La nueva potencia culinaria
Suecia
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Suecia reclama a voz en grito un puesto en el podio universal de la gastronomía. Sus cocineros atesoran reconocimientos, se propagan en los medios y crean tendencias; pero ¿realmente puede hablarse de una revolución nórdica? Saúl Cepeda
Un tipo bastante eficaz en lo suyo, cuyo nombre más vale no citar por siniestro, acuñó una máxima sobre la orquestación: “la propaganda –dejó escrito–, debe limitarse a un número pequeño de ideas, repitiéndolas sin descanso, siendo presentadas estas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto, sin fisuras ni dudas”, para sentenciar finalmente: “si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en verdad”.
La hostelería sueca está hoy en franca ebullición, pero su cocina nos cuenta cosas de antes con un lavado de cara. El país tiene una solvente Academia Culinaria, brillante institución (más nos valdría pensar así a los españoles en términos turísticos, ante lo que se avecina) para promocionar comme il faut sus valores gastronómicos entre prensa extranjera, operadores de turismo e inversores. Propone de forma convincente un mensaje honesto, comprometido con el medio ambiente y repleto de buenas intenciones, aunque aún le falta un hervor para consolidar una auténtica identidad gastronómica –y lo mismo para Dinamarca y Noruega– que no sea un cadáver exquisito compuesto de retazos (bien asimilados, eso sí) de otras cocinas o filosofías antiglobalización previamente escritas y aplicadas durante largo tiempo en lugares diversos.
Las escuelas de hostelería de Suecia disponen de amplios programas de estudios capaces de fusionar con acierto el estructuralismo de la cocina francesa y las técnicas mediterráneas con el acervo culinario nórdico, con su leitmotiv impepinable de materias primas y recetas de resistencia. Han enriquecido su know how penetrando con curiosidad sincera en la genética culinaria de otros países y gozan de una economía solvente, ajena a la moneda única, con una tasa de paro que, en su peor momento de la crisis, apenas ha rascado el 8% de la población activa. Y, por supuesto, cuentan con una selección nacional de cocina de verdad, liberada y sujeta a entrenamiento constante, respaldada por sólidos patrocinios de la iniciativa privada de empresas tan saneadas como Statoil o Electrolux.
Alentados por el éxito global de su vecino danés René Redzepi –al cual los críticos más extremistas han tildado de “fascista culinario” por su modelo gastronómico casi autárquico– y su socio Claus Meyer (ambos promotores del movimiento de la Nueva Cocina Nórdica, respaldado oficialmente en su momento –2005– por los ministros de agricultura y alimentación de Dinamarca, Finlandia, Noruega, Islandia y, cómo no, Suecia; con su consecuente inversión pública), los cocineros suecos se han establecido con absoluta comodidad en las corrientes sostenibles de Km 0 y en los alimentos ecológicos, expresando un conveniente –e incluso cabal– apego a una serie de comportamientos que, por las propias características naturales y sociales de su país, les resultan afines.
Mas no han encabezado ninguna clase de revulsivo o liderazgo real que no hubiera ya expresado en algún momento el movimiento de origen italiano Slow Food y su Arca del Gusto, polinizando a su vez a chefs de medio mundo, como Andoni Luis Aduriz (mentor intelectual de Redzepi, en cierto sentido), en España, o Arthur Potts Dawson en Reino Unido y, con anterioridad, Alain Passard en Francia, o Alice Waters en Estados Unidos. Y es que la memoria resulta frágil y crear tendencia es necesario para el mercado.
Suele aceptarse como definitorio de revolución aquel hito que cambia diametralmente unas determinadas circunstancias respecto al pasado inmediato. Visto así, sugerir que Suecia está revolucionando la cocina sería tan falaz como decir que Steig Larsson transformó la novela negra. Obviamente, el estímulo institucional de una idea y la propia sugestión colectiva sobre un presunto cambio son, en lo sociológico, más que suficientes para que una catarsis virtual se vuelva, en cierto sentido, real.
Por ese mismo motivo Suecia conseguirá convertirse en un país de referencia a la hora de hablar de gastronomía, igual que la novela negra sueca es sin duda trascendente. Creer, más que querer, es, en este caso, poder. Cabe pensar, según ciertas taxonomías etnológicas, que unos países son de naturaleza egoísta mientras otros se muestran solidarios. Suecia es indudablemente de los segundos. Si España vivió su evolución más reciente a través de contadas individualidades (que podían haber tenido lugar en cualquier lugar del planeta, en realidad) y de unos ingredientes privilegiados, en el país nórdico la proeza culinaria estará impulsada por el optimismo de la colectividad, una comunión entre gobierno y ciudadanía, sin duda, de la que muchos países podríamos aprender.
Durante el siglo XX, quienes visitaban Suecia encontraban el alce, los arenques, la patata y el salmón encabezando el top 10 de ingredientes patrios; afrontaban como especialidades típicas las contundentes recetas caseras –husmanskost– que incluían avena, mantequilla o aceite de colza y los irreductibles smörgåsbord (pequeños platillos servidos a modo de bufé –”tosta de mesa”, literalmente–, los cuales, sin rubor, equiparan hoy a las tapas) mientras, en verano, no faltaban festivales en los que se bebía con ánimo aquavit al son de Helan Går, sorbiendo cangrejos de río de Sörmland y devorando tostadas de pan ácimo coronadas por el indescriptible –en especial su buqué– surströmming.
Superada una década del siglo XXI, los cocineros suecos conciben recetas de mar y montaña de alta cocina que expresan quimeras de salmón, alce, jabalí y arenque; se sigue cantando para beber; el fika (un “vamos a tomar un café”, con algo más de sentido de la responsabilidad que en España) sigue siendo una institución gracias a su excelente repostería y la cocina regional está concentrada en actitudes de eterno retorno a la naturaleza (el rektún del que ahora se habla por allí), como si el antihéroe no global de El club de la lucha, Tyler Durden, se hubiera hecho cargo de las cocinas centrales del país.
La receta de Beowulf
Si realmente existiera una nueva cocina sueca, su padre moral, con permiso de Christer Lingström (abuelo moral, quizás), sería con casi toda probabilidad Mathias Dahlgren –casado, por cierto, con una mujer catalana–, ganador del Bocuse d’Or en 1997 y propietario de los reputados restaurantes siameses Matbaren y Matsalen, los cuales comparten una transitiva servidumbre de paso. Desde su palestra como profesor en la Escuela Universitaria de Artes Culinarias en Umeå, al medio noreste del país, ha creado auténtica fascinación entre los jóvenes cocineros suecos por criterios culinarios de temporada, apelando a la pureza de los ingredientes y su frescura, a la sublimación de los valores esenciales de la tierra y el agua, siempre sobre una base sostenible.
Y ese sí es, efectivamente, el gran éxito de Suecia como nación culinaria. Podremos encontrar pocos lugares en el mundo en los que en una disciplina abierta a las divergencias como es la gastronomía resulte tan cohesionada y homogénea entre sus intérpretes. En esta sintonía se hallan Magnus Ek –también profesor en Umeå–; Björn Frantzén, el repostero Daniel Lindberg o Magnus Nilsson, quienes, junto a Dahlgren (a quien no le importa tanto que sus ingredientes hayan recorrido largas distancias), figuran con sus casas entre esos “50 segundos mejores restaurantes del planeta” –lista cuestionable donde las haya por su metodología– que San Pellegrino (es decir, Nestlé) tiene a bien otorgar cada año y que parece avecinar un oportuno desembarco sueco sobre el camino abierto por el danés Noma; igual que, en lo legendario, el héroe gauta Beowulf, procedente del reino de Östergötland, forjaría su fama poniendo en orden aquello que en Dinamarca habían liado primero.
Ecologismo y otras manías
Suecia aspira a albergar el Bocuse d’Or de Europa en 2014 (no es un secreto la intensa campaña de patrocinios nórdicos –especialmente noruegos– en el certamen) y su equipo nacional, por dos veces campeón de las Olimpiadas Culinarias y de la Copa del Mundo de Cocina, capitaneado hoy por Fredrik Björlin, expresa una clara orientación ecologista: a sus propuestas técnicas se anteponen hechos como la captura ética de langostinos de Bohuslän, el uso del caviar Kalix endémico o la extraordinaria calidad de vida de los lechones de Domta Gård.
La búsqueda de ingredientes olvidados de producción biodinámica o el forrajeo de bayas y hierbas silvestres, contrastan con unas cocinas cada vez más cibernéticas, made Design Lab, en las cuales se aplican técnicas ancestrales; o con la aplicación de creativas fórmulas de servicio de mesa propias de Heston Blumenthal. Todo esto conduce a situaciones tan curiosas como un podcast con la voz de un actor local explicando el sabor de un queso artesano al tiempo que lo comemos o que el jefe de cocina del Hilton de Estocolmo, Neil Ponsonby, mantenga su pequeña explotación apícola en una terraza urbana. Por otro lado, la obsesión preciosista por presentaciones presuntamente simplificadas aún dista de la economía material de la alta cocina japonesa o del cartesianismo francés para añadir elementos, si bien ambas filosofías están claramente en el plan de ruta escandinavo.
La caza y la pesca en Suecia son cuestiones fundamentales en un país con un ecosistema rico y característico, de inmensa extensión y climatología extrema, pero circunscrito necesariamente a ciertas especies animales y vegetales. Figuras como K.C. Wallberg el televisivo Anders Levén o el brillante Magnus Nilsson no ocultan su dualidad como chefs-cazadores, entendiendo el hecho cinegético como un acto primitivo que enlaza al hombre con la naturaleza, respetándola y otorgándole su parte, en una herencia obvia de atavismos chamánicos y animistas. Los mercados y numerosas compañías alimentarias se impregnan de este entusiasmo ecologista, casi un trastorno obsesivo-compulsivo llegado el caso, y manejan un constante discurso en torno a la producción orgánica que, dadas las circunstancias de mercado, no podría ser de otra forma.
Otra realidad la plasman cocineros suecos como Johan Jureskög, de los restaurantes AG y Rolfs Kök, un hombre instalado en el cosmopolitismo, actualmente aficionado a las especialidades españolas, cuyos restaurantes no desentonarían en Nueva York, en Londres o en Madrid; sin más filosofía que ofrecer buenos platos, vengan de donde vengan los ingredientes de calidad o las buenas ideas. Sayan Isaksson, chef galardonado del restaurante Esperanto, tampoco pierde oportunidad de fusionar cocinas, en su caso con una clara vocación oriental, aunque muchos platos no dejarán de recordarnos a los de Mugaritz, Azurmendi o incluso L’Arpege.