Perderse en el Pacífico
Polinesia, viaje emocionante en el jardín del océano

Atravesar el mundo y aterrizar en medio del Pacífico para descubrir islas, islotes, atolones y motos verdísimos rodeados de lagunas turquesa. Así de hermosa es la Polinesia francesa, dentro y fuera del agua, entre coco y vainilla. Mayte Lapresta. Imágenes: Arcadio Shelk
Una lancha rápida sortea con habilidad el arrecife de coral. Entramos en la multicolor laguna de Taha´a. Quizás uno de los paraísos más paraíso del mundo. Sin duda uno de los más remotos. Estamos a 12 horas de cambio horario en una diminuta isla del Pacífico. Alrededor todo es agua. Miles de kilómetros de agua sin tierra firme. Una isla de aquellas en las que siempre soñaste perderte. Y es tal y como la imaginas. La Polinesia Francesa está presente en el imaginario de cualquier pareja de enamorados cuando prepara su luna de miel. Bora Bora se lleva la fama por esas aguas cristalinas y esos fondos de coral. Tahití es parada inevitable por su aeropuerto internacional. Pero es Taha´a la que de verdad te hace sentir en el otro confín del planeta, en un lugar donde nada ni nadie puede encontrarte, donde el tiempo se detiene y los virus no existen (62 casos leves de covid-19 en toda la Polinesia Francesa).
Volvamos a ese barco taxi que nos lleva de la isla de Raiatea hasta el único resort de Taha´a, un Relais & Châteaux ubicado en uno de sus atolones. Ha llovido y la laguna está revuelta. No refleja la magnitud de su belleza. Contemplo como si de un grabado se tratase los tatuajes dibujados en el cuerpo de nuestro conductor. Cada línea cuenta su historia, la de su familia, en una simbología compleja que se construye a lo largo de una vida, una biografía tallada en la piel. A lo lejos ya se divisa el pequeño embarcadero donde nos reciben con la tradicional diadema de flores y los imprescindibles collares de conchas mientras suenan acordes hipnóticos de himnos guerreros maorís. La Orana e Maeva! El pequeño motu de Tautau se convierte en la isla privada que nos aloja. No más de 58 suites y villas de arquitectura polinesia que se funden con naturalidad entre sus palmeras y sus doradas playas. En menos de 20 minutos has recorrido el atolón por completo, pero el infinito está en sus mares. Cruzando hasta el siguiente motu con unas simples gafas de buceo la experiencia brutal del jardín de coral da comienzo. Una leve corriente de agua marca el recorrido natural en el que sorteas corales multicolores y te dejas acariciar por inmensos bancos de peces exóticos. La biodiversidad es brutal. Un verdadero santuario de vida marina y belleza absolutamente inolvidable.
Sabores y texturas
Milton Chong, chef del hotel, nos invita a entrar en su cocina. Quiere mostrarnos la versatilidad de la vainilla que se produce en la isla y sus variadas aplicaciones gastronómicas. Están elaborando un tartar de pari-pari, que aliñan con la noble especia y frutas exóticas. Mientras, un joven ayudante prepara un puré de patata con crema de coco y vainilla que acompañará al mahi-mahi (ambos pescados locales). “El uso de esta noble especia da personalidad a los guisos, como por ejemplo en este pato con hojas de taro (sabor similar a la espinaca) y salsa de vainilla”, asegura el cocinero.
A pesar de la maravillosa carta que exhiben en el hotel, en estos lugares remotos la gastronomía es simple, natural y poco global. El pescado es su principal fuente de proteína y la fruta tropical acompaña sus elaboraciones. La carne, muy valorada, llega desde Nueva Zelanda. Los vinos, la mayoría franceses. Por supuesto, estamos hablando de un consumo prácticamente restringido a los adinerados turistas. La culinaria general pasa por cierta precariedad donde los camarones, el pescado de la laguna en todas sus versiones (especialmente en ceviche con sal, tomate, lima, pepino y leche de coco) y el puerco son protagonistas. Samuel, nuestro guía, nos invita a comer en su casa con su numerosa familia. La abuela es la que maneja los fogones, aquí con formas y maneras muy distintas a las habituales. Sus platos son cocidos, enterrados en un horno provisional cavado en la tierra, reposando sobre ascuas y envueltos en hojas de plátano. Se sirven en los cuencos de la cáscara de coco y se come con las manos. La leche de coco es la base de cualquier guiso y se añade al gusto como aliño de cualquier plato. Acompañando, zumos de mango, piña o banana. Y por supuesto cerveza, una clásica Pia Uru.
