La sombra de la sospecha

Bocuse D'Or, contra el talento mediterráneo

Jueves, 21 de Agosto de 2014

La Selección Española de Cocina ha chocado contra el Bocuse d’Or, un certamen en el que nuestro país acumula una larga lista de fracasos. Más allá hay alianzas entre países, patrocinios y un choque de culturas del gusto.
Saúl Cepeda

Si el estratega querusco Arminio no hubiera ganado la sangrienta batalla del bosque de Teutoburgo, muy probablemente el Imperio Romano habría conquistado todos los pueblos germánicos. La Europa que conocemos sería muy distinta, pues un modelo cultural único con centro neurálgico en Roma habría marcado su desarrollo. No hubieran existido Guillermo el Conquistador, Carlomagno, Napoleón o Hitler. 

 

El concurso Bocuse d’Or se habría llamado Marchesi di Oro.

 

Y España ya habría ganado alguno.

 

En la pasada edición europea del Bocuse d’Or, celebrada en Estocolmo, triunfó el cocinero sueco Tommy Myllymäki, un viejo conocido del certamen que ya en 2011 había conseguido un segundo puesto en la final mundial. El resto del podio lo completaron Kenneth Hansen de Dinamarca y Ørjan Johannessen de Noruega; cerrando la lista de países clasificados para la final, que tendrá lugar en Lyon el 27 y el 28 de enero de 2015, Francia –país de origen del certamen–, Finlandia, Reino Unido, Islandia, Estonia, Hungría –sede acordada para el campeonato europeo en 2016–, Alemania, Holanda y Suiza.

 

España no pudo con el carbonero, las ostras de Belon y el cochinillo sueco –ingredientes exigidos en el concurso– y fue relegada por el jurado a un decimosexto puesto, siendo descartado el cocinero Alberto Moreno, por tanto, para la fase definitiva; al igual que sucedió con Italia, Bélgica –el país con más estrellas Michelin por kilómetro cuadrado del mundo–, Turquía o Luxemburgo, país este último donde se celebrará la Copa del Mundo de Cocina de la WACS (World Association of Chefs Societies), quizás uno de los contados desafíos culinarios que hacen algo de sombra en prestigio al Bocuse, junto a las Olimpiadas Culinarias de Erfurt, Alemania.

 

Ante tal concentración de países nórdicos en los primeros puestos, un periodista italiano gritaba, entre indignado y guasón, “¡esto es el Bocuse o un concurso de cortadores de salmón ahumado!”.

 

[Img #5400]En las catorce ediciones de la fase final celebradas hasta la fecha, por los podios del Bocuse d’Or han desfilado cuarenta cocineros: diez franceses –siendo el país con más primeros puestos–, ocho noruegos, seis belgas, cinco suecos, tres alemanes, tres daneses (uno de ellos, Rasmus Kofoed, del restaurante Geranium de Copenhague; tercero, segundo y primero en 2005, 2007 y 2011), un islandés, una luxemburguesa –Léa Linster, la única mujer que lo ha ganado, en 1989, y a la que, por cierto, unos ladrones robaron su trofeo tras irrumpir en su restaurante el año pasado– y un suizo. 

 

Y es que lo más parecido a cocineros del cinturón mediterráneo en alcanzar uno de los tres primeros puestos han sido los chefs William Wai de Singapur y Noriyuki Hamada de Japón. 

 

Mi casa, mis reglas
Lo primero que uno debe comprender del Bocuse d’Or es que se trata de una empresa privada. En 1983, Paul Bocuse, chef casi legendario, con tres estrellas Michelin desde 1965 en L’Auberge du Pont de Collonges y autor de la obra culinaria fundamental “La cuisine du marché”, elegido presidente honorario del Salon des Métiers de Bouche, elucubra la posibilidad de llevar a cabo un concurso de cocineros profesionales diferente.

 

Pero, ¿dónde estaba la innovación del certamen?

Los chefs cocinarían a la vista del público en boxes. 

 

 

Por extraño que pueda parecer, acostumbrados hoy a ver a los cocineros presentes en todos los ámbitos de la vida, hasta aquel momento cualquier campeonato de cocina se llevaba a cabo en instalaciones interiores. Y tenía mucho sentido: no por nada Paul Bocuse era uno de los profesionales de la hostelería que más había luchado por la visibilidad a los chefs fuera de sus cocinas.

