Del botellín al botellón

Sábado, 27 de Agosto de 2022

Nuestros hijos, hace unas tres décadas, fueron los primeros jóvenes europeos en conquistar las noches del fin de semana. “Chiiiss. No hables alto que despiertas a la niña”, me decía mi mujer. Y yo preguntaba: “¿A qué hora llegó?”. “A las 8 de la mañana”, contestaba mi esposa. José Manuel Vilabella

[Img #20841]La niña dormía a pierna suelta hasta la media tarde del sábado y después se arreglaba para disfrutar de los botellines de cerveza hasta el amanecer del sábado sabadete. Eran felices. Estudiaban o trabajaban y se puso de moda aquella pregunta que se consideraba graciosa: “Hola. ¿Estudias o diseñas?”. Los padres poco liberales, los de misa diaria, se echaban las manos a la cabeza, y los curas, desde el púlpito, gritaban que España, desde la llegada de la democracia, se había convertido en Sodoma y Gomorra. Qué tiempos, oiga, qué tiempos.

 

Pero nuestros nietos, con gran envidia por mi parte, han ampliado la noche hasta el mediodía del sábado e inventado el botellón. Qué bonito. Por donde pasan arrasan, lo dejan todo perdido y si les entran ganas de hacer pipí utilizan tan ricamente las botellas vacías. Un servidor, muy cerca de los 90 años, es un apasionado admirador de sus descendientes y de sus conquistas. Tanto mis hijos como mis nietos tuvieron su música, pudieron leer lo que quisieron y llevar las ropas que dictó la moda en cada momento. Cuando veo a mis descendientes luciendo esos preciosos pantalones rotos me corroe la envidia.

 

–Abuelo, ¿por qué no te compras unos y sales a la calle con ellos? No te cortes, tú siempre has sido un transgresor– me dijo mi nieto Santiaguiño.

 

Le hice caso y me los compré. Me costó encontrarlos porque mi panza es significativa. Me marqué también una cazadora vaquera y en lugar del sombrero que llevo normalmente me puse una gorra amarilla.

 

Salí a la calle y el portero, Abel, que es una persona encantadora, me animó con una sonrisa y un, “adelante, amigo, adelante”. Fue, y perdonen ustedes mi inmodestia, un gran éxito. A los pocos metros una señora caritativa me dio unas monedas y un caballero depositó en mi mano un billete de cinco euros. Quise rechazar las ayudas, pero la terquedad de los donantes me lo impidió. Me senté y puse la gorra en el suelo. Para no aburrirme estuve mirando las fotografías de mi teléfono móvil y de vez en cuando echaba una ojeada a la gorra. Aquello no dejaba de crecer. Había mucha calderilla, pero también billetes de cinco y diez euros y un generoso donante me obsequió con un billete de 20. En cuatro horas obtuve un total de 514 euros. Aleluya. Eso hay que repetirlo.

 

Mi generación, la de los niños de la guerra, no tuvimos música propia y solo escuchábamos la copla y el cante jondo, el maldito martinete; llevábamos los trajes viejos de nuestros padres a los que una costurera había dado la vuelta, las camisas ajadas y las corbatas sobadas de nuestros mayores. Fuimos la generación más triste y patética de la historia de España. Por eso nos marchamos a Cuba, a Venezuela. Y algunos, como yo, se fueron a los dos sitios.

 

 

SOBREMESA no comparte necesariamente las opiniones vertidas o firmadas por sus colaboradores.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.