Historia y gastronomía
Lo que comía Don Ramón María del Valle-Inclán
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En el norte de España se elaboran, acaso desde tiempos del celta, los llamados platos de cuchara, o sea, los potes, caldos, sopicaldos, potajes y demás familia que entonan el cuerpo cuando llegan los rigurosos fríos del invierno. José Manuel Vilabella
Cuando don Ramón María del Valle-Inclán vino al mundo en Galicia, allá por 1868, en la capital del reino, en Madrid, los habitantes de aquel enorme poblachón manchego tenían fama de ser unos incansables devoradores de garbanzos y el cocido, que puede ser receta esplendorosa de gente acomodada, manjar de clase media o comistrajo de necesitados, era la dieta que imperaba, de lunes a domingo, en todas las clases sociales, pues el precio del condumio dependía de la carne que se echase al puchero y de la hondura del bolsillo del comensal.
¿Qué comía don Ramón María del Valle Inclán? Miro por el canuto del tiempo y parece, talmente, que lo tengo delante de las narices: come empanadas de sardinas, pulpo a feira, lacón con grelos, pan de mollete, reo frito; se relame el hombre con la lamprea a la bordolesa y degusta con apetito los quesos de la región que son siempre de leche de vaca, muy mantecosos y suaves. Le gusta a don Ramón, como a todos los gallegos que se precien de serlo, la abundancia, la despensa repleta de manjares, el exceso. Don Ramón, cuando madruga, se acerca al hórreo y disfruta observando las hileras de quesos de San Simón, con su piel curada y brillante y su forma de capirote y, como sabe ser cariñoso con las cosas del comer, acaricia con ternura la ristra de chorizos rojizos, apetitosos, que cuelgan de una cuerda en la ventilada habitación.
Bebe, nuestro hombre, vino de Ribeiro y los domingos descorcha, si se tercia y hay visita de parientes o amigos, una botella de albariño, un vino del año, rubio y frutal que gusta consumir, si es posible, mirando al mar. Galicia es rica en pescados y mariscos y don Ramón no descarta ninguno y a todos los recibe con complacencia cuando llegan a su plato los rodaballos, los salmonetes, las nécoras, los centollos. Todo esto degustaba el hidalgo cuando podía, pero habitualmente y durante toda su existencia fue un sorbedor de caldo, un impenitente y contumaz adorador de la sopa gallega.
Nace don Ramón en el seno de una familia hidalga venida a menos. Familia con un pasado de gentecita bien, con muchos pergaminos y poco dinero. No obstante, y según he podido saber, no se comía nada mal en aquella casa. La criada, que según mis investigaciones al respecto se llamaba doña Rufina Fernández del Pulgar, era una mujer dispuesta y rezadora, sí, pero algo desequilibrada, enferma de los nervios por una decepción que le dejó en su juventud un amor contrariado. Doña Rufina colocaba sobre la mesa una enorme perola de hierro y la familia Valle se servía con largueza con un cucharón de plata, uno de los pocos adminículos que había sobrevivido al naufragio, a la ruina de aquellos hidalgos de pueblo.
Los comensales comían en silencio y, con frecuencia, suspiraban mirando al pasado con el ojo izquierdo y oteando el futuro incierto con el derecho, que según las malas lenguas era un ojo postizo, de cristal.
El caldo gallego, y perdonen ustedes el chovinismo insoportable del firmante, es el mejor caldo del mundo. Está hecho de grelos o de repollo y tiene patatas, alguna habichuela y cerdo. El caldo gallego es pariente del pote asturiano e incluso los genealogistas culinarios certifican que ambas elaboraciones son primas hermanas, tal vez por eso se llevan mal –ya se sabe, las dichosas miserias domésticas– y se tienen una inquina soterrada y antigua. El caldo gallego es famoso en el mundo entero y al pote asturiano le robó el protagonismo su hermanita pequeña, la fabada, que se ha convertido en el plato favorito de los glotones del universo.
Pero sigamos describiendo el caldo y sus enrevesados vericuetos, analicemos con algún detalle aquel excelso manjar que mitigaba el apetito del escritor y que a lo largo de su vida le quitó hambres pavorosas, fríos heladores y le ayudó a superar momentos de poca inspiración literaria; aquel caldo humeante, apetitoso, que me consta sorbía con delectación y una evidente falta de urbanidad el bueno de don Ramón.
