Yo confieso

Sábado, 30 de Abril de 2022

Hace unos 50 años que empecé a escribir de gastronomía en la revista Yatros, una publicación médica, y desde aquella época no he dejado de comer, engordar, colaborar en revistas y periódicos sobre este tema tan placentero y que a mí me interesa tan poco. José Manuel Vilabella

[Img #20553] Quise irme, pero la dinámica de la vida, el día a día, la solicitud de colaboraciones, la posibilidad de viajar con el dinero de los demás y el esplendor del sector me han retenido hasta este mismo instante en un oficio que detesto. Ahora me miro al espejo y qué veo: un señor muy bajito, gordo, calvo y barbudo; un anciano de ojos tristes que se ha convertido en el de­cano de esta pintoresca actividad, en el sobreviviente de una generación nacida en plena Guerra Civil, que conoció el pan negro y la cola del aceite y que tiene instalado el hambre en su ADN.

 

Soy un apasionado defensor del restaurante como lugar de encuentro, como representación teatral en la que los comensales interactúan con los personajes de la sala y en la que deberá brillar por su ausencia el cocinero. E igual que el co­mediógrafo no aparece en la obra, el autor de los platos debe abstenerse de salir a dar la lata a la clientela. Y solo cuando la comensalía grite: “¡El autor, el autor!”, se asomará el chef unos segundos, hará una reverencia al respetable y se quitará el gorro distintivo de su oficio. Como me falta vocación me llevo mal con la aris­tocracia de los fogones, naturalmente con las excepciones de rigor, y suelo tener, sobre todo con los insufribles chefs de la vanguardia, abundantes peloteras, ex­cepto con el divino Ferran. Simpatizo con los chefs humildes, que los hay tanto en la vanguardia como en los restaurantes tradicionales y populares. ¿Cuál es el motivo de mi fobia por determinados individuos? Su altanería insufrible, su falta de pudor en firmar libros que no han escrito y de patrocinar cocinas que no ha­cen. Atropellan la autoría, se ciscan alegremente en los derechos ajenos y actúan como si el mundo les perteneciese. Ese cinismo me parece intolerable y tengo que confesar, eso sí, desolado, que mis opiniones no han logrado modificar nada del circo mediático y he sido derrotado en todas y cada una de las batallas que he emprendido. Los miles de trabajos en revistas y periódicos prestigiosos no han servido para nada. Mi vida ha sido inútil; es como si no hubiese existido. Pue­do decir, con el orgullo inútil del fracasado, que soy un mierda. Algunos chefs tie­nen una estupenda formación, pero bastantes son prácticamente analfabetos y, además, para más inri, presumen de haber sido los últimos de la clase y de ganar mucho más dinero que los jóvenes que hincando los codos se hicieron historia­dores y han tenido que emigrar para ser camareros en Francia, Holanda o Reino Unido. Qué país el nuestro. Qué desdicha. Para ser patriota en España hay que ser muy obtuso o muy lúcido. Ni me gusta España ni los españoles ni me gusto yo que, para mi desdicha, soy más español que la mayoría de mis compatriotas. Qué asco, oiga.

 

 

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