La boda
Cuando la boda de Andresita Canillas, fueron más de cinco gallos, ocho lomos embuchados en tripa cular de cochino, tres jamones de más de una arroba y dos cántaros de aceite, los que se emplearon para freír buñuelos y floretas, en su unión con Leoncio Malrastrojo, viudo, con tan solo 25 años, de Aurora Canillas. César Serrano
Y fue el tío Facundo Canillas quien dijo que aquella boda, la de su segunda hija, tenía que ser como la de su primogénita, como si Aurora no hubiera muerto desangrada en un mal parto, y del que, gracias a Dios, había quedado el regalo de un niño del que todos decían que tenía la carita de los ángeles. Sí, tío Facundo Canillas era, cuentan, un hombre bragao, al que nunca nadie le vio ni una lágrima, ni un jadeo frente a la desgracia, ni tan siquiera cuando caían las primeras paladas de tierra sobre el ataúd de su primera hija, amortajada con el blanco traje de la boda con Leoncio Malrastrojo.
Tras la misa de novenario por la difunta Aurora, Facundo Canillas cogió por el brazo a Leoncio Malrastrojo y, mirando al niño de carita de ángel en brazos de Andresita Canillas, le dijo: “Dentro de un año, os casáis tú y ésta”.
Fue un año largo, muy largo para los novios. Ella apenas se atrevía a mirar a aquel hombre que hacía tan poco tiempo había sido el marido de la hermana muerta, y él poco a poco le iba robando miradas mientras sentía cómo una brasa, cada vez con más fuerza, se apoderaba de su voluntad.
Una noche, ya entrado septiembre, cuando los higos de pezón comienzan a mostrar su voluptuosidad carnosa, Andresita Canillas no pudo resistir ni un instante más la tentación de una boca que, de repente, presintió, igual que la suya, en llamas. Cuatro meses después vendría la boda, una boda en la que, si bien no se bailó el roscón, sí hubo baile en el Casino y rosas y buñuelos para todo el vecindario de Picote de Traslasierra. Trozos generosos de lomos en manteca colorada, entresijos y tripas de cabrito en guisito de pimientos y cebollas, platos y más platos de arroz de boda, en los que abundaban las tajadas de gallo. Los cabritos llegaban a las mesas en calderetas humeantes. También en las mesas, finísimas natillas en las que se emplearon 20 docenas de huevos y una generosa cántara de leche y azúcar, mucha azúcar, que, como decía Hipólita García, guisandera de Picote, las amarguras “había que espantarlas”. Tras la cena, de nuevo el baile y las chanzas, el cansancio, la alcoba que fuera de Aurora y Leoncio, también la cama, las sábanas, el espejo donde tantas veces se reflejara la belleza de Aurora. Se sintió acongojada entre aquellas paredes que parecían gritar el nombre de la hermana muerta, mientras él la buscaba bajo las sábanas bordadas con el nombre de Aurora. Se dejó arrastrar por las poderosas manos que, a veces con la suavidad de un soplo, a veces con la fuerza de las tormentas, iban encendiendo su cuerpo hasta sentirlo fundido con el de él. Aún hoy recuerda cómo, tras el fuego, él le dijo muy bajito “mañana pintaré la alcoba del color de los melocotones sanjuaniegos”.
Natillas de huevo
Ingredientes
- 6 yemas de huevo
- 6 cucharadas de azúcar
- 1 cucharada de Maizena
- ½ l de leche
- Una cucharadita de esencia de vainilla
- 1 rama de canela
- 6 galletas María
Preparación
En una cazuela ponemos leche, azúcar, canela y vainilla. Llevamos a ebullición y retiramos del fuego, tapamos y dejamos infusionar 15 minutos.
En un bol ponemos las yemas y batimos. Añadimos la Maizena y mezclamos con el huevo. Vertemos un cazo de la leche infusionada y damos un toque de varillas hasta que esté la mezcla bien integrada. Ponemos el conjunto en la cazuela y llevamos a fuego moderado. Removemos la mezcla hasta conseguir la untuosidad deseada. Retiramos del fuego, dejamos reposar, vertemos en los cuencos y colocamos en cada uno de ellos una galleta. Introducimos en la nevera y dejamos enfriar cinco horas.
SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.