En la Polinesia dos son los alimentos que se exportan. El coco se ralla para su uso no solo alimenticio sino para la producción de aceites y cosméticos. Se trata de un negocio de baja rentabilidad, puramente de subsistencia: tras trabajo arduo y un mes para secarse al sol, tan solo consiguen un euro y medio por cada kilo en su venta en Papeete, la capital. En segundo lugar y en otra liga, la cotizadísima vainilla de Taha´a, esos pistilos de oro recogidos de orquídeas efímeras y delicadas que tras recolectarse y secarse, se exportan al mundo entero. También tiene cierto predicamento su ron (una curiosidad su ron de té) y sus perlas, cultivadas en la laguna de la isla buscando la excelencia de tamaño y color. Vemos el ritual de colocar la madreperla en el interior del bivalvo y depositarlo en el mar. “Necesitará unos 18 meses para crear la perla. El color se define por el labio. Ahora buscamos los grises y los verdes, que están más de moda”, nos aseguran en la granja. Samuel nos tiene preparada una sorpresa muy especial antes de regresar a la capital. En su pequeña embarcación nos acercamos al centro de la laguna. Arrojando señuelos, atrae enormes peces manta y nos invita a disfrutar de un baño entre ellos. Con más de un metro de ancho los fafapiti o mantarraya nos envuelven, juegan, comen de nuestras manos. Majestuosos y elegantes, desfilan entre nosotros demostrando una confianza asombrosa en un paraíso de libertad. Nos desplazamos hacia otra zona de más profundidad. Allí esperamos la llegada de los tiburones de punta negra que nos rodean en esas transparentes aguas de jade y turquesa para recoger las golosinas que nuestro guía les ha preparado. Su placidez contagia y a pesar de su imponente aspecto, consigues relajarte y disfrutar de la experiencia de bucear entre ellos.
Enigmática Moorea
El ferry nos acerca desde Tahití hasta Moorea, a tan solo 17 kilómetros cruzando el llamado Mar de la Luna. La versión barata del viaje no disipa para nada la magia. Su perfil fantasmagórico, escarpado y volcánico, de un verde intenso, ya da pistas sobre lo inaccesible de su interior que, con la espesura infranqueable y la verticalidad convierte a la isla en un litoral habitado y un centro salvaje. De hecho prácticamente hay una sola carretera y una sola calle. No tiene pérdida, o vives a la derecha de la carretera o a la izquierda. Si eres un privilegiado, tu casa dará a la laguna como es el caso de la pareja francesa que nos aloja. Dos parisinos que decidieron dejar su estresante vida de ciudad para comprar una maravillosa propiedad en la playa y cambiar sus hábitos para siempre. Se muestran encantados con la decisión y se hace obvio que no mienten. Trabajando con el portátil en una tumbona bajo una palmera, descalzos y con el sonido constante del mar bravo que rompe en la barrera de coral. No está nada mal. Por supuesto, la envidia se esconde entre sonrisas y buen ambiente. Nada que no se mitigue con un buen zumo de frutas de los que se elaboran en Paopao, junto a la espectacular bahía esmeralda de Cook. Nos internamos en el paraíso, con su descomunal fertilidad donde poéticas cascadas rompen el silencio, donde enormes helechos ocultan pequeñas casas color pastel con coquetos jardines de hibiscos. Y el azul del mar. En un kayak atravesamos las bahías acercándonos a las playas de arena blanca y fina. Se escucha un ukelele en una pequeña cabaña donde un pintor parece impregnarse de la serena paz para inspirar su obra inacabada. Moorea tiene un halo místico muy especial que ha seducido a múltiples artistas y los talleres de artesanía se multiplican en cada rincón. Sentada sobre la arena, con la mirada perdida y un Mai Tai en las manos, no puedo sino preguntarme a qué dios debo implorar para quedarme en el paraíso para siempre. Me temo que Mana, que siempre protege y castiga, no tiene tiempo para complacer caprichos tan mundanos que podrían parecer tan divinos.