Universo del buen comer

San Sebastián, capital del sabor

Jueves, 01 de Septiembre de 2005

La capital de Guipúzcoa se ha convertido por méritos propios en uno de los centros culinarios más importantes del mundo, con cocineros consolidados y nuevos talentos que dan un empuje inigualable a la gastronomía.  Mikel Corcuera

Que un guipuzcoano –por más señas donostiarra- hable de la cocina de su tierra y califique a Donostia – San Sebastián como la capital gastronómica europea podría dar la impresión de estar barriendo para casa. Tal vez por ello podamos usurpar las palabras de José Luis Iturrieta, gran escritor y gastrónomo vizcaíno recientemente desaparecido, quien ya en 1994, en un interesante artículo aparecido en la revista Gastronomika, también hoy extinta, señalaba: “En el universo gastronómico del mundo, Guipúzcoa es sin duda alguna, chauvinismos aparte, la concentración más intensiva de la mejor cocina. Difícilmente se dará en el planeta una mayor densidad de grandes restaurantes y casas del buen comer, incluidas las sociedades gastronómicas, como en los reducidos 1.997 kilómetros cuadrados de su territorio. En el corazón mismo de una amplia región donde se dan los mejores productos de huerta, ganadería, viñedos, mar y pluma de corral, las gentes guipuzcoanas han sabido acercarse con veneración a los fogones, y hoy día es centro de atención de medio mundo culinario. Pero no siempre firmaron aquí sus platos Shishito, la marquinesa Nicolasa Pradera, ni los Azaldegui, Juanito Kojua o José Castillo. Antes de la revelación luminosa de los Arzak, Arbelaitz, Subijana, Arguiñano, Zapirain, Lasa, Berasategui o Roteta, existe una cocina de subsistencia medio escondida en la bruma de los tiempos”. No es nuestro propósito analizar la cocina puramente alimenticia, por lo que es suficiente con que nos situemos en los albores del siglo XX para comprender toda la riqueza de la gastronomía de este pequeño territorio, cuyo epicentro es sin duda la capital donostiarra.

 

Bella Época culinaria

Conviene señalar previamente que en pocas partes del mundo se ha dado una simbiosis tan perfecta entre una alta cocina cada vez más creativa y la cocina popular, enraizada en el terruño, con platos como la zurrukutuna de los caseríos, el marmitako de los pescadores, los chipirones en su tinta o la merluza en salsa verde, la mayoría de ellos emanados de la paciencia del ama de casa, sin olvidar las kokotxas al pil-pil, una de las recetas con más señas de identidad donostiarras, seguramente surgida como un plato de recurso, o pobre, en el seno de las típicas y populares sociedades gastronómicas de la ciudad. El “Txangurro a la donostiarra” sería una gloriosa excepción, ya que se entronca e inspira en la alta cocina francesa.

 

En un momento determinado de principios del siglo XX confluyen en la capital guipuzcoana la alta cocina aristocrática y afrancesada de la Belle Époque, abanderada por Félix Ibarguren, más conocido como Shishito, y la cocina surgida de los caseríos, las sidrerías y las sociedades populares. Entre finales del XIX y los felices años veinte se producen varios fenómenos que actúan como elementos de interrelación y desarrollo culinario. Nacen las primeras sociedades gastronómicas, con Cañoyetan –vigente a día de hoy- como pionera y ejemplo destacado. El prestigioso Shishito abre su escuela de cocina mientras que la Guerra del 14 despuebla Biarritz de veraneantes que descubren, en su dorado exilio, las maravillas paisajísticas y culinarias de Donosita. Se produce el boom de los establecimientos hosteleros, liderados por el primer restaurante francés que tuvo Guipúzcoa, el Panier Fleuri de Rentería... Como dice acertadamente el crítico gastronómico Rafael García Santos, “casi toda la gastronomía de la zona se escribía en francés y aunque nunca se olvidó la cocina popular vasca, quizá en ninguna otra ciudad de España tuvo un protagonismo superior la culinaria de la Belle Époque.

 

Aún habrían de pasar muchos años hasta la entrada en escena de los primeros críticos gastronómicos, bien representados por el llorado Busca Isusi y el propio García Santos, y la inauguración de la escuela de Zarautz a cargo de Luis Irizar, quien creará un magnífico caldo de cultivo para la siguiente gran renovación de la cocina.

