Los expertos
La pandemia del coronavirus dichoso ha traído, como consecuencia inevitable y necesaria, el florecimiento de los expertos. José Manuel Vilabella
Ha sido una eclosión repentina, salen de debajo de las piedras, de las universidades, de las clínicas. Son expertos virólogos, médicos, farmacéuticos y de todas las ramas científicas. Los hay enigmáticos, plúmbeos, catastrofistas, optimistas. Hablan del bicho que mata y cada uno tiene un discurso diferente, pero todos coinciden en que esto está muy mal, oiga, que en un futuro próximo y hasta que todos estemos vacunados la humanidad lo tiene muy chungo, tronco. Antes los expertos que salían en los papeles eran los cinéfilos, los cronistas deportivos, los críticos musicales, los críticos taurinos, los críticos teatrales y los comentaristas culinarios. Hay alguno más que me he dejado en el tintero como los críticos de televisión. Los cinéfilos son los más pesaditos, los más pelmas. Lo saben todo y lo demuestran de forma pedante. Son unos eruditos insufribles que van de sus filias a sus fobias como el que va de Pinto a Valdemoro. En sus escritos suelen ser crípticos e inmisericordes. Los señores del fútbol son otra cosa. Suelen ir en grupo y son muy ruidosos y apasionados con un abundante porcentaje de argentinos en sus filas. No esconden su preferencia por alguno de los clubes importantes y hay especialistas para todo. Incluso hay caballeros que su misión es gritar “gooooooooooool!” con entusiasmo digno de encomio. Los críticos taurinos han perdido fuste. Antes eran feroces –los de provincias, para demostrar lo mucho que saben y como tienen pocas oportunidades de lucirse, rozan la crueldad con los diestros–, pero ahora que el discurso animalista ha calado en el personal se han vuelto nostálgicos porque la fiesta, si se muere, lo hará por consunción, porque las plazas se queden vacías.
Los comentaristas gastronómicos somos los que realizamos la labor más ingrata. Todo el mundo come bien o mal, poco o mucho y todo el mundo dice entender de gastronomía y los comentaristas profesionales de las cosas del comer tenemos que soportar estoicamente todo tipo de juicios injustos sobre nuestra honestidad profesional. Los restaurantistas que salen poco favorecidos con nuestros juicios suelen acordarse con poco afecto de nuestra difunta madre y si unos nos acusan de estómagos agradecidos otros aseguran que somos unos gorrones que no pagamos en ningún sitio. Es verdad que en este oficio en que loúnico que se requiere es haber amado, vivido y comido mucho, el pelaje de los colegas suele ser muy variado. En lo que a mí respecta puedo jurar poniendo la mano en el corazón que nunca, jamás, he admitido invitaciones cuando voy al restaurante para enjuiciar su cocina. Y que si me he metido con algún cocinero ha sido con los de la elite. Jamás con los modestos o los que hacen sus primeras armas. A los que están arriba hay que zurrarles, sobre todo, para bajarles los humos y la pedantería, porque la mayoría son insufribles. Pero, eso sí, solo cuando se lo merecen. Y se lo merecen con frecuencia.
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