 

La idea gustó, dando lugar a un think tank, en el que estuvo implicado Albert Romain, director de los recintos feriales de Lyon, para desarrollar su eficacia comercial, concibiendo el concurso con nombre propio que tendría lugar por primera vez en enero de 1987. Su primer participante español sería Francisco Rubio, jefe de cocina del Hotel Palace, que en aquel momento ya señaló que “el salmón se me ha quedado un poco crudo (...) Va a ganar el francés. Es el mejor, a mucha distancia de todos los demás”. 

 

Y sí, ganó Jacky Freon, que hoy se encarga del concurso que selecciona al representante francés para el Bocuse, de manera que, desde el principio y en cierta forma hasta nuestros días, todo iba a quedar en casa.

 

Otra persona relevante en la concepción del célebre concurso fue un caballero con nombre y apellido de corsario, Jean Fleury, exitoso jefe de cocina, trabajadora mano derecha de Bocuse, presidente-fundador de la prueba y que en la actualidad dirige la organización sin ánimo de lucro Paul Bocuse.

 

En 1997 se produciría el hito más significativo a efectos mediáticos del certamen, cuando el equipo mexicano que participaba se presentó acompañado de mariachis y de ruidosos aficionados

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Tanto agradó aquello entre los espectadores, que se convirtió en un motivo recurrente para las siguientes ediciones. Se permitiría así la entrada de muestras culturales –tan heterogéneas como domadas– desde la grada, generando la atractiva atmósfera que hoy tiene para los medios y que, en realidad, resta seriedad a la presunta categoría profesional del evento, dejando a los cocineros bajo el escrutinio constante de la realización en directo, sometidos a la presión del inagotable ruido ambiental y de una puesta en escena bajo escaleta.

 

Las reglas han cambiado mucho desde la primera edición y el crecimiento de la marca ha creado distintos modelos globales de clasificación nacional (esto sucedería a partir de 2008, cuando se establecieron las primeras semifinales regionales) en cada continente, en lo que se ha convertido en otra línea de negocio del Bocuse, manteniéndolo vivo en el intervalo de tiempo entre una y otra final, un obvio aprendizaje de organizaciones de éxito como el COI o la FIFA. 

 
 

El dinero

Los datos financieros de la organización no están publicados y esta no hace mucho por explicarlos. Sabemos que 20.000 euros recibe el primer clasificado del Bocuse d’Or (15.000 y 12.000 reciben el segundo y el tercero). Por supuesto cada equipo paga una cuota de inscripción que supera los 12.000 euros y se encarga de todos sus costes logísticos. El ayuntamiento de Lyon abona unos 300.000 euros por el desarrollo del evento en la ciudad. Los patrocinadores aportan dinero o especia en función de su rol. Los organismos alimentarios de ciertos países hacen una inmensa inversión monetaria en conseguir que sus ingredientes sean obligatorios en el certamen.

 

En 2008, precisamente, se estrenaría la película documental El pollo, el pez y el cangrejo real (titulada así por el uso obligatorio de pollo de Bresse, pez balder y cangrejo real como ingredientes del concurso: dos productos noruegos de tres), del director José Luis López-Linares, recogiendo –con cierto tono de comedia– la experiencia del chef Jesús Almagro en su participación en el Bocuse d’Or de 2007.

 

Espíritu olímpico
La organización del Bocuse d’Or compara habitualmente su competición con las Olimpiadas. La cocina, cuyo resultado se aprecia de forma más subjetiva que las marcas deportivas, hace que la analogía no sea demasiado rigurosa y el evento se asemeje, más bien, a algo parecido al Festival de Eurovisión, incluso en el peculiar juego geopolítico de las votaciones. Sin embargo, asumiendo como válida la relación de conceptos, podemos preguntarnos qué sucedería si en unos Juegos Olímpicos se obligara a los atletas a utilizar un tipo determinado de calzado regional propuesto por uno de los patrocinadores. Obviamente resultaría en una ventaja para quienes estuvieran acostumbrados a utilizarlo, ¿no?

