En Castroverde de Campos
Lera, espacio de sabor superlativo, rincón de veda y vida
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En el corazón de Tierra de Campos palpita uno de los mayores templos cinegéticos de la España culinaria. El restaurante Lera custodia y reivindica la despensa y la verdad de la caza, con un discurso primitivo, certero y actualizado. Javier Vicente Caballero. Imágenes: Álvaro Fernández Prieto
Al restaurante Lera el comensal primerizo se aproxima sigiloso, acechante, con la vista afilada y el oído presto. Llega con la escopeta cargada de curiosidad en este otoño de melancolías y de lances, de ocres y de tierras adentro. Ha oído que sobre este Atlante reposa la responsabilidad de ser templo, ateneo y ágora superlativa de la cocina de caza, una hermana pobre que quedó herida entre la cuneta de la gastronomía termonuclear y la carretera que ha regresado al producto y a lo radical. Meollo de tantos debates y desplumes, tras las puertas de este palomar se escribe un discurso certero, directo y sencillo, nada cansino, de brillante regularidad y estallidos de genialidad, siendo hoy albacea de un tiempo y una culinaria de aprovechamiento y cierta penuria.
Lera ha conseguido conducir la cocina de caza a la siguiente esfera de sabor y verdad, sin renunciar a su componente telúrico, a sus propias tradiciones cinegéticas que llevan entreverado compromiso medioambiental. Con humildad y sin arabescos ni galicismos. Este templo y sus circunstancias han rebasado las propias costuras de su geografía –Castroverde de Campos, Zamora, 300 habitantes, paisaje severísimo– para reformular piezas abatidas y ejecutadas, siempre con la limpieza meticulosa antes del fuego, con la lentitud de la cazuela diaria bien de mañana, con el arrebato creativo por comanda. Hoy este rececho lo lidera el chef –y cazador, tanto monta– Luis Alberto Lera Collantes, quien a sus 40 años ha heredado todo lo bueno de la cuchara paterna (alargada ha sido la sombra del mostacho de Cecilio Lera, progenitor, cocinero y alcalde del pueblo desde el 79) pero que ha pulverizado las cadenas de la vieja escuela y el lastre que a veces suponen los apellidos.
De entrada, el vástago dispara a discreción al conversar de cocina, de planes agropecuarios, de caza, de ecologismo, de herencias y futuros... Para denunciar y lamentar lo que no anda bien. Para exiliar clichés manidos al asociar la caza a una estampa de “señoritos o nobles, en plan Los Santos Inocentes, que no representan ni un 2% de este sector. Hay gente que cazaba, con la escopeta escondida en un saco, para poder comer”. Mientras desgrana su plan y su pasado, se cuela el sonido de viento del afilador que recorre el pueblo en bicicleta. Sin pelos (ni plumas) en la lengua, se abre en canal, Lera puro y suculento. Octubre. La veda, de par en par. “Cómo es posible que aquí, en Tierra de Campos pueda conseguir con más prontitud buey de Kobe o atún de almadraba que una perdiz buena. Es una verdad palmaria, y un problema burocrático enorme porque habla de la despoblación brutal del campo en los últimos 30 años, sin ni siquiera ayudas a pequeños productores para que puedan subsistir. Y como no acabemos con eso, el ámbito rural de este país se va al carajo”. Nacido en estas tierras, el cocinero zamorano ejerce de bisagra entre un mundo que ya no existe y otro que se vislumbra y la esperanza. Lera es una sueño. O más bien una ensoñación. Una ensoñación neblinosa en medio de la nada, a caballo entre Castilla y el Cantábrico, ancha de campos de cereales y leguminosas, de harineros y bodegas ganadas a la piedra, de aves que migran por un frío continental que acuchilla el invierno.
Luis Alberto oficia una liturgia capital en este entorno adusto, custodio de un mundo complejo, difuminado, que sigue hostigado por correcciones políticas y decisiones de despacho. Con perseverancia y no pocos malos tragos y disputas domésticas, ha conseguido peregrinaje para su local porque refuerza una idea capital que orbita alrededor del hecho cinegético: “Comer bien por encima del ego del cocinero. Trabajamos con una idea, un concepto muy definido, enfocando lo que queremos enfocar, sin más; el campo, la caza. A veces es un problema por productores y proveedores. Poder elaborar un menú degustación cada 20 días es muy complicado. Estamos tratando de cerrar el círculo”, argumenta.
Por su alacena desfila la vida y la muerte. En crudo. Diariamente. El diapasón marca que el año empieza en el mes de octubre. Perdices, “liebre buena”, ciervo, corzo, gamo o jabalí para celebrar el Pilar; noviembre de más perdices, liebres, palomas y “estupendo conejo de campo”; Navidad plena de patos azulones, cercetas, “un mundo por recorrer el de los ánades, por matices, por la grasa que tienen”; en enero, punto álgido, se aparece mágica la princesa del bosque, la becada, y esplendorosa se halla la codorniz salvaje, en boca de Luis Alberto “la reina de la caza menor”. Cuando se cierra la temporada se abren las neveras. “La caza, si podemos, la congelamos toda, sería ridículo no hacerlo. Hay presuntos puristas que se sorprenden por esto pero, ¿cómo va a estar colgada una becada seis meses? No creo en las maduraciones en plan faisandé (apenas trabaja el faisán, por cierto, porque prefiere el de campo al de suelta), porque consiguen sabores que no son propios de la aves, no aportan nada a la caza. Si hago maduraciones con 14 aves en 14 platos te levantas y te vas directo al ambulatorio. Hay que pensar en las digestiones”, arguye.