 

Nouvelle Cuisine… basque

De este modo, tras la culinaria triunfante de la Belle Époque va a ser de nuevo Guipúzcoa la principal protagonista de esta transformación en los hábitos y costumbres del comer. El citado García Santos caracterizó con brillantez ese momento cuando escribió: “Ochenta años después se produce otra gran transformación gastronómica en Francia, la llamada Nouvelle Cuisine, y Guipúzcoa la vuelve a acoger con fervor como anteriormente recibió la revolución de principios de siglo. Inmediatamente se aceptan y desarrollan los nuevos conceptos hasta el extremo de abanderarlos. Las razones por las que en Guipúzcoa y principalmente en Donostia – San Sebastián toman cuerpo rápidamente los grandes movimientos culinarios llegados de Francia son dos: la gran influencia gala y el notable nivel de su cocina desde hace cien años. No es arriesgado vaticinar que la próxima revolución gastronómica volverá a nacer en Francia y llegará a Euskadi y a España por la frontera guipuzcoana.

 

La calidad de sus cocinas es el elemento que lo determinará una vez más, no es casualidad”.

 

Es cierto que este vaticinio no se ha cumplido plenamente, ya que el último gran impulso culinario no ha venido desde el país vecino sino de la mano de dos fenómenos coincidentes en el tiempo: de un lado, los conceptos rupturistas de Ferran Adrià y de una culinaria catalana netamente influida por la genialidad de este chef; de otro, la expansión cultural de Oriente, con sus arraigados principios minimalistas como eje, la consiguiente fusión conceptual y la universalización de los mercados. Pero no es menos cierto que la cocina vasca, y muy en concreto la donostiarra, lejos de haberse dormido en los laureles, no sólo ha sabido mantener el tipo, sino que también ha llevado hasta sus últimas consecuencias el ideario de la cocina más vanguardista a través de algunos veteranos líderes del movimiento –ya histórico- de la Nueva Cocina Vasca, esencialmente Juan Mari Arzak y Pedro Subijana, a quienes se fueron sumando distintas generaciones de grandes chefs, desde los más cercanos en edad, como Hilario Arbelaitz y Martín Berasategui, hasta la nutrida nómina de discípulos de todos ellos, de manera que hoy puede hablarse de armoniosa convivencia en San Sebastián y alrededores de hasta cuatro generaciones de cocineros de élite, algunos de ellos situados en el top ten internacional.

 

Sin querer magnificar ese efecto de unión y solidaridad “intercocineril” para entender una de las claves esenciales de la riqueza gastronómica de Donostia y su provincia, la pregunta surge inevitablemente: ¿Cómo es posible que puedan no sólo convivir o cohabitar en un territorio tan pequeño, sino también colaborar estrechamente distintas generaciones de cocineros creativos? Es decir, que sin retirarse los grandes de la vieja guardia irrumpen en escena decenas de jóvenes figuras del fogón, produciendo de hecho una especie de overbooking de restaurantes que, lejos de regirse por una cierta “ley de la selva” competencial, participan unidos en tareas comunes o solidarias, y todo ello sin descuidar sus negocios ni renunciar a su estilo propio o, como se dice ahora más pomposamente, a su filosofía culinaria.

 

La explicación viene de lejos. No hay más que observar cómo fue de desprendido y generoso ese movimiento renovador que se llamó Nueva Cocina Vasca. Hay un hecho esclarecedor y determinante de lo que iba a ser ese ambiente de cooperación entre los cocineros guipuzcoanos que conformaron el citado movimiento. Se trata del viaje que realizaron Arzak y Subijana a Lyon dos meses después de la I Mesa Redonda sobre Gastronomía, celebrada en Madrid entre el 29 de noviembre y el 2 de diciembre del 76, con la presencia de un ponente de lujo llamado Paul Bocuse. Sin pensarlo dos veces, los dos cocineros más inquietos del panorama donostiarra de aquel momento, por encima de cualquier rivalidad empresarial, hicieron la maleta y se plantaron en casa del maestro lionés, considerada por la fecha como el templo sagrado de la cocina mundial. El propio Arzak lo recordaba así hace algunos años: “Nunca podré agradecer a Bocuse lo que hizo por mí y por Pedro. Nos acogió con las puertas abiertas, nos enseñó todo lo que podía enseñar. Nos llevaba al mercado todos los días, también a ver granjas y cultivos. Trabajamos constantemente en los fogones captando las teorías más modernas. Nos explicaba cómo había que aplicar los nuevos postulados y cuáles eran las creaciones inspiradas en ellos. Tengo que decir que en esos quince días se asentaron en nosotros las teorías de la nueva cocina. Fue la gran base sobre la que comenzar a trabajar en la cocina vasca del futuro”.