 

En el Bocuse d’Or hay empresas patrocinadoras como Metro (grupo propietario de Makro), la ropa de cocina Bragard, los hornos Convotherm (el que le falló a Evarist Miralles en su clasificación europea de 2012), la panificación industrial Bridor, Sabores de Noruega, Nestlé, Rougié o Valrhona, entre otras, y todas ellas tienen que decir algo en el concurso en función de sus aportaciones en especia y dinero. Los ingredientes, las instalaciones y hasta el atuendo de los cocineros están impuestos por ellos y, naturalmente, su predisposición regional corporativa tiene influencia en el resultado final. Hoy los países nórdicos, entusiasmados por la corriente iniciada por René Redzepi (y quizás antes por el sueco Mathias Dahlgren, aunque sería el danés el que extrapoló con mayor inteligencia y éxito las ideas recogidas en España a la idiosincrasia nórdica), se encuentran completamente volcados en la reivindicación de su cocina y sus principios con tal entusiasmo financiero y social que no tardarán en afianzarlo; siempre teniendo en cuenta que el comportamiento escandinavo es mucho más solidario y colectivista que el mediterráneo.

[Img #5398]Arne Sørvig, antiguo director de NORGE en España y quien será mánager ejecutivo de la organización noruega del Bocuse d’Or a partir de otoño, señala que “es difícil explicar el éxito de los países nórdicos en el Bocuse, pero creo que nuestros cocineros comprendieron muy bien el ADN del concurso desde el principio y de tal forma fortalecieron sus habilidades de entendimiento, experiencia, colaboración intergeneracional, atención a la calidad, técnica, detalle y tiempo invertido..., lo que en economía se denomina efectos de aglomeración”. 

 

No se puede culpar al Bocuse de ser el Bocuse. Como dijo el guionista Carlos Saura durante el rodaje de la película El pollo, el pez y el cangrejo, “al fútbol no se puede jugar con las manos”. Y aunque el campeón francés de 1991 y presidente de la edición que tendrá lugar en 2015 diga constantemente que “es muy importante que cada país ponga algo de él en sus platos”, eso no se aplica al Mediterráneo, porque culturalmente poco tienen que ver sus elaboraciones con aquello que se está pidiendo en Lyon.

 

Pero, ¿acaso España, un país que lleva años señalando a bombo y platillo que tiene a los mejores cocineros y la mejor técnica culinaria del planeta, es invariablemente incapaz de destacar en este concurso? 

 

Por desgracia es así, demostrando las serias carencias de un modelo social paradójicamente solipsista que se concentra en destacar los éxitos individuales –muchas veces azarosos–, sin promover la mejora del colectivo. Y buena parte de la culpa es institucional. Mientras muchos de los países contendientes cuentan con toda clase de respaldos, públicos o privados, los participantes españoles han tenido que recurrir en numerosas ocasiones a sus propios recursos para competir (y en esto se parece mucho más a unas Olimpiadas), por no hablar del factor tiempo, independientemente de que existan tímidos apoyos que ni de lejos se parecen a los de otros países con un registro más exitoso en el Bocuse. Por ejemplo, cabe señalar que los cocineros noruegos que participan en la competición disponen de tiempo de excedencia y de respaldo estatal pleno para preparar su participación.

 

 

Luchar contra los elementos

 

Entre los participantes que han representado a España en la fase final del Bocuse d’Or en Lyon están Francisco Rubio (1987), Koldo Royo (1989), Antonio Ortega (1991), Toño Pérez (1993), Ramón Segura (1995), Aitor Elizegi (1999) Javier Rodríguez Ponte “Taky” (2001), Alejandro García Urrutia (2003), Mario Sandoval (2005), Jesús Almagro (2007), Ángel Palacios (2009) y Juan Andrés Morilla (2011). El mejor papel fue el cuarto puesto de Koldo Royo. Salvo algún otro chispazo y excluyendo las ediciones en que no se alcanzó la final, en la mayor parte de las ocasiones España quedaría situada por debajo del décimo lugar.