De estirpe
Lera ha tenido muchas fases, una sola estirpe y diferentes escenarios. El primer acto de esta función conduce a la localidad de Montreaux, Suiza, finales de los años 60. A su Escuela de Cocina emigró Cecilio Lera por recomendación de sus tías Marisa y Eufemia, casadas con un pastelero y un cocinero suizos, respectivamente. Pronto encontró Cecilio acomodo como stagier en la cocina de Chez Livet, en Vevey. Era un chaval. Dicharachero y perspicaz. Aprendió repostería de postín, protocolo, sala y técnicas de filigrana (que luego pondría en su regreso al hogar), materializando tartas y pasteles a celebridades como Alain Delon, Sophia Loren, Gina Lollobrigida o el mismísimo Chaplin en su 80 cumpleaños. Entre la morriña y las ganas de volar en solitario, Cecilio volvió a Castroverde para levantar el Mesón Labrador junto a su hermano, que se encargaría de la barra. La apuesta era audaz. En un páramo zamorano, se la jugó a una carta con técnicas centroeuropeas tipo perdiz a la chartreuse alsaciana. Salió airoso, siempre con su esposa Felicísima, Minica para los suyos, con el capote de la intuición para solventar apurones e imprevistos.
Posteriormente llegaron las Jornadas Gastronómicas de Caza de Castilla y León, organizadas por Cecilio Lera en su mesón-merendero, que fueron una coartada magnífica tanto para arrimar duros a la caja como para prestigiar la caza en cocina y distinguirse de la competencia. Aún siguen frescos aquellos fines de semana en la memoria de Luis Alberto, que desayunaba entre corzos y jabalíes con el plomo reciente. Las primeras jornadas se celebraron hace 30 años y resultan cruciales para entender los derroteros actuales de Lera en esta exigente Tierra de Campos (4.500 km2, 165 municipios). Y eso que Luis Alberto nunca sintió ninguna epifanía ni vocación hostelera. Lo que más le privaba era cazar. Salía con perros cuando no tenía ni ocho años, y luego regalaba las piezas a sus vecinos por la murga y el alboroto que generan los canes. “Soy cazador antes que cocinero. Ni me planteaba ser chef, pero siempre he tenido conciencia de que lo estaba en el campo se podía llevar a la mesa como un manjar”, asevera. Al final, las malas notas le empujan –gustosamente– a la Escuela de Luis Irizar en San Sebastián (entre 1998 y 2000). Tras empaparse del mito Irizar, pasa por otra leyenda, Zuberoa y sus becadas, para dar el salto como profesional a Panier Fleurie (donde se despachaba mucha caza, aplicando técnicas de otros ámbitos a ella), Bodegón Alejandro y Urepel, todos en Donosti. Luego llegaron un efímero paso por Arzak, así como la inmersión en el barroquismo de Viridiana (mayúsculo Abraham García) y la extenuante era de vino y rosas de La Broche al lado de Sergi Arola. Entre 2004 y 2008 abrió su primer Lera en la provincia de Zamora, en Toro. Pecó de modernito. “Hemos sido un país del nada al todo muy deprisa. Los de los pueblos hemos sido muy paletos, haciendo ceviches y dim sum. Y hemos perdido algo en el camino, esa cocina ancestral que llevaba siglos nos la hemos saltado”, lamenta. No obstante, Luis Alberto se ha ganado el perdón. Ha recuperado y magnificado la cocina de entorno. Hasta llegar aquí hubo una cocina industrial en Galicia (Coren), la recuperación del negocio familiar (apertura de hotel en 2009) y la emancipación en solitario al actual Lera (2015, cortando amarras, dependencias emocionales y cordones umbilicales). Refulgen dos Soles Repsol como distinciones a su talento. Dicen que pronto caerá la estrella Michelin para este establecimiento que dobló la esquina del Mesón Labrador, ya clausurado, para escribir un relato nuevo. “Necesitaba mi propio espacio. Y aunque siga haciendo platos como los hacían hace 40 años mis padres los he afinado”, defiende. En su metodología, no usa fondos más que para un par de salsas, mojando con agua para que resulten puras y livianas porque opina que “la caza tiene tanta personalidad que debemos aprovechar su sabor auténtico. Me interesa que la perdiz sepa a perdiz, y no a un fondo hecho con pollo”.