 

En efecto. A su regreso convencieron a otros colegas de la necesidad de unirse a ellos puntualmente, de manera fraternal y con una sola idea de partida: que cada uno aporte lo que pueda a la cultura gastronómica común. Como puesta en escena se acordó celebrar una cena mensual en la que se cocinaría colectivamente. A estas cenas-forum, por emplear un término cinematográfico, acudirían, además, alrededor de medio centenar de comensales escogidos por los propios cocineros. En diciembre de 1976 se celebró la primera de estas reuniones, con el restaurante Jaizubia, de Irún, como anfitrión. La cena fue oficiada por Arzak, Tatus Fombellida (única mujer del grupo), Patxi Quintana, Ricardo Idiáquez, Pedro Gómez, Jesús Mangas, Manuel Iza, José Juan Castillo, Ramón Zugasti, Xavier Zapirain y Luis Irízar. Como puede observarse, Karlos Arguiñano aún no se había incorporado al grupo.

 

Germinando la semilla de la inquietud culinaria

Hoy, muchos de aquellos menús nos parecerían extraordinariamente tradicionales, ya que lo que se perseguía era rescatar recetas casi olvidadas del acervo culinario vasco, con objeto de sentar unas sólidas bases sobre las que aplicar las nuevas ideas adquiridas. En efecto, aquellas cuchipandas entre amigos –que sin duda tenían una dimensión lúdica y de sana camaradería- constituyeron un auténtico revulsivo que sirvió para investigar en las raíces y crear nuevos platos. Un sencillo pero fructífero foro culinario que vino a ser el pistoletazo de salida para la II Mesa redonda sobre Gastronomía, celebrada esta vez en la capital guipuzcoana a finales de 1977 bajo el ilustrativo lema de “Las cocinas regionales”. San Sebastián se constituía de hecho en uno de los centros de la modernidad culinaria y comenzaba a ejercer un incipiente poder mediático, pese a las limitaciones propias de una pequeña ciudad de provincias.

 

En definitiva, este ejemplar clima de colaboración casi altruista –que se prolonga hasta nuestros días- entre los cocineros de San Sebastián y su entorno constituye una de las claves tanto del florecimiento de sus negocios como del viento renovador que desde entonces viene sacudiendo a la Bella Easo.

 

Pero los efectos de la revolución no quedaron circunscritos a Guipúzcoa o el País Vasco, sino que se dejaron sentir de manera muy directa en la transformación de la cocina hispana en su conjunto. Desde Barcelona y Madrid se miraba hacia San Sebastián, que se convertía por momentos en la meca peninsular del arte de comer.

 

En pocos años, el cambio fue espectacular. Los cocineros investigaban permanentemente y daban rienda suelta a su creatividad dormida. La crítica y los escritores gastronómicos les apoyaban e impulsaban, exaltaban las virtudes renovadoras al tiempo que señalaban los vicios y excesos del movimiento. Un comensal cada día más culto y exigente también empujaba en esa dirección... La nouvelle cuisine entraba en la Península a través del tamiz de la mejor cocina vasca. La modernidad llegaba de nuevo por San Sebastián, sin cuya decisiva aportación no sería fácil imaginar qué hubiera sido de la cocina hispana en su conjunto. La renovación hubiera llegado inexorablemente, pero no es descabellado pensar con unos cuantos años de retraso.

 

En la década de los ochenta comienzan a vislumbrarse los frutos de aquella semilla de insurgencia que estallarían definitivamente en los noventa y en los alrededores del cambio de siglo. En un clima de afán por la cocina de calidad en todo el país, se recupera el orgullo por las raíces de la culinaria vasca. Se incorporan los mejores productos de cada región. Los restaurantes miran cada día más atentos al cambiante universo vinícola y lo incorporan plenamente a su oferta. La figura del cocinero gana reconocimiento social y es catapultada hacia el estrellato. Todos apuestan por la calidad y por el futuro. Los cocineros se agrupan en asociaciones, tanto locales como internacionales. Huyen del individualismo y del secretismo, transmitiendo sus conocimientos por medio de libros y recetarios. Las cocinas se convierten en aulas para los más jóvenes. Se mezclan las técnicas y productos propios con los que llegan de los lugares más remotos del planeta. Lo que hasta ayer era distinto, hoy pasa a ser habitual...

 

Y en un momento de esta historia aparece la figura de Ferran Adrià, cocinero de genio universal que es capaz de situar las artes del paladar en el centro de la escena mediática nacional e internacional. Sus aportaciones como auténtico librepensador de la cocina son bien entendidas por la vanguardia donostiarra y vasca, que en muy poco tiempo las adopta como propias, las recrea y las incorpora con estudiada mesura a su práctica cotidiana.

 

Lejos de rechazar las influencias foráneas, los grandes cocineros donostiarras saben transformarlas en energía propia. Tal vez sea ésta la prueba definitiva de la imparable vitalidad de la gastronomía de San Sebastián.

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