 

 

Muchos detractores del concurso consideran que es una “competición de catering y bufés fríos” por el tipo de presentaciones exigidas, en la que los platos tardan un buen rato en llegar al jurado, tras unos ceremoniosos paseos ante la prensa. El nivel técnico, hemos de suponer, es alto, teniendo en cuenta el perfil profesional de los participantes, aunque en muchos de los restaurantes en los que luego ofician no se cumplan siempre las expectativas del comensal. Los jurados son siempre profesionales de reconocido prestigio, pero, por otro lado, basta analizar el historial de cada uno para encontrar afinidades. Como en Eurovisión pasa con los países, vamos. Entre los jurados españoles podemos hablar de Juan Mari Arzak, cuya trascendencia culinaria está muy ligada a la Nouvelle Cuisine y que desde sus orígenes acude al concurso –como también lo ha hecho este año en Estocolmo su hija Elena, en calidad de Presidenta Internacional–, o de Ferran Adrià.

 

Poco pudieron hacer por España ninguno de ellos.

 

En España, hasta la última edición, el participante nacional era seleccionado en el Campeonato de Jóvenes Cocineros-Bocuse d’Or, cuya titularidad tenía el Salón de Gourmets y congregaba a los ganadores de distintas fases regionales. La Selección Nacional de Cocina, creada en 2013, ha ocupado este espacio ahora y, aunque joven, el proyecto promete pelear al menos por los apoyos necesarios para consolidar un equipo competitivo, aunque no será en la próxima edición. 

 

Al margen de la inversión
Sin embargo, a pesar de lo dicho, quizás ni siquiera disponer de los recursos y del tiempo sea suficiente.

 

Poco antes de participar en el Bocuse de 2005, con la mayor inversión institucional que el equipo español ha recibido nunca (que incluyó una campaña publicitaria del FROM y caretas al estilo de la película Cómo ser John Malkovic), el chef Mario Sandoval, que afirmó dedicar seis horas diarias a su entrenamiento, declaraba a los medios que el Bocuse d’Or “es lo máximo a lo que puede aspirar un cocinero. El sueño de una vida. Nada menos que un campeonato del mundo representando a mi país (...) Estoy convencido de que vamos a quedar en un buen puesto”.

 

Sandoval acabó penúltimo.

 

Quizás hoy piense que el Bocuse d’Or, en realidad, no era para tanto.

 

La conclusión es que países como Italia, Portugal, México o España han fallado, fallan y fallarán en el Bocuse d’Or por una confluencia de factores, comenzando por el hecho de que el concurso es el producto comercial de una empresa privada cuya ancla se aferra a un modelo culinario que, aunque de gran relevancia en el mundo, no tiene (ni desea tener) espacio para manifestaciones gastronómicas de países que no comulgan con su plan de ruta. La falta de tiempo, de preparación o de apoyos empresariales e institucionales con cierta dimensión sobre los equipos es, desde luego, otra razón, más en una contienda en la que la planificación, la eficiencia y el trabajo en equipo son valores que se superponen al talento individual. 

 

Quizás en algún momento se produzca un lavado de cara, una apertura a nuevos esquemas culturales, puede que en un intento de hacer prospección de mercados comerciales vírgenes, igual que la Guía Michelin aterrizó en Tokio entregando más estrellas que en toda Francia.

[Img #5399] 

Pero que la cocina española otorgue una validez casi unánime como campeonato del mundo al Bocuse d’Or es, en cierto sentido, una refutación de los propios valores culinarios de nuestra cultura y un paso atrás en su difusión, máxime después de tantos y tantos escarmientos. 

 

España ha gozado de las mejores posibilidades en los últimos años de proyección mediática de ciertos representantes de su cocina para encabezar un gran proyecto culinario iberoamericano y mediterráneo que integrara con los brazos abiertos a Latinoamérica, Brasil, Portugal, Italia, Marruecos... y tantos países con los que guarda una genética del sabor común.

 

Sin embargo una vez más el protagonismo del individuo frente a la colectividad venció en nuestro país. 

 

Javier Rodríguez Ponte, representante español en 2001, se hacía la siguiente reflexión en su blog: “Solo me queda pensar si debería haber alguna alternativa, si será momento de cambiar las reglas y formas, quizás un Arzak de Oro o ¿qué tal un Adrià de Platino?”.

 

El movimiento se demuestra andando. 

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