Santiago Rivas

40 PVP

Miércoles, 17 de Junio de 2020

Durante este confinamiento, debéis saber que no han parado los saraos de presentación de vinos, con mucha menos gracia, eso sí, dado que, obviamente, no sucedían en un restaurante o local curioso sino en nuestra en casa, a través de aplicaciones de estas espantosas que sirven para reunirse mediante una multi videollamada. Santiago Rivas

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Previamente, la marca organizadora te había enviado el vino que se iba a comentar y así, el día del evento, la experiencia era de lo más inmersiva, al poder probar la referencia protagonista a la par que lo iban describiendo.


Esta situación -estar en casa tranquilamente bebiendo- provocó, al menos en las presentaciones en las que yo he estado -que han sido unas diez-, que el personal asistente, prensa y distinto tipo de profesional del sector se animara a preguntar.

 

Antes del coronavirus también se hacían preguntas, pero lo que anima este formato es llamativo. No sé si porque cada participante quiere justificar un poco su participación, hacerse notar, o por aprovechar cierta soledad del interpelado que le obliga a no poder ser muy evasivo. En directo, la cercanía social resuelve muchas situaciones y, por supuesto, la gente en grupo no se comporta ni parecido a como se comporta individualmente.


A esto último lo llamo el efecto Negroni, un cocktail a base de ginebra, campari y vermouth a partes iguales que acaban fundiéndose, convirtiendo cada partícula de cada ingrediente inicial en indetectable.


Bien, pues en una de estas hubo un suceso algo embarazoso que me hizo reflexionar.


Un ser humano, en un turno de preguntas que se extendió más allá de una hora (lo nunca visto), preguntó a los bodegueros por el precio del vino objeto de la puesta de gala. Como también preguntó por cómo veían el enoturismo en la nueva normalidad, a los entrevistados se les olvidó contestar al tema de la cuestión onerosa. Del apoquine. Pues el muchacho esperó educadamente a que le volvieran a dar la palabra, algo que ocurrió a los 25 minutos, y reiteró su cuestión. La botella costaba 40 euros y, menos este chico y algún otro despistado, todo el mundo lo sabía por la información aportada en el dossier de prensa. Esto hacía que la contestación fuera de lo más sencilla: 40 euros. Nadie se iba a sorprender y, hasta entonces, no percibí en el ambiente que nadie se cuestionara ni lo más mínimo el coste de esa referencia. Bueno, pues la que liaron los propietarios para justificar un precio que a nadie le importaba es de las cosas más divertidas que he vivido en este confinamiento. Puro posthumor.


En primer lugar, se resistían a decirlo, como dejando lo inevitable para el final. De hecho, pienso que deseaban que hubiera un apagón digital provocado por alguna tormenta solar o nos destruyera un meteorito solo por no tener que responder. Se percibía la incomodidad, cierta transpiración en el labio superior del ponente y una expresión corporal errática. Apareció el tartamudeo. Aun así, empezaron a señalar que “ojo a la edad del viñedo”, que “tu fíjate qué rendimientos más bajos”, que “si la excelencia”, que “las mejores barricas traídas de Francia en brazos”, que “solo lo han sacado cuando la botella está redonda y que hay que darse cuenta de los costes que conlleva eso”, que “no es un vino para todos los días”, que “lo puedes guardar a modo de inversión, ya que sin duda se irá revalorizando”, etc… Porque tenía la nota de prensa delante, que, si no, hubiera pensado que estábamos ante un vino mileurista.


Pero no. 40 euros. Les provocó autentica desazón decir en un foro de profesionales -no a mi padre, no. A profesionales- que su tinto top de gama tenía un PVP de 40 euros.


Conste que yo puedo llegar a entender moderada discreción con el tema viendo el percal del consumo de vino en España, en donde cualquier tinto que sobrepase los 20 euros se percibe con sospecha. Pero no te puedes acomplejar así ante el sector especializado por un precio que, de acuerdo, no es #TiesosFriendly, pero vamos, no está ni entre los 500 vinos más caros de este país.


Hace poco, un bodeguero, en una interpretación radicalmente diferente de lo que puede ser un precio, me dijo que va a subir uno de sus vinos sensiblemente, ya que, en primer lugar, lo vende todo a los pocos meses de salir y, en segundo lugar, porque piensa que el wineloverismo más recalcitrante y la crítica mas fofa no toma demasiado en serio esa botella al estar por debajo de los 30 euros. Y es que la percepción de la calidad en relación con el  precio es algo que pasa en todos los sectores. Pero en el del vino, al estar la mayoría tan perdida, es donde puede ser un arma más efectiva… o donde puedes hacer más el ridículo.


En otra charla, otro elaborador me dijo que en breve iba a lanzar al mercado un rosado. Y ahí sí le dije, con total rotundidad, que si él ve que el producto tiene pretensiones, o lo pone entre 20 y 30 euros, o se perderá en la inmensidad de oferta tiesa sin generar culto.

 

Esto mismo, hablando de blancos, sitúa el arco de precios entre los 35 y 50 euros. Obviamente, me refiero a casos en los que ya existe en tu gama un vino que hace de pulmón financiero: un básico que te hace pagar facturas y nóminas. El ejemplo de lo que escribo son esas ampliaciones de gama cuyo primer objetivo no es del todo vender, sino llamar la atención winelover. También esto tiene límites racionales: debutar con un vino a 500 euros, pues tampoco. Por muy rosado tinajero de variedad de uva extinta que te estés marcando.


En fin, sobremesers, que sé que precisamente ahora, dado el contexto económico español e internacional, lo mismo no está el tema para filigranas. Pero lo que tampoco os va ayudar es no creer en lo vuestro.

 

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