Productos básicos
El huevo y los chefs
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Las recetas de Diego Guerrero, un cocinero vanguardista y reflexivo que hoy lidera una sugerente cocina en la capital, nos sirven para ilustrar la versatilidad del huevo, un producto capaz de seducir a chefs de todo el planeta. Saúl Cepeda
Muchas veces olvida uno los huevos pintados por Andy Warhol en los últimos años de su carrera, veinticinco cuadros que supusieron el ocaso simplificado de sus obsesiones tras una vida entregada a la enajenación de hitos visuales surgidos de la riqueza, el mass media o la sociedad de consumo. Mucho antes El Bosco había convocado un concierto dentro de su cáscara, Cézanne los había invocado en alguna naturaleza muerta y Dalí se había obnubilado con ellos, convirtiéndolos en una efigie surrealista.
La oblonga silueta de este contenedor biológico es parte del mito primigenio esencial y no extraña que los atavismos nacidos a su costa nos acompañen en la memoria genética. La cultura, no solo la culinaria, se ha nutrido del huevo, un icono que representa el principio redundante de las cosas y somete la mente a preguntas irresolubles sobre el origen del universo mismo. A la productividad sin precio de la gallina, se unen unas características nutricionales en las que confluyen perfectamente segmentadas grasa y proteína, acompañadas estas de esa rara avis, nunca mejor dicho, del sustento que es la vitamina D, en un ejercicio plástico de perfección natural.
Pero mucho hemos hablado antes de su historia, de sus características organolépticas, de la intensiva producción o de su química alimentaria. Poco, sin embargo, de su incidencia en la novedad culinaria, así como de sus principales artífices.
Los huevos maestros
España es el tercer productor de la Unión Europea de huevos de gallina y ya dijo Ferran Adrià que un huevo frito es “el plato que me hace inmensamente feliz”, cuestiones –la felicidad de Adrià y el huevo– que Isabel Coixet se encargó de filmar en un anuncio de cerveza. Hecho curioso, pues ha sido él el único chef en conseguir que un huevo resulte ser menos que un huevo, emancipando sus elementos o sometiéndolos a torturas esferificadas. El virtuoso chef también quiso dejar claro, de forma simplificadora –durante una reciente entrevista en Argentina– que en un “huevo todo es química”, imaginamos que haciendo gala de su doctorado honoris causa en la materia, tal vez queriendo significar que todo, hasta el humilde huevo, en cierto sentido lo es; en compañía, claro, de la menos valorada física. Entre sus “alginatadas” más famosas está un huevo completamente esférico con sabor a espárragos, una simulación de poché que, con no poco sentido del humor, trasladaba a los comensales de elBulli sugiriendo que procedía de gallinas alimentadas exclusivamente con tallos de la hortaliza.
Uno de los chefs más recientemente celebrados, campeón de tapas y reconocido por las guías más prestigiosas, Diego Guerrero de El Club Allard, concibió el pasado año lo que parecía un huevo poché que, sin embargo, llegaba a la mesa a los postres. En realidad nada hay de huevo en esta especialidad y tampoco de poché: para empezar lleva cáscara, elaborada con cacao y bronce comestible; la clara es de coco y la yema de mango. Es un juego curioso que apela a la entidad alimenticia del huevo para sorprender a los comensales tras 14 platos. ¿Por qué una parodia de huevo? No harían falta motivos, puesto que salvo los guisanderos vegetarianos de condición más fundamentalista a cualquier cocinero del país le fascinan los huevos, sea como ingrediente o a modo de icono; pero sí es cierto que el único plato que el creativo Diego Guerrero ha mantenido invariablemente en carta desde su llegada al restaurante fue el Huevo con pan y panceta sobre crema ligera de patata, una receta imperecedera por la que el chef fue en su día premiado.
Paco Roncero, por su parte, prepara el huevo frito con un truco ancestral: friendo –siempre con aceite de oliva virgen, justo cuando empieza a humear– primero la clara, obteniendo la casi siempre celebrada puntilla, para incorporar a continuación la yema, solo durante unos instantes, en la primera y auténtica deconstrucción del huevo, la que la propia naturaleza del mismo facilita. Algunos van más allá y aseguran que para conseguir la puntilla es fundamental romper el cerco de albumen denso de las claras, la fibra que sostiene la homeostasis de la proteína líquida, con un tenedor. Un truco que muchos cocineros no declararían como propio implica cocerlo sin grasas en el microondas, en dos tiempos, añadiendo unas gotas de agua, resultando adecuado cuando se quieren evitar los aromas de la fritura (conviene, en cualquier caso, adicionar el aceite de oliva en crudo después de la cocción).
Diplomático gourmand, el escritor Alfonso Reyes recuerda en una de sus crónicas a las tres cocineras que le prepararon y le emocionaron con un huevo frito a lo largo de su vida: decía de la primera que rezaba un avemaría al hacerlo y era, por tanto, teológica. La segunda creía en la relación directa entre el movimiento de las manecillas del reloj y el efecto del fuego, lo cual la hacía metafísica. La tercera solo se fiaba del aspecto del huevo, puramente experimental, científica; y al preguntarle cómo podía llegar a las mismas conclusiones con un huevo pasado por agua, cuyo aspecto no era observable, se limitaba a decir: “no creo en ellos”.
