Enfant terrible
Conversando con Stéphane Derenoncourt, artesano del vino
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El enólogo francés cambió su región natal, al norte de Francia, por Burdeos, una tierra que, para un joven sin experiencia en vino, pasó de ser hostil a encumbrarle como uno de los más reclamados asesores vinícolas del planeta. Renée Kantor
Acerca su mentón al torso, sus ojos intensos fijan la mirada y con una voz jocosa afirma: «A todos los periodistas les fascina mi recorrido, pero yo no hice nada para llamar la atención de los medios». Stéphane Derenoncourt, uno de los winemakers más reconocidos del mundo, la persona que aconseja a siete de los catorce premiers crus classés de Saint- Émilion, es el personaje de una epopeya, de una historia que contiene todos los elementos del sueño americano. A los 18 años abandonó su región Norte-Paso de Calais y un mundo de marginalidad y pobreza, para trabajar en las viñas bordelesas. Durante los primeros tres años realizó todas las pequeñas tareas reservadas a los trabajadores sin diploma. Un trabajo precario que él compensaba con la fabricación y venta de juguetes de madera. Hasta que, gracias al puerta a puerta y a una política de estado que incitaba a emplear a los jóvenes, en 1985 se incorporó al viñedo La Fleur Cailleau, situado en Fronsac, donde por primera vez tuvo acceso al proceso de vinificación, lo que despertó su pasión.
Gracias a la confianza de su patrón –Paul Barre– y a su dedicación, los vinos obtuvieron cierta notoriedad y el nombre Derenoncourt se divulgó en el pueblo. Tímido triunfo que lo conducirá a integrar, en 1990, el Châteu Pavie-Macquin como bodeguero. Fue entonces que, debido a sus sucesivos éxitos, Stephan von Neipperg (Chateaux Canon La Gaffelière) lo contrató en 1996. Tres años después, Stéphane Derenoncourt creó su propia sociedad de asesoría llamada Derenoncourt Consultants que hoy cuenta con 13 asalariados y aconseja a 110 propiedades implantadas en catorce países diferentes. Él mismo, junto a su mujer, es propietario del Domaine de l’A y posee una empresa de negociants en Estados Unidos, Derenoncourt California. Tres décadas más tarde, el adolescente descarriado se convirtió en un hombre ineludible del universo vitivinícola, un artesano –como le gusta definirse– que recibe en el suntuoso Hotel Bristol de París para la degustación de algunos de los vinos que él acompaña e inspira.
Usted vive en la región de Burdeos desde hace más de treinta años ¿Qué recuerdo tiene de su llegada al viñedo bordelés?
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Yo crecí en el norte de Francia y tuve una juventud algo atormentada, tampoco terminé mis estudios y muy pronto me encontré en el mercado de trabajo como técnico en una central nuclear. Entonces era una suerte de baba cool con el cabello largo, ese mundo me ponía triste, no era mi lugar. Conseguí un trabajo en un viñedo de Burdeos, solo por diez días, pero ya sabía que no quería volver a mi lugar de nacimiento. Cuando obtuve, gracias al puerta a puerta, un trabajo como vinificador en La Fleur Cailleu, las cosas cambiaron. Al dejar mi región me sentí completamente desarraigado, había perdido a todos mis amigos, viví un momento de gran soledad y creo que el descubrimiento de una vida en el campo, próxima a la naturaleza fue como una terapia para mí. Por primera vez había logrado una cierta estabilidad. Mi historia con el vino fue un verdadero enamoramiento, pero no al principio. El ambiente bordelés es muy especial, no hay una clase media: están los que tienen viñas y los que no. Y cuando uno llega de la nada, sin titulación, es considerado menos que nadie. Hice muchos pequeños trabajos que eran algo frustrantes, detestaba la viña, solo lo hacía para pagar el alquiler y comer. Pero todo dio un vuelco cuando comencé a elaborar, fue un descubrimiento y un verdadero coup de foudre por el vino.
Hoy en día usted aconseja a los viñedos más prestigiosos ¿Cuál es su especificidad como consultor y cuál es su mirada sobre el mundo del vino en la actualidad?
