a toda costa, probar. Sensible y pícaro al tiempo, hombre inteligente que supera con agilidad de funambulista los temas más complicados, maestro de ceremonias, brusco, simpático y campechano: “primero actúo y después pregunto”, dice a la hora de aventurarse en nuevos sabores. “Nunca hay que perder la capacidad de asombro ni dejar de pensar como un niño”, sentencia. Por su parte Elena, quizás más adulta que su padre en las formas, se expresa con un inusual candor estructurado en el cual no caben las medias tintas o la lectura entre líneas: lo que ella dice, “es” y, prudente, se esfuerza en que entiendas lo que desea significar, sin margen de interpretación.

 

Tan diferentes como parecen ser, resulta que en realidad son extraordinariamente próximos: ambos comparten la misma inteligencia. Y si algo les caracteriza también a los dos es su arraigo a la casa, la necesidad de hacer importante lo aparentemente pequeño, convertir en universal lo local. “Yo he estado en muchos países”, dice Juan Mari, “sobre todo en congresos... o a dar conferencias, pero siempre intentamos que uno de los dos esté aquí, si no ambos a la vez: lo que he pensado es que ahora yo me voy a dedicar por completo al restaurante y Elena va a viajar lo suyo, y yo iré cuando me toque ver a Redzepi en Noma, para ver qué hace o cuatro días a Australia a una conferencia: es lógico, Elena es más joven que yo, habla más idiomas y, en fin, este es su momento y yo a hacer vida de restaurante, que es lo que me gusta”.

 

Cuando se les pregunta por las asesorías, por la publicidad y otras fuentes de ingresos de los cocineros, Juan Mari responde: “yo he tenido mucha suerte; mi madre nos dejó el restaurante, ninguna deuda y unos ahorrillos. No le he debido dinero nunca a nadie y he tenido la fortuna de no tener problemas financieros... así que me puedo permitir estar la mayor parte del tiempo en casa, pero respeto mucho a otros cocineros que tienen que luchar más con el dinero y necesitan fuentes alternativas de ingresos (…) Lo del anuncio de La Cocinera, pues oye: llevo años como asesor de Nestlé y nunca me habían pedido hacer publicidad hasta ahora y de verdad que no me quita tiempo de estar aquí”. Juan Mari tiene además un contrato de colaboración con la productora Bainet de su amigo y colega Karlos Arguiñano, con quien participa regularmente en sus espacios televisivos.

 

Asimismo, a través de la empresa Arzak-Bokados realizan actividades de catering, como es el caso del avituallamiento del equipo español de Fórmula 1 HRT. “Nosotros”, dice Elena, “ofrecemos creatividad, asesoría y marca, pero el trabajo de campo lo desarrollan ellos y así no tenemos que ausentarnos innecesariamente: Bokado es muy bueno dando de comer a 1.000 y nosotros somos buenos haciendo nuestra cocina para nuestras mesas”. Los Arzak defienden la posición de los cocineros de primera línea como consultores de empresas alimentarias: “un buen chef es capaz de mejores estándares de calidad desde la investigación y la experiencia de dar de comer cada día”, señalan.

 

Ahora bien, otro motivo para permanecer en casa lo encontramos en la rentabilidad. “Solo hay dos establecimientos a este nivel que llenen a diario en España: Can Roca y nosotros”, dicen... y es que ¿cuántos restaurantes con tres estrellas Michelin en el mundo dan 160 cubiertos cada día?
Ni se molesten en buscarlos. Solo Arzak.

 

Porque resulta que este restaurante, uno de los más importantes del mundo desde hace décadas, es, a su manera, popular: al igual que comen allí foodies cazadores de estrellas en su recorrido del sabor desde una punta a otra del globo reservando con meses de antelación, lo hacen donostiarras de clase media (un 65% de su clientela local, han calculado ellos) que ahorran para visitar Arzak (“hay que venir cada año: para comer algo que no podamos cocinarnos en casa o que no nos pongan en cualquier otro restaurante”, manifiestan con naturalidad algunos), pasando por jefes de estado, familias reales o grandes empresarios, lo mismo que personas de rentas más modestas eligen esta casa para una celebración o destino fundamental de un viaje, todos juntos y todos iguales ante la mesa y el sabor supremo.

 

El equipo creativo de la casa está formado por el binomio Arzak, Igor Zalacaín y Xavi Gutiérrez. “Mi padre y yo intentamos ponernos de acuerdo en una idea”, cuenta Elena, “y cuando lo conseguimos, se lo contamos a Xavi y a Igor para que desarrollen el concepto e incluso lo mejoren: luego lo volvemos a ver todos juntos”. A quien le toca poner en contacto los platos con el servicio y el comensal es al jefe de cocina Peio Aramburu, que sustituyó hace más de dos décadas a Fernando Bárcenas cuando este afrontó su propio proyecto culinario. En la sala, Izar Garmendia y Kontxi Beobide. A cargo de los vinos, José Manuel Hernández y Mariano Rodríguez. En conjunto, una máquina de precisión que funciona con una compleja naturalidad: “la cocina de Arzak es un tándem: somos mi padre y yo, pero sin el resto del equipo no hacemos nada”. 

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