Quizás el huevo frito sea la máxima expresión de este producto. La sencillez de su gusto, la convergencia perfecta de los sabores equilibrados de las dos fases del huevo, yema y clara, transcurre a través del aceite y la sal. Hay quien los incentiva con el vinagre o el ajo; también el que los rompe contra un entramado de patatas, adicionando jamón ibérico, cuya grasa activa y agradece la yema. Servidos directamente en sartén, Abraham García ha creado marca propia, revisando una salsa Périgord de foie y trufa que acompaña a un huevo de gallina de corral (a veces de faisana) cuajado sobre el grill y que le valió el homenaje del sushi-man Ricardo Sanz con un nigiri, en su caso con huevo de codorniz frito y coronado de trufa negra.
Filosofía y letras
Es la cuestión del huevo y la gallina un dilema filosófico de gran calado al que, en el siglo XVII, el poeta inglés Samuel Butler otorgó un sentido sinsentido al escribir “la gallina es la forma que tiene un huevo de hacer otro huevo”. Más recientemente, Quique Dacosta se lo planteó con un plato que toma el nombre de la eterna pregunta (aunque el chef extremeño es proclive a pensar que la gallina fue antes que el huevo, ya que una proteína de los ovarios de las gallinas es fundamental en la formación de las cáscaras). De hecho, el huevo de Dacosta –quintaesencia de eso que últimamente no paramos de llamar trampantojos, término proveniente de la magia y las apariencias, de semántica muy apropiada a esto de comer– contiene una gallina; al menos, su caldo (los caldos toman la esencia de las cosas, piensan muchos cocineros orientales). El huevo se vacía y su cáscara sirve de molde, el cual se llena de sustancia, a la que se añade la yema del huevo. Una vez frío, se extrae del molde y su contenido se reboza en un baño de espárragos con gelatina vegetal. El nuevo huevo blanco se acompaña de rollos de piel de gallina.
Del huevo a la gallina (¡vaya con el interés de los cocineros por los dilemas aristotélicos!) se llama un plato del maestro Arzak, el huevo frito con un sutil velo de yema y trufa, que se deshace lentamente sobre un consomé de gallina supremo. Más conservadora (y primigenia en su cocina) es otra creación del chef vasco, el Huevo con papas, cuyos ingredientes –además de los que le dan nombre– son el jamón ibérico, la sal y el perejil, integrando perfectamente los dos últimos en el interior del ovoide con una técnica que veremos más adelante.
Algunas de las recetas con huevo que se estilan en los restaurantes actualmente suelen estar vinculadas al termostato Roner, una máquina nacida en la industria farmacéutica, que permite establecer calor constante en el baño María, hecho físico que permite un control extraordinario del punto, permitiendo cocciones a baja temperatura, las cuales lo dotan de una textura flotante y explosiva; es el caso de la Crema de pan de Valladolid con huevo a baja temperatura, gominola de pimentón y aire de ajo que elabora Jesús Ramiro Jr., quien cocina los huevos durante dos horas a 62,2ºC. Otro ejemplo de las posibilidades de las temperaturas moderadas sobre el huevo (también pucelano, en este caso propiedad intelectual de Los Zagales), es Obama en la Casa blanca, una base de hojaldre con salsa de setas castellanas, huevo a baja temperatura y patatas requemadas; ingeniosa creación de Antonio González –quien trabajara en la cocina de elBulli en su etapa más creativa.
El huevo escalfado o, si preferimos la afectación mundana, oeuf poché, se consigue sumergiendo un huevo (sin cáscara; que si no nos sale uno duro o, más blandito, el pasado por agua). Le echaremos un chorro de vinagre (vale el limón si el acético falta, aunque hay quien prescinde del ácido y los protege con papel film, es el caso de Juan Mari Arzak en su Flor de huevo y tartufo en grasa de oca con chistorra de dátiles o los Huevos con papas de antes) para mantener la blancura de la clara al sumergirlo en agua, caldo o el líquido sustancioso que se nos ocurra, a ser posible sin que hierva el agua, al punto –seguimos con el francés– mijoter, es decir, a fuego lento y que no pase los 80ºC (aunque muchos chef prestigiosos nos hablen en sus recetas del hervor). Es una técnica largamente empleada y que continúa en vigor... pero siempre hay lugar para la innovación e incluso para el engaño.
Para apreciar que la originalidad también puede ser tendencia, resulta que el huevo roto de Andoni Luis Aduriz es también un postre que, este sí, incluye una yema helada además de una cáscara comestible del edulcorante manitol y flores blancas. Con colofones como estos, los humildes tocinillos saturados de yemas, aunque los prepare Toño Pérez (que llega a llamar al huevo “oro líquido”, quién sabe qué pensaran los petrodólares) del Atrio en Cáceres, con caramelo y maíz, terminan pareciendo convencionales.
Cabe hablar de una receta tan patria como internacional, la tortilla de patatas (aunque la francesa probablemente también sea española, consecuencia de la tortilla de la Cartuja que los soldados napoleónicos fusilaron de los recetarios del monasterio de Alcántara). A las extraordinarias elaboraciones clásicas de restaurantes como Sylkar, Támara Casa Lorenzo o La Ancha, algunas más cuajadas y otras más babosas, hemos visto cómo la imaginación de los cocineros españoles más vanguardistas pasaban a la deconstrucción, inyectaban las yemas de huevo en la patata o empleaban chips de bolsa en lugar de patatas; recordemos la extraordinaria tortilla trufada de Nino Redruello de Las Tortillas de Gabino, en la cual buena parte de los ingredientes penetran en el plato insuflados por un sifón.