También aconsejo a viñedos modestos, no solo a los grands crus. Para aceptar un cliente aplico una regla con tres requisitos: que posea un terreno apto para hacer vino con cierta identidad; que nos dé los medios para trabajar y, por último, mantener una buena relación con el propietario. Vivimos en un mundo gobernado por el marketing que se encuentra un poco lejos de la realidad vitivinícola. Yo sigo siendo alguien marginal en este universo donde tengo el privilegio de ser un hombre libre para tomar mis propias decisiones y de decir lo que pienso. La prueba: recomendé a algunos de mis clientes que no sacaran al mercado la añada 2013 porque no estaba a la altura de la reputación de sus viñedos. Lo dije y tuve a todo Burdeos en mi contra, aunque ahora me dan la razón. Burdeos no es un lugar en el que me sienta cómodo socialmente, pero he logrado un equilibrio porque mi pasión está concentrada en el producto y en el terruño bordelés. Hoy estamos sumergidos en un mundo extremadamente especializado donde hay quienes se especializan en la viña, otros en el vino, y no se comunican jamás entre ellos. En mi caso, al no haber hecho estudios universitarios mi contacto con el vino se hizo de un modo más espontáneo. Tampoco soy un técnico. Diría que inventé una manera muy personal de trabajar. Lo que me interesa es la identidad del vino y mantener una mirada global sobre la producción. Me gustaría que el mundo del vino fuera más auténtico.
¿Dónde encuentra usted esa autenticidad?
La encuentro en la gente con la que trabajo, porque hoy tomamos conciencia de que el prestigio histórico de las denominaciones de origen de ciertas regiones es el resultado del marketing y del egocentrismo. Sin embargo, en regiones más modestas donde todo está por comenzar, se encuentra mucha energía. Creo que para la gente es muy difícil hacer la diferencia entre un vino de consumo y un vino que es el resultado de la inspiración. En mi opinión, hay vinos que logran un gran prestigio sin ser muy buenos, solo porque detrás hay gente que sabe comunicar. Y hay denominaciones de origen completamente subestimadas. Mi batalla es lograr que se reconozcan a las pequeñas denominaciones de origen, como Bordeaux Supérieur o Côtes de Castillon, de las que yo formo parte con mi viñedo Domaine de l’A. Como siempre se ha focalizado la luz en los grands crus, con sus precios elevadísimos resultado de la burbuja especulativa, la imagen de Burdeos se dañó. Y sus principales víctimas son esas pequeñas apelaciones que, incluso en Francia, se venden muy mal. Esto me entristece, ya que estamos hablando del 90% de la producción de Burdeos, que es el corazón, el alma y la cultura de esta región. Hasta hace poco había una organización comercial bastante justa: un grand cru costaba 10 veces más que la botella de una pequeña denominación, había una suerte de coherencia. Hoy los premiers crus classés han abandonado el mundo del vino para ingresar en el universo del lujo donde se compra una botella de Lafite del mismo modo en que se compra una cartera Vuitton. Es la razón por la cual nosotros organizamos diferentes eventos para dar a conocer vinos que se venden entre 10€ y 300€. Es que los mejores vinos no son necesariamente los más caros.
En su opinión ¿la creación de un vino es equiparable a la creación de una obra de arte?
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Para mí, la creación de un vino se asemeja a un trabajo artesanal. Diría que lo que yo hago es muy simple: el vino está hecho de uva, la uva crece en la viña y la viña tendrá una expresión diferente según la naturaleza del suelo. A partir de esos parámetros vamos a definir cómo debe ser el vino, y no diciéndonos «si hacemos tal cosa, al señor Parker le va a gustar». Aprendí mi oficio conectándome con la naturaleza, y aunque el vino haya sido acaparado por el marketing, la comunicación y la especulación, para mí sigue siendo un producto agrícola. Mi trabajo consiste en valorizar ese aspecto agrícola allí donde prevalece un modelo industrial, de lujo. Y es también un producto artesanal en el sentido de que hace falta una cierta sensibilidad, un espíritu de observación para crear vinos que tengan una identidad fuerte y reconocible. Vinos que no reflejen la firma de una persona sino la expresión de un lugar, de un terroir. La magia de este oficio es entender que el vino es un producto que, más allá de la expresión de la cepa, puede extraer aromas que son singulares y que pertenecen a un lugar determinado. Y es eso lo que a mí me apasiona.
Ver cata de los vinos de Stéphane Derenoncourt