Fuga
Febrero trae nieblas a las Sierras de Picote. En la casa palacio de los marqueses de Los Mirabeles la chimenea rompe el frío de la mañana. César Serrano
Cristina Amores de Quirós contempla ese lento despertar a través de la galería que mira al sur, y al sur viaja con la memoria. Al sur de Nicasio Cervigón Carrasco, en una noche de fuego y salitre. Después llegarían días negros en el internado de Lancy. Allí la enviaron sus padres para preservar el decoro familiar corroído por aquella noche de fuego y salitre. Y vendrían tiempos oscuros para la familia Cervigón Carrasco, que vería cómo Antonio Cervigón y Amelia Carrasco perdían sus puestos de guardeses de Los Mirabeles. Malos tiempos en los que Nicasio se desvaneció, desapareció buscando aquel amanecer de luz y salitre. Cuando Cristina regresó pasados ocho años traía en su maleta el título superior de Interpretación y Composición Musical y una enorme pasión por regresar al sur, en busca de los ecos de Nicasio. Antes, el encuentro con unos padres que habitaban en un invierno que solo traía frío. Huyó de aquel invierno mientras sonaba la campana de la casa familiar. Y así comenzaba la búsqueda, la desesperación, la ausencia de rastro alguno de los ecos amados. Habrían de pasar años para volver a escuchar la campana. Sería en la despedida del padre, con la voz del capellán vacía como el alma del padre muerto. Cristina contempla en el rostro de la madre un vivace anunciando un tiempo nuevo. “Ha pasado tiempo, amor”, se la escucha hoy mientras el sol gana la partida a la niebla. En sus manos, una rosca de alfajor, memoria de aquellos días de confidencias de la madre, confidencias de una vida llena de sombras junto a aquel hombre, aquel padre. Tenebrosas confidencias, como el camino al que la arrastró su madre hacia el molino. Pérfidas confidencias que descubren la sombra amada junto a las húmedas paredes de la aceña. Confidencias de contrición de esa madre por el castigo impuesto al joven amado. Confidencias que iban desmigajando el alfajor entre los dedos mientras del molino emergía una figura de cándidos e infantiles andares, figura oscilante de un hombre atrapado en los recuerdos de una juventud perdida. “Ha pasado tiempo, amor”, le dice hoy Cristina a Nicasio. Y llega del pasado aquella noche en la playa, besos al ritmo de un fagot, el abandono a una danza que llegaba del crescendo orquestal en fuga desde un ventanal abierto. “Así, amor, ¿recuerdas? llegamos a nuestro extremis”. La luz del invierno se cuela en la biblioteca. Cristina mira los ojos de su amado, que la contemplan desde la ingenuidad y candidez en la que fue atrapado. Ojos de niño, ojos que desde la oscuridad del molino consiguieron la fuga hacia el amanecer de fuego y salitre. Allí quedó atrapado para siempre. El hombre-niño mordisquea un alfajor. Cristina toma el fagot y llena la biblioteca con Le Tombeau de Couperin, de Maurice Ravel.
Roscas de alfajor
Ingredientes
- Para la masa
- 1/2 kg de harina de trigo
- 250 g de aceite de oliva
- 130 g de agua
- 1 cucharadita de sal
- Para el alfajor
- 500 g de miel
- 150 g de pan del día anterior
- unas gotas de agua
Preparación
Comenzamos haciendo el alfajor, mezcla de miel y pan rallado. Rallamos el pan muy fino y mezclamos con la miel y unas gotas de agua. Reservamos en la nevera. A continuación, hacemos la masa de las roscas. Vertemos en un bol el aceite, la harina, el agua y la sal. Mezclamos bien y amasamos.
Dejamos reposar la masa de las roscas 30 minutos. Hacemos cortes, obteniendo bolas del tamaño de una mandarina. Estiramos con un rodillo hasta que la masa nos quede rectangular, de unos 3 mm de grosor.
En el centro de la masa echamos una tira del alfajor, hacemos un canuto y cerramos la rosquilla. Abrimos 3-4 agujeritos en la masa, para que asome el alfajor. Llevamos al horno y horneamos 10 minutos a 220ºC.
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