Lo viejo y lo nuevo
En Lera solo se usa metodología renovada si mejora la antigua. Se recurre a estofados, escabechados, a un inenarrable acompañamiento con legumbres (cómo olvidar las lentejas con foie o las alubias con liebre) en el que se percibe lo genuino con pinceladas sorprendentes. Con fogonazos de autor como la paletilla glaseada de corzo, que se elabora marinada al vacío y se hornea 12 horas a 80 grados. O la marinada de ciervo con aceite de oliva virgen, membrillos, papaya verde tailandesa... “Hacemos salmueras para el jabalí, que no se han hecho nunca, porque solo se hacían adobos como si fuera cerdo. Aplico también técnicas que se utilizan para el pescado”, agrega.
En el menú degustación el comensal siempre hallará santísima trinidad: una legumbre, un escabeche y un pichón (este último, disponible todo el año). “Eso es impepinable. Luego dependemos de las piezas y del clima; el año pasado arrancamos el menú con caza mayor y en salazón, y proseguíamos con una paloma salada y metida en manzanilla. A partir de ahí jugamos. Puede haber un escabeche, o unas setas, o un guiso; enlazamos con legumbre y luego pichón sutil para relajar: acabamos con un corzo con rebozuelos escabechados ligeros, o rematamos con ciervo o con una perdiz. Dependemos de las piezas que haya. Porque yo, en el menú degustación de pasado mañana no sé lo que voy a poner”, asegura Luis Alberto, que pese a su marcada identidad homenajea a la saga con su perdiz con berza y castañas. La propuesta también puede incluir un bacalao, rara avis en estos parajes, pero casi siempre habrá resquicio para las cachuelas de pichón. Sensibles, delicadas, prodigiosas. Cada pichón solo atesora una (son las mollejas) y en el plato se dan cita unas 20, ¡oh maravilla sápida! Impresiona la textura de la pechuga de perdiz roja marinada con pectina de papaya (que rompe la proteína para esquivar sequedad), así como el muslo con jugo de cerezas con amontillado, con guiso de ajo, cebolla y vino blanco, así de simple y ancestral. Bbibliografía, poca...
Aparte del volumen técnico de Luis Irizar y Manuel Martínez Llopis (La cocina de las aves de caza, Alianza Editorial, 1996), mucho recetario y poca bibliografía donde acudir para entender la caza en España y su entronque antropológico. No así en el extranjero, donde hallamos un libro capital como La cuisine du gibier a plume d'Europe, del malogrado chef suizo Benoit Violer. En él se cocina cuervo y hasta urraca, y se desentraña la pulsión y la tensión del ser humano y su entorno. “No me importaría comer avutarda, debe estar buena de narices por lo que come en el campo. Cercetas nunca se comieron hasta hace cuatro días. Y aquí se mataba un pato azulón, lo disecaban y lo ponían encima de la tele”, desliza con socarronería el chef zamorano. No obstante, pese a todos los obstáculos, Luis Alberto Lera se muestra meridianamente feliz sobre cómo fluye la caza en la cumbre gastronómica, con un cliente que cada vez sabe más, tiene criterio y peregrina en pos de limpieza, sabor y calidad. También hay peros. Muchos. “Nunca ha habido tantos buenos restaurantes de caza en España como ahora y chefs de prestigio tienen piezas en sus menús. Esta región estaba, digamos, en stand by. Te pongo un ejemplo: yo traía, a través de Antonio de Miguel (Higinio Gómez es otro de sus proveedores) patos de Inglaterra. Cuando probé los de aquí me di cuenta de lo nuestro. Se da la paradoja que en Ca l'Enric, el templo de la becada en España, no se puede cocinar becada. ¿Estamos locos? Hemos creado monstruos de oficina, desapegados del mundo rural. Esto no pasa en Francia ni en Suiza. Por no hablar del nuevo ecologismo. Yo me considero más ecologista que nadie porque vivo el campo todos los días. Siempre habrá algún desalmado claro, pero el cazador, el que disfruta del lance y no la muerte, es el más interesado en preservar el equilibrio natural”, proclama el cocinero elevando el tono. El sol se despide por el horizonte de cereales mientras corretean los galgos del cocinero en esta Castilla monacal y olvidada. Luis Alberto Lera vive pegado al restaurante, en una suerte de loft rural, que fue lagar, donde las mascotas son un caballo, un burro y mastín cariñoso. La silueta recortada a contraluz, escopeta en ristre, recuerda que Luis Alberto es uno de los 800.000 cazadores con licencia que hay en España, un colectivo “odiado y castigado”. Y evoca un sueño, el abrochar aún más el círculo virtuoso a través de una comunidad que ponga en danza a los pequeños actores de esta función y legalice el proceso de compra de piezas salvajes. “Porque esto no es Disney. Es la vida y la muerte”.
Liturgias
La cocina de caza exige una extremada higiene: "Lavar con agua fría, helada, para que en la poca gelatina o grasa del ave se queden esos matices aromáticos. Con el agua caliente eso lo perdemos", explica el chef. Despluma a favor, limpia de nuevo con soplete, envasa al vacío, data y congela. Si es "de pelo", despelleja, eviscera y lava con igual pulcritud.
Vinos de entorno
Ramón González es el encargado de la sumillería. Lera –que elabora su propio vino (Senda de los Frailes)– propone maridajes con vinos cercanos (Ribera, El Bierzo, Toro) que aliar con la rotundidad de su cocina.