El caldo gallego fetén, el verdadero, el genuino, ha sido siempre el que se elabora con grelos. El de repollo, que antes mencioné de pasada, nunca lo han tomado en serio los eruditos y estudiosos de la cocina gallega. Era y es como una exquisitez de segunda división, el hermano gemelo poco agraciado del divino caldo, el sustituto del invento genuino que don Ramón sorbía cuando no había más remedio, sin ningún entusiasmo y a regañadientes. Valle, que ya de niño tenía muy mala leche, le preguntaba a doña Rufina Fernández del Pulgar por qué no había traído grelos como todos los días y la criada contestaba, ceñuda y un poco impertinente: ¡Caramba, señorito, porque no los había en el mercado!, y se echaba a llorar con desconsuelo porque se acordaba de su novio fallido, del malvado Isidoro Miguel, e incluso ha podido saber el que esto ha escrito que la cuitada se mesaba los cabellos, hipaba y se sonaba los mocos con gran alboroto y ademanes nada finos.
El grelo es una verdura que solo se consume en Galicia. En el resto de España no se cultiva. Es, concretamente, las hojas del nabo; los asturianos les dan los grelos a los cerdos y hacen con el nabo, que apenas aporta calorías, sopas de régimen para recuperar la línea sin tener que dejar de comer. Nosotros no. Nosotros les damos a los cerdos el nabo y con sus preciosas hojas verdes elaboramos nuestra mejor receta. El grelo es una verdura amarga y con un sabor característico e inconfundible. Esconde este caldo nuestro un misterio que a algunos puede parecerles cosa de magia. Es un caldo de cerdo pero sin cerdo. El cerdo está allí pero no se ve; el comensal poco avezado lo busca, revuelve con la cuchara el condumio, se rasca el cogote, reflexiona y, desesperado, llama al camarero y le pregunta: ‘Oiga, amigo mío, ¿se puede saber dónde está la porción de cerdo de mi caldo gallego?’ El camarero, si es amable y tiene tiempo por delante, le explicará que el cerdo, en esa receta milenaria, es como un dios invisible que se esconde a los ojos del comensal pero que está allí y debe creerse en él como se cree en Dios, con la fe del carbonero, sin debatirse en cogitaciones filosóficas.
Si la sopa de guisantes de los holandeses es caldo protestante y pragmático, el caldo gallego es sopa católica, apostólica y romana que cuando se degrada o se empobrece se convierte en la sopa boba, aquella que se daba gratis et amore en los conventos a los peregrinos que hacían antaño la ruta jacobea y se iban, por el camino francés, a la gran perdonanza, a ganar el jubileo en la basílica de Santiago de Compostela.
El secreto del caldo gallego es sencillo, como todos los trucos de magia cuando se explica su intríngulis. Radica en el unto, una manteca de cerdo ahumada que se diluye en el agua al cocerse con los grelos, las alubias y las patatas.
Don Ramón María del Valle-Inclán fue un hombre viajado y cosmopolita, pero siempre escogió Galicia para las cosas importantes. Estuvo en la provincia de Pontevedra puntual y lleno de mierda para que lo pariese su madre y regresó a Galicia para morir en Santiago de Compostela como una gloria nacional. Comió mucho y bien por el mundo adelante y poco y mal cuando la suerte le fue esquiva que, lamentablemente, era casi siempre. Pasaba el escritor de la hartura al hambre con facilidad y siempre llevó sus penalidades con dignidad y estilo; su dandismo se agudizaba en los malos momentos; era cuando mejor le sentaban los trajes ajados, la capa cochambrosa y los botines blancos. Regresaba a Galicia por la nostalgia gallega, por esa tristeza dulce que tonifica como un caldo y que nosotros, los gallegos de la diáspora, conocemos con el precioso nombre de saudade.
Camilo José Cela me dijo en una ocasión que en su archivo de Iria Flavia se guardaba una carta en la que don Ramón María del Valle-Inclán le pedía a su editor con urgencia un anticipo de 25 pesetas. Y lo que es peor, también tenía don Camilo en sus carpetas la respuesta a la angustiosa petición. El editor le negaba la mísera cantidad. Don Camilo me miró, suspiró con resignación y le hizo una confidencia a su papada de glorioso: “Coño, ya lo dijo Larra: escribir en España es llorar”. Y dicho esto el Nobel pidió una taza de caldo y compartió con don Ramón el olvido, la literatura, la sopa